Ya en casa tuvo noticias de Kinnear casi de inmediato. Cogió el teléfono de pie, concentrándose a fondo, decidido a entender lo que se ventilaba, las implicaciones, los matices, las sombras, cualquier leve sutileza que pudiera contenerse en la modulación de la voz de J.

– No estoy donde suelo.

– Ya.

– Estaré flotante… yo diría que indefinidamente.

– Antes de eso, una cosa que ha pasado. Hablé con Burks, por si te suena el nombre. Me preguntó por ti.

– No es de extrañar.

– ¿Tú sabes quién es?

– Quizás haya hablado con él por teléfono. Hablé con varios de ellos, no me dieron nombres. Sólo disponía de un número al que llamar. Hablamos exclusivamente por teléfono.

– Le dije todo lo que sé.

– Pues la verdad, Lyle, es que eso ha sido muy inteligente por tu parte.

– Creí que deberías estar avisado.

– Soy una de esas personas acerca de las que habrás leído más de una vez, una de esas personas a las que de continuo se describe diciendo que «desaparecen» o «reaparecen». Por ejemplo, «reapareció en Bogotá cuatro años después». Ahora mismo se impone la primera situación.

Lyle trató de imaginar a Kinnear en algún local concreto, un aeropuerto (pero no había voces de fondo, voces amplificadas) o una casa en un lugar remoto (dónde, en qué habitación), en un paisaje bien definido. Pero en todo momento era una voz, nada más, un zumbido y una vibración que llegaban desde ningún sitio en particular.

– Le pregunté por Vilar -dijo Lyle-. Se negó de plano a decirme nada.

– Es lógico.

– No les caigo bien.

– Bueno, yo he hablado con ellos. Hablamos de esto y de lo otro.

– Y salió a relucir mi nombre.

– Estuve muy selectivo. Eso forma parte del atractivo de todo el experimento, al menos desde mi punto de vista. Fue interesante, mucho. Sólo les dije determinadas cosas. Son todo un grupo, son muy… adaptables, supongo que ésa es la palabra.

– Conocen mi historia reciente.

– Conocen tu historia reciente.

– Y no me contactaron con anterioridad porque ya tenían a alguien dentro.

– Ahora que he cortado todas las conexiones, Lyle, empiezan a tener un gran interés por ti. Eres el único medio que les queda de entrar en ese pequeño seminario del terror.

– ¿No podrían entrar sin más, apoderarse de las armas, detener a quien sea sólo por eso, aunque no haya más motivo?

– Allí no encontrarán nada más que las armas. Yo era el único que pasaba algún tiempo digno de mención en esa casa. No habrá nadie más, ni ahora ni más adelante.

– Pensé que Marina…

– Marina estuvo allí puede que media docena de veces. Nunca estuvo más de dos horas.

– ¿Por qué se te ocurre viajar ahora, J.?

– Se me empezaban a caer encima las paredes, tío. El elemento en el que piensas al pensar en Marina estaba claramente al tanto de que la información había empezado a gotear. El elemento en el que piensas al pensar en Burks empezaba a ponerse demasiado posesivo. Era hora de dar un giro de ciento ochenta grados y poner pies en polvorosa.

Lyle sospechó que J. iba a colgar.

– ¿Cuánto tiempo ¡levas dando información?

– Es cuestión de meses.

– ¿Te pagan?

– Eso tenía que suceder tarde o temprano. Es sumamente dudoso que llegue a ver el dinero.

– Una cantidad respetable, supongo.

– Para ir tirando.

– Entonces, ¿por qué asumir tantos riesgos?

– La gente hace experimentos, Lyle. Son muy propensos a determinadas cosas, conscientes de las sombras, nuestra policía secreta. Yo quise entrar en ese aparato en concreto, al menos un paso o dos.

– Tienen tu nombre ligeramente trastocado.

– No sabía siquiera que lo tuvieran. Eso sí es interesante. ¿Entiendes lo que quiero decir? Meras técnicas. Me pregunto cómo se las habrán ingeniado. Tienen que haber dedicado muchísimo tiempo a rastrearme. Antes me llamaba la atención. ¿De veras les interesa lo que saquen en claro? ¿Saben acaso quién soy? Sus secretos son peores que los nuestros, de largo, y eso ya es mucho explicar sobre e! porqué de que sus técnicas estén desarrolladas con tanta finura.

– ¿Y ahora qué?

– Sigo pidiéndote toda tu confianza.

– No cuelgues aún, J.

– Dios te bendiga.

Lyle dejó el teléfono y marcó el de McKechnie. La niña le dijo que su papá no quería hablar con él.

5

Hablaron durante un rato de la puesta de sol, sentados en la terraza, con comida basura y bebidas. Se estaba mejor que el día anterior a la misma hora, aunque al crepúsculo le faltaban los tenues tonos malva, según Ethan, que tuvo dos tardes antes. Entraron y cenaron despacio, un esfuerzo descoordinado. Jack se quejó de que hablaban de la comida mientras cenaban, de que hablaban de las puestas de sol mientras las miraban, y así sucesivamente. Empezaba a ponerse de los nervios, dijo. Y lo dijo con su voz rayana en la histeria, el exagerado quejido del descontento urbano. Tras la cena se sentaron junto a la chimenea a hojear las revistas. Jack encontró un ejemplar del New York Times que tenia seis meses de antigüedad. Leyó en voz alta una lista de restaurantes reseñados por diversas violaciones del código sanitario, salmodiando nombres y direcciones.

