Volvió a llamar esa noche. Cuando sonó el teléfono, Lyle supo de inmediato quién era: J., y sintió un pro-r fundo alivio, como si temiera verse abandonado en manos de Marina y de Burks, expulsado a las categorías menos nítidas de la realidad. Hablando sin inflexión de ninguna clase, sin malgastar palabra, Kinnear recordó a Lyle que le había dado un número de teléfono para utilizarlo sólo cuando él, Kinnear, se lo indicase de manera específica. Antes de colgar, añadió que los tres dígitos del número del telegrama recibido por Lyle eran el prefijo, sólo que del revés.

Lyle se cambió de ropa sin saber por qué. Tomó un taxi, luego recorrió a pie varias manzanas, hasta Grand Central. Cambió cuatro dólares en monedas pequeñas y entró en una cabina.

– Creo que estamos operativos.

– Y eso significa…

– Dos o tres días libres, si te lo puedes permitir.

– ¿A empezar cuándo?

– Pasado mañana.

– No hay problema.

– Calcula tres mil quinientos dólares.

– ¿De qué forma?

– No hay límite a la cantidad en metálico que puedas llevarte al atravesar la frontera.

– He vuelto a hablar con Burks. Burks ya no tiene ningún interés. Lo cual tiene su lógica. Tenían a un informador y lo han perdido. No hay motivo para que nos echen los perros.

– Y una mierda -dijo Kinnear.

– Marina, no creo que sea capaz de encontrarte. Bastante tiene con hacer que alguien ensamble algo que haga ruido cuando le prendan fuego.

– Lyle, van a por mí.

– Cierto.

– Es muy capaz. Marina es muy capaz. La policía secreta sabe cómo me llamo. Saben cuál es mi historial. Les encantaría una charlita, ésa es mi impresión.

– En serio me lo pregunto.

– ¿Estamos operativos, sí o no?

– Pero sí van a por ti…

– Exacto.

– ¿Y cómo lo hacemos?

– Imagina que con tres mil quinientos compro documentos, billetes para viajar, cubro mis necesidades durante una temporada.

– No me digas.

– Sólo el tiempo necesario para comprar papel. El nombre y los números requeridos. ¿Y si viajo en un carguero?

– ¿Luego qué?

– ¿Para un tirado como yo?

– Volverás, te lo garantizo.

– Podría ser, Lyle.

– Burks dijo algo de Nueva Orleans.

– Ves, te lo dije, lo saben.

– No es mucho, J.

– Han dedicado mucho tiempo a seguirme. Saben a quién y cómo azuzar, de veras lo saben. Maldita sea, hablaron de Nueva Orleans, ¿sí o no? Hace ni me acuerdo cuánto de aquello. Como tres o siete vidas.

– Burks dijo algo interesante.

– ¿Qué dijo?

– Dijo Oswald.

– ¿En serio?

– Dijo Cuba, papeles echados a faltar, no sé.

– Son buenos -dijo Kinnear-. Le dedican tiempo.

– ¿Quiso decir Burks que tú conocías a Oswald antes de Dallas?

Los dos se echaron a reír. Lyle se volvió hacia la hilera de las cabinas. Una estaba ocupada por una mujer negra, de mediana edad, con un vestido de lunares.

– A lo mejor podemos hablar de eso en otro momento.

– En lo que se refiere a la pasta, Lyle, no sé si podré devolvértela.

– No es problema.

– ¿Es problema? Porque si lo es, Lyle…

– Olvídalo.

– Lo dejé estrictamente en los huesos. Ése es el mínimo minimísimo que necesito para abrirme. No te pido ni diez centavos de más.

Hicieron lo preciso. Lyle salió de la cabina y echó a caminar por Lexington. Era tarde. Un coche viró hacia él cuando subía a la acera. Frenó, un hombre de treinta y tantos, demasiado adelantado en el asiento, la cabeza girada hacia Lyle, inquisitivo, una mano entre los muslos, hinchando la tela y todo lo que hubiera bajo ella. Quedó claro que se trataba de una presentación. Lyle, directamente bajo la luz de una farola, evitó su mirada y concentró la suya por encima del coche, como si viera algo ineluctable en una ventana de la tercera planta, al otro lado de la calle, hasta que el coche por fin se fue.

8

Pammy salió a la terraza. Ethan aún trataba de aclararse la garganta, de pie ante la balaustrada, con una taza de café. La mañana estaba luminosa y cálida, ya pasaba de mediodía. Jack estaba en el otro extremo, apilando la leña. Cavidades nasales, membranas de los se-• nos. Ella entró, se puso una taza de café y volvió a la terraza. Se sentó en la balaustrada, con la cabeza bien alta, la cara ya en un plano inclinado.

– Pero… ¿no te encanta? -dijo Jack-. Todas las mañanas lo mismo. Siempre exactamente igual. Como si no hubiera nadie alrededor. Tose, carraspea, escupe, señor Esputador. Cualquiera diría que hace algo.

– Alivio rápido. Respira hondo, no te atosigues.

– Joder, por Dios, es que no veas, esto es lo que oigo cada mañana, todas las mañanas, sin respiro.

– Me gusta toser -dijo Ethan-. Y carraspear me gusta más. Es una de las últimas huellas distintivas de!a presencia humana y sensual en el planeta. Me gusta esputar.

– Es igual que el metro, a las dos de la mañana, te dan ganas de echar la pota.

– No, no.

– Te entran arcadas.

– Carraspear es a una arcada lo mismo que un haikú a una carrera de patinaje.

– ¿Cómo es posible que hables por la mañana? -dijo Pammy-. Mira que ponerte a trazar similitudes, analogías, proporciones, nada más levantarte, sin que importe la idiotez que representa… Yo apenas consigo abrir la boca para dar un sorbo.

