En fin, me estoy desviando del tema. Mi propósito era recordar algunos momentos de la visita que Setsuko nos hizo el mes pasado.

Como quizá haya dicho ya, casi todo el primer día de su estancia Setsuko estuvo en la terraza hablando con su hermana. En un momento dado, a última hora de la tarde, al enfrascarse mis hijas en temas de mujeres, recuerdo que las dejé para ir a buscar a mi nieto, que pocos minutos antes se había metido corriendo en casa.

En el pasillo oí un golpe fuerte y seco que hizo temblar las paredes. Alarmado, me apresuré a ir hacia el salón. A esa hora del día, nuestro salón ya está en penumbra. Por lo tanto, tras la luminosidad de la terraza, necesité unos instantes hasta poder ver y darme cuenta de que Ichiro no estaba en la sala. Entonces volví a oír un golpe, seguido de otros más, a la vez que mi nieto gritaba «¡Yeah! ¡Yeah!». El alboroto procedía de la habitación contigua, donde se encontraba el piano. Me acerqué a la puerta, escuché durante unos instantes y acto seguido corrí la mampara.

A diferencia del salón, esta habitación recibe la luz del sol durante todo el día. De haber sido algo más grande, por su buena iluminación hubiera resultado el sitio ideal para comer. Durante un tiempo la utilicé para almacenar mis materiales de pintura y mis cuadros, pero hoy, si quitara el piano vertical alemán, la habitación quedaría completamente vacía. No hay duda de que mi nieto había encontrado muy sugestivo aquel espacio despejado, como anteriormente le había ocurrido con la terraza, porque estaba cruzando la habitación de un extremo a otro, dando brincos y moviéndose de un modo extraño. Pensé entonces que debía de estar imitando a un jinete cabalgando al galope por algún llano. Como estaba de espaldas a la puerta, tardó en darse cuenta de que lo observaba.

– ¡Oji! -dijo, volviéndose enfadado-. ¿No ve que estoy ocupado?

– Lo siento, Ichiro. No me he dado cuenta.

– ¡Ahora no puedo jugar con usted!

– Cuánto lo siento. Desde ahí fuera me ha parecido tan interesante lo que estabas haciendo, que me he preguntado si podría entrar a mirar.

Durante un rato, mi nieto siguió mirándome malhumorado. Después, dijo en tono cortante:

– Está bien. Pero tiene que estar sentado y bien calladito. Ahora estoy ocupado.

– Muy bien -dije riéndome-. Muchas gracias, Ichiro.

Crucé la habitación ante la mirada furiosa de mi nieto y me senté junto a la ventana. La noche anterior, cuando llegó con su madre, le había regalado un bloc de dibujo y unas pinturas. Al sentarme me di cuenta de que tres o cuatro pinturas estaban tiradas por el suelo. Vi que en las primeras hojas había algo dibujado y, mientras me agachaba para examinar el bloc, Ichiro reanudó de pronto el espectáculo que yo había interrumpido.

– ¡Yeah! ¡Yeah!

Lo observé un rato, pero la representación de Ichiro carecía de sentido para mí. Lo mismo se ponía a hacer el caballo que a guerrear contra un enemigo invisible. Durante todo el tiempo murmuraba frases en voz baja y, aunque me esforcé por elucidar lo que decía, creo que no empleaba verdaderas palabras; simplemente emitía ruidos con la lengua.

Estaba claro que Ichiro procuraba ignorarme al máximo. No obstante, mi presencia le incomodaba. En varias ocasiones se quedó paralizado de pronto, como si la inspiración le hubiese fallado. Por fin abandonó definitivamente la acción y se dejó caer en el suelo. Me pregunté si debía aplaudir, pero no hice nada.

– Fantástico, Ichiro. Pero dime, ¿a quién estabas imitando?

– Adivínelo, Oji.

