– Los sitios nuevos, cuando son nuevos, desconocidos, te hacen ser más consciente de ti mismo. Eso puede ser peligroso.
– Yo quiero mi saco de dormir -dijo Jack.
– Todo lo que hay lanza destellos hacia ti. Es como un espejo. Terminas por estar contigo mismo, sólo que despojado de las formas externas más familiares, los aderezos, el entorno. Si es demasiado nuevo, puede dar verdadero miedo. Recibes demasiada retroahmentación que no viene predeterminada por nada.
– Me apetece dormir fuera -dijo Jack-. Al fresco.
– El miedo es una intensa conciencia de uno mismo.
– Como hoy, como antes -dijo Pammy-, cuando creí que me pasaba algo, cuando pensé yo, yo, mis tejidos, mi cuerpo. Pero es más fácil morir a solas. Más vale olvidarse de tener niños.
– El terreno -dijo Jack-. Dormir, la tierra, los seres vivos.
Ethan se pasó el lateral del dedo índice a lo largo del cuello, con ademán pensativo, y hasta el extremo de la barbilla, repetidas veces, mera indicación de los comentarios irónicos que tenía en puertas, o quizás su pseudosabiduría al uso, o incluso un tramo de autobiografía, que en ese marco de planos sesgados era por sí misma acusadamente irónica. Los dos quedaron a la espera.
– A ver, vosotros dos.
Jack entró en la casa y volvió con el saco de dormir, que echó sobre la tarima de la terraza. Ahora todo sucedía despacio. Jack encendió velas. Caminaba imitando a un tigre enjaulado. Pammy se percató de que por fin había vuelto a tomar asiento. Bebieron un rato en silencio.
– Tengo la cara un poco demasiado larga -dijo ella.
Parecieron a punto de reír.
– No, de veras, tengo la cara un poco demasiado larga. No pasa nada, es así, no hay problema, al menos si lo acepto como es.
– Eh, Pammy.
– ¿Lo sabías, o qué? Cuando piensas en otras personas, en lo que cada cual tiene que aceptar de sí misino… Y sólo es un poco demasiado larga, apenas sí se nota, lo sabes de sobra. Así que lo aceptas. Y a vivir. Te limitas a vivir tu vida, y punto.
– No estará a punto de echar la pastilla, espero.
– Si lo hago, tu saco de dormir lleva todas las de perder.
– Apiádate de mí.
– Tarugo -dijo ella.
Pammy y Jack empezaron una secuencia de atolondramiento vertiginoso. Todo resultaba divertido. Ella se sentía incisiva, nunca había estado más despierta. ¿Y Ethan? Se volvió para verlo de perfil, en parte envuelto por la manta, teatral, serio. Pronto amanecería, tal vez en una o dos horas, por desgracia a sus espaldas, por otra parte. A Jack se le puso la voz astuta, cortante. Fue el único sonido durante un rato. Hacía pausas estudiadas entre los comentarios. Ella se reía de todo lo que dijera. Resultaba cómico ese Jack tan realista. Ella se empezó a reír al terminar sus pausas, anticipándose a lo que dijera. Reinaba el embrujo de la quietud. El más tenue de los colores impregnaba la conciencia de Pammy, algo recortado de la noche, un resplandor de bajísima resolución, como si la propia noche se estuviera descomponiendo en sus partes ópticamente activas.
– A ver, vosotros dos -dijo Ethan.
Los otros rieron.