– A mí me gusta sentir cómo se desprende la mucosa.

Entró y se hizo unas tostadas. Después, Pammy fue caminando hasta el pueblo de la Isla del Ciervo, seguida durante medio kilómetro por dos perrazos, y compró unas postales y algunos comestibles. Por el camino de vuelta la acompañó un buen trecho una chica en bicicleta, que respondió a todas las preguntas de Pammy con una o dos palabras, antes de internarse por un camino con baches que llevaba a una bonita casa antigua. Pammy se percató de que sonreía ante la casa, tal como había sonreído antes a la chica, y antes aún a los perros. Resolvió abstenerse de emplear esa sonrisa idiota y animada.

– ¿Y Ethan?

– En Stonington, de compras.

– Yo acabo de hacer la compra.

– Él quería pescado.

– No le vi pasar. Supongo que estaba en el mercado.

– ¿Qué te apetece hacer?

– ¿Vamos al prado? -dijo ella.

– No hay nada que hacer.

Caminaron por la playa. Jack iba descalzo, a paso ligero entre las rocas, aguantando unos leves dolores furtivos, la cabeza agachada, las manos bien separadas de los costados. Era un poco más bajo que Pam, la fuerza de su cintura escapular y de sus piernas fácil de discernir por la camiseta y los téjanos cortos que llevaba. Ella lo siguió para rodear una gran roca que sobresalía, tratando de juzgar hasta qué punto eran resbaladizas las piedras mientras avanzaba a saltos, con cuidado, de una a otra, rozando las olas. Caminaron otro centenar de metros hasta unas escaleras de madera que ascendían a un prado anchuroso, en algunos trechos la hierba alta hasta la cintura. Había un cartel: propiedad privada. Era un cuadrado de pasto, cercado de árboles por tres lados, la bahía al oeste. Pammy se tumbó y se desabrochó la camisa. A esa hora, el sol alcanzaba prácticamente todos los rincones del prado.

– Ya no estoy abatida.

– La hierba pincha. No es como la de las películas.

– Se nos ha olvidado el queso, la fruta, el pollo, el pan y los dos tipos de vino.

– Yo antes pensaba en la hierba e imaginaba un picnic -dijo él.

– He estado abatida en secreto. Ahora lo puedo contar. Quería ligar un bronceado agresivo. Vine aquí en busca de eso, ni más ni menos. Un intenso bronceado. Las señoras de mediana edad a veces lo consiguen. Es como si se te pusiera la piel tan apergaminada y tan bronceada que casi rozase el negro. Ese aspecto de cocción que se tiene a veces. Como si te sintieras inmensamente sana, fenomenal, pero te parecieras más bien a un ser, cómo explicarlo, quién es ese desenterrado con esas arrugas tan raras. Yo quería hacerlo una vez en la vida, pero como soy idiota no me di cuenta de que éste no sería el sitio adecuado. Por eso me voy a relajar y voy a superar mi abatimiento, y conseguir lo que se pueda, un tenue tinte rosado.

– Buena suerte.

– Túmbate en la hierba.

– Es que está llena de cosas.

– Vamos, Laws, tiéndete, sé uno, fúndete.

– Me dices que me una a la hierba.

– A la tierra, al terreno.

– A la tierra, al ser, al tacto.

– Fúndete -dijo ella.

– El aire, los árboles.

– Siente el viento.

– Las aves, volar, mira.

– Ala, pico.

– El sonido que emiten, las llamadas.

– Allá en el cielo.

– Son sonidos, charlas.

– Gaviota blanca, mucho aire para batir las alas.

– Anda, vuela sobre el agua ancha y llega a la tierra de Mamu, el oso.

Se incorporó un instante para quitarse las playeras, se desabrochó los téjanos, se los quitó con la ropa interior dentro, se los deslizó hasta los pies, un rechazo ejecutado a pedir de boca, para sacar el cuerpo al final de la camisa, que dispuso bajo ella antes de tumbarse de nuevo con los brazos pegados a los costados. Jack se puso en pie para desvestirse. A ella le gustó verlo recortado contra el cíelo, definido de ese modo, nítido, sin estorbos, los tonos de la carne una perfecta compensación, una gradación sardónica y rebajada, de ese azul tan extravagante. Un tópico, pensó ella. El cuerpo musculoso contra el cielo. Imágenes fascistas de porno blando, habría dicho Ethan. Pero qué caramba, tiene gracia mitificar las cosas.

– Desvestirse.

– ¿No te encanta?

– ¿Qué tendrá el desvestirse, aparte de salirse de ia ropa que uno lleva?

– Lo sé -dijo ella.

Levantó una pierna, procurando rozar el testículo izquierdo de jack con el dedo gordo del pie. Él se cubrió fingiendo con ironía estar espeluznado, y soltó un chillido. Brisa ligera.

Yacieron uno junto al otro, comenzaron a sudar un poco, de manera satisfactoria, a medida que el día alcanzaba su momento de máximo calor. Ella se incorporó apoyada en un codo, mirándolo. La hierba era todo un problema. Picaba, se clavaba en la piel.

Había de ser un acontecimiento sereno, sexo placentero, llevadero, facilísimo, entre amigos. La tensión que existiera quedaría blandamente rebajada en un mutuo apaciguamiento, un endulzamiento, clemente hasta sobrepasar el filo de la extrañeza, las incoherencias aparentes. El niño que Jack en el fondo era, eso iba a buscar ella, el inocente estrellado, desviado, desarraigado, dado a las visiones. Tenía que ser un acontecimiento preñado de simpatía.