– Nos hace falta leña -dijo Ethan.

– Leña.

– Más madera.

– Toca madera -dijo Jack.

– Es la guerra -dijo Pammy-. Leña al mono.

– Leña, leña.

– Haga el fuego -dijo ella- un fuego grande para calentar el cuerpo.

Por la mañana fueron en coche por el puente que unía la isla al continente, el cabello aplanado por efecto del viento, y llegaron a la otra orilla. Había cielo por todas partes. Pammy iba sentada tras los hombres, son-riéndoles a los cogotes. La acción de los elementos en el paisaje había dado a las casas una segunda vida, una vida más profunda, más privada, una belleza que era más diestra en su austeridad, conquistada. Cantos rodados en medio de los campos ocres. Aquí y allá los niños, en bicicleta, descalzos. Ella buscó con detenimiento los rastros de agua, ansiosa por dejarse sorprender, por recibirla de repente, una avenida de azul endurecido entre masas de pinos, la luz del sol que rebotase en la superficie. Los niños en bicicletas eran delgados, rubios, no,del todo bien alimentados, cierto distanciamiento, le pareció, en el modo en que le devolvían su sonrisa, con una mirada endurecida al contemplar el coche y los viajeros, los ojos entornados al sol.

En Blue Hill visitaron a un matrimonio al que conocía Ethan, tres niños, un perro. Al marcharse, ella y Jack esperaron junto al coche a que Ethan intercambiase prolongadas despedidas con sus amigos. Jack la miraba.

– Yo en realidad no soy gay -dijo.

– Si tú lo dices, Jack…

– No lo soy, de veras.

– Es tu mente, es tu cuerpo.

– Pues entonces nadie como yo para saberlo a ciencia cierta.

Más avanzada la tarde salió de la ducha y notó un dolor, una presión momentánea en un lateral de la cabeza. Iba a morirse en cuestión de semanas. La obligarían a someterse a largas series de pruebas horribles, pero los resultados siempre serían los mismos. Se quedó deprimida, de pie con la toalla enrollada, dejando que el cuerpo se le secara despacio, se le muriese. Qué desperdicio. Se sintió fatal por Lyle. Sería para ella mucho más fácil de aceptar si no dejara atrás a alguien. Gracias a Dios no tenían hijos. Se vistió y salió del cuarto de baño.

Tras la cena se ventilaron el resto del vino y algo de brandy en la terraza. Hacía la noche más bonancible de todas las que habían tenido. Jack estaba inquieto, decidió llevar la basura al contenedor en vez de esperar a la mañana siguiente. Empuñó una linterna y se alejó por el camino arrastrando dos bolsas de plástico.

– Tiene razón -dijo Ethan-. Parece imposible que hagamos nada sin hablar de ello al mismo tiempo.

– Son las vacaciones -dijo ella-. Es lo que hace todo el mundo.

– No me había percatado de que lo estábamos haciendo hasta tal extremo.

– Tu bocaza de alemán es demasiado seria.

– Tal vez sea ése el significado secreto de los sitios nuevos.

– ¿Cuál?

– Calla, que lo estoy pensando.

– Pues no me lo digas.

– Tiene que ver con la conciencia de uno mismo -dijo-. Luego te cuento más.

– Dios, qué estrellas.

– Cuánto más claro está todo. También tiene que ver con eso.

– Míralas, hay millones.

– Ya las miro.

– Habíame de ellas -dijo ella-. Rápido, antes de que regrese Jack.

Mucho más tarde hubo largos silencios entre los retazos de la conversación. Jack sacó más jerseys para todos, y luego tres mantas. Cuando el viento traspasaba las copas de los árboles, a Pammy le costaba trabajo entender el sonido en sus fases más tempranas, la creciente insistencia de las olas.

Más tarde aún, en alguna interpenetración perfecta del vino y el aire de la noche, se dejó llevar a una región más cordial, a un no espacio en realidad, en el que prevalecía una quietud inmaculada. Entre un momento y otro de adormecimiento percibía su mente viva en el vivido frescor. La claridad resonaba en cada comentario suelto. Cuando Ethan rió en un momento dado, un resoplido idiota, sintió que sabía qué nimio acontecimiento neural había causado ese sonido. Había un orden completo en la noche.

Entonces se volvió más lenta, torpe, sosa. Quería acostarse, pero no tenía ánimos para levantarse y entrar en la casa. Seguía frisando una fase inestable del sueño. Se le resbaló el codo del brazo del sillón y se despertó con un sobresalto. Después todo fue diferente, una pugna.

– Dios, qué estrellas -dijo Jack.

A Pam se le pasó por la cabeza que Ethan rara vez hablaba con Jack. Se dirigía a Jack hablando del mobiliario, las películas, el tiempo. Eso, más la tercera persona. A Pammy le decía a veces cosas que estaban destinadas a Jack. A veces leía en voz alta un artículo de un periódico, o repetía una frase dicha por un locutor de televisión, la repetía de una manera determinada, como una parábola fragmentaria, sólo para Jack. No le parecía que eso fuera tan revelador acerca de los dos hombres implicados, como lo era en realidad acerca de las personas que vivían juntas, de sus trastornos del habla y la conducta. Pammy y Lyle tenían sus propias características, cómo no. Pammy y Lyle, pensó ella. Suena como si fuésemos una animadora y un licenciado en física. O una pareja de chimpancés, se dijo. Bebió más vino mirando a Ethan hacer una serie de gestos preliminares.