– Lo que desconocéis es toda una época y sus cosas. La habéis pasado de largo. Debe de ser una vacuidad total vivir sin referencias, aunque es problemático incluso que lleguéis a saberlo, en ese espacio en blanco. Me refiero a una especialidad de Pete Smith. ¿Os imagináis siquiera qué conjura, qué representa eso? No, ni idea, ¿verdad que no? Me refiero a lo que significa que dos personas se puedan encontrar, sin conocerse de antemano, y entonces caigan en la cuenta de que han tenido relación en el pasado, algo muy pequeño, ampliado, la absoluta ridiculez de una especialidad de Pete Smith, la voz del narrador, las cintas de Griffin, el asesino convicto, grabadas en una prisión de Tejas. El mero hecho de oírlo ya da pie a una relación, un sólido fundamento. Eso es lo que os habéis perdido, ¿lo veis? Y es que en aquella época no existía ese asunto del Zeitgeist del mes en curso. Pull My Daisy, joder, tampoco fue hace tanto tiempo, aún están en danza algunos de los beatniks que la rodaron, pero eso es algo que no conocéis, ceguera total. Pulí My Daisy en el Y de la calle Noventa y Dos. O Lord Buckley, otra cosa que os perdisteis enterita, Lord Buckley en The Naz. Ni puta idea de lo que estoy diciendo, ¿a que no? Os faltan las referencias. No conocisteis los clubes del Village, todo aquel mamoneo. El pie de la relación, el sólido fundamento. No sabéis, ¿me explico?, lo que no sabéis es que toda vuestra actitud proviene de algunas cosas como éstas que digo, que eran la base, el sólido fundamento de todo. ¿Qué más, a quién más puedo señalar? The Naz, ya lo he dicho. ¿Sabéis cómo encontró a Silver el Llanero Solitario?
Pam estaba más atolondrada aún. Jack dispuso su saco de dormir a lo largo de una tumbona plegable y se metió dentro. Los perfiles de las islas pequeñas eran visibles. Ethan cruzó la terraza y abrió la puerta corredera.
Más tarde, Jack se quitó torpemente el jersey. Un pesquero de langostas apareció por el cabo sur de una de las islas. Pammy oyó la primera gaviota. Había una presencia animal en el aire, una maraña de apetitos.
Hacía algo más de calor. Vio la camisa de Jack en la terraza. Las cosas le llamaban la atención de continuo, una foca cerca de la orilla, su cabeza reluciente a punto de desaparecer, de reaparecer. Los prismáticos estaban dentro.
– Vale, muy bien. ¿Cuántos amigos gays tengo yo?
– ¿Qué? -repuso ella.
– Amigos gays.
– ¿Cuántos hace falta tener?
– Te habrás dado cuenta de que casi ninguno de mis amigos es gay de verdad. Puede que algunos, con los que he dejado de tener trato, aunque Ethan crea que andan de ronda a todas horas por el portal y el tejado de nuestro edificio. A estas alturas, casi ninguno.
– Yo pensé que con uno bastaba.
– Es mi mente y es mi cuerpo -dijo él.
– Ah, en eso estamos de acuerdo.
Se obligó, nada más decirlo, a retirar la manta y ponerse en pie, aunque estaba entumecida. Entró, encontró los prismáticos, salió de nuevo a la terraza, a mirar a la foca.
– Me veo haciendo muchísimos viajes en el futuro inmediato -dijo Jack-. De un sitio a otro. Una existencia sin supervisión de ninguna clase. Es lo que debiera haber hecho hace ya mucho tiempo. No quiero estar sujeto a un lugar, ya no me apetece. Ni a un lugar ni a una forma de vida.
– Si él ha venido hasta aquí es porque pensaba que eso es lo que querías tú.
– Se equivoca.
– Creo que está incluso preparado para que sea algo más o menos permanente, aunque se me escapa, te lo aseguro, cómo se propone resolverlo en términos financieros.
– ¿Qué es lo que miras mientras te hablo? No me lo puedo creer, Pam. Te estoy contando mi vida y tú te enfrascas en los prismáticos, estás en otra parte, no me haces ni caso.
– Era una foca, pero me parece que se ha ido.
– ¿Ha vuelto la foca?
– Ha vuelto la foca, sí, pero está otra vez, me parece, a la vuelta de aquel saliente.
– Sólo que no es una foca -dijo él-. Es un hombre rana que nos espía.
Pammy se tendió en la cama, temblando, ovillada, alejándose de la fuente de la luz. Procuró convencerse de que se iba a dormir en cuestión de segundos. Desfilaban por su cabeza los momentos, los episodios.
Más tarde despertó y oyó a Ethan en la cocina. Tosía ruidosamente, con flemas que esputaba después. La cama estaba inundada de luz solar. Apartó las mantas, desparramó el cuerpo para despertarlo sobre una sola sábana, relajándose ante el calor absorbente.
Había pasado años oyendo decir a gente de todo tipo y condición, aquí y allá, una misma cosa: «Tú haz lo que te dé la gana mientras no hagas daño a nadie.» Decían: «SÍ las dos partes dan su consentimiento, hazlo, da igual qué sea.» Decían: «Todo lo que te pueda gustar, mientras los dos queráis hacerlo y nadie se haga daño de ninguna clase, se puede hacer sin problema. Da igual qué, da igual con quién.» «Todo lo que te pueda gustar», decían. Decían: «Sigue el dictado de tus instintos, sé tú misma, haz realidad tus fantasías.»
6
Lyle no había estado allí desde hacía bastantes años, en el Lower East Side, ese pantecnicón de etnias, calles, personas, la historia de un sufrimiento impecable. El coche estaba aparcado en una bocacalle, cerca del puente de Manhattan. Marina puso los brazos sobre el volante y se inclinó, apoyando la cabeza, los ojos vueltos a la derecha, mirando a Lyle. Casi había anochecido. Cinco botellas, arrojadas desde un tejado cercano, se estrellaron contra la acera en intervalos de diez segundos. Los ojos de Marina revelaban un leve divertimento.
– Con un poco de gasolina, habría sido un acto político.
– Tal como ha sido, ¿qué es?
– Mero desorden público -dijo ella.
– Me pregunto contra qué blanco tiran.
– La botella es el blanco. Se trata de romper la botella.
– Eso es puro zen -dijo él.
– Si funciona, lo probamos.
– La botella es el blanco, maestro.
– Pues sí, zen, ¿por qué no?
Marina tendría unos siete años más que él, calculó Lyle, y ese día, por primera vez, daba muestras de cierta propensión a sentirse a sus anchas, no tan rigurosa en sus convicciones, o menos dispuesta, en todo caso, a localizar cualquier transformación dentro de una estructura absoluta.
– ¿Adonde irá J.?
– No demasiado lejos -dijo ella-. No es fácil eso de desaparecer cuando tus lugares y rutas seguras se te han cerrado en las narices. J. no tiene dinero. No puede tener amigos, o no muchos, y, en cualquier caso, ¿quién tendría ganas de echarle una mano?
– ¿Qué sucede entonces? ¿Disciplina terrorista?
Ella continuó mirándole sin decir nada. Lo cual decepcionó a Lyle. Había tratado de hacerle hablar sobre ciertos aspectos de la situación de Kinnear, del pasado y del presente. El experimento, como j. lo denominaba, no era obviamente un caso de infiltración en el sentido convencional del término. Con todo, Lyle creía que existía un elemento de premeditación. El propio J. lo había introducido; se había infiltrado, a un nivel consciente, mucho antes de que decidiera contactar con Burks o con la agencia a la que Burks representase. Su revelación «selectiva» de información meramente venía a confirmar la existencia material del espacio que había querido ocupar, la geografía compleja, puntos de confluencia y de peligro. Todas esas especulaciones a Lyle le parecían absorbentes, por eso tenía la esperanza de que Marina aportase datos concretos que dieran más consistencia a sus conceptos. Se trataba de encajar las piezas humanas en los huecos del tablero. Era una actividad apasionante. Era posible que Kinnear hubiera sido un agente, de espíritu, durante una veintena de años. Funcionaba simultáneamente a dos niveles. Contrapeso. Su vida se basaba en líneas de fuerza tendentes a generar el equilibrio. Todo tenía un efecto retardado. No podía actuar, siquiera dar un paso, sin sopesar conjuntos enteros de implicaciones. Todo eso había terminado. Desmoronamiento interior. Era posible que hubiera presionado en exceso, que lo hubiera hecho con toda la intención.