– Uhmm. ¿Al gran Yoshitsune? ¿No? Entonces, a un guerrero samurai. O a un ninja. Al Ninja del Viento.

– Frío, frío, Oji.

– Pues dímelo entonces. ¿Quién eras?

– ¡El Llanero Solitario!

– ¿Qué?

– ¡El Llanero Solitario! ¡Hey yu Silver!

– ¿El Llanero Solitario? ¿Es un vaquero?

– ¡Hey yu Silver! Ichiro reemprendió el galope, esta vez relinchando. Me quedé un rato observando a mi nieto y al final le pregante:

– ¿Quién te ha enseñado a jugar a vaqueros? Pero el galope y los relinchos no cesaron.

– ¡Ichiro! -dije con más firmeza-. Para un momento y escúchame. Es mucho más divertido jugar a ser un gran héroe como Yoshitsune, mucho más. ¿Quieres que te diga por qué? Escucha, Ichiro. Oji va a explicártelo. Ichiro, atiende a tu Oji-san, ¡Ichiro!

Quizá levanté la voz más de lo que había sido mi intención; lo cierto es que Ichiro se detuvo y me miró con cara de espanto. Seguí con mi mirada clavada en él durante unos instantes y después solté un suspiro.

– Lo siento, Ichiro. No debería haberte interrumpido. Puedes jugar a ser quien te dé la gana. Si quieres, hasta un vaquero. Te pido perdón, no sabía lo que decía.

Mi nieto siguió mirándome fijamente. Pensé que de un momento a otro se desharía en lágrimas o saldría corriendo de la habitación.

– Por favor, Ichiro, sigue con tus cosas.

Ichiro siguió mirándome fijamente y de pronto gritó:

– ¡El Llanero Solitario! ¡Hey yu Silver!

Empezó a galopar de nuevo. Con los pies dio unos golpes aún más violentos, haciendo temblar toda la casa. Durante unos instantes seguí observándolo. Después alargué la mano y cogí el bloc de dibujo.

Ichiro había malgastado las tres o cuatro primeras páginas. Su técnica no era mala, pero los dibujos que había hecho, tranvías y trenes, estaban sin acabar. Ichiro se dio cuenta de que estaba examinando su bloc de dibujo y se me acercó a toda prisa.

– ¡Oji! ¿Quién le ha dado permiso para mirar?

Intentó arrebatarme el bloc, pero no le dejé.

– No seas antipático, Ichiro. Oji quiere ver qué has estado haciendo con las pinturas que te dio. Tengo derecho, creo. -Cogí bien el bloc y lo abrí por el primer dibujo-. No está nada mal, Ichiro. Pero… ¿sabes?, aún podrías hacerlo mejor.

– ¡Esos no!

Mi nieto intentó arrebatarme de nuevo el bloc, pero lo contuve con el brazo.

– ¡Oji! ¡Devuélvame mi bloc!

– Ya está bien, Ichiro. Deja a tu Oji que lo vea. Mira Ichiro, acércame esas pinturas de ahí. Vamos a dibujar algo juntos. Oji va a enseñarte.

Mis palabras tuvieron un efecto sorprendente. Ichiro dejó de discutir y recogió las pinturas desparramadas por el suelo. Diría que estaba fascinado. Se sentó a mi lado y me dio las pinturas, observándome atentamente en silencio.

Doblé el bloc por una página en blanco y se lo dejé enfrente, en el suelo.

– Primero dibuja tú algo, Ichiro. Después veré si puedo ayudarte a mejorarlo. ¿Qué vas a dibujar?

Ichiro se quedó impasible. Pensativo, miró la página en blanco, pero no hizo ademán de empezar a dibujar.

– ¿Por qué no intentas dibujar algo que hayas visto ayer? -le sugerí-. Algo que hayas visto apenas llegaste.

Ichiro siguió mirando el bloc. Después levantó la mirada y me preguntó:

– Oji, ¿fue usted un artista famoso?

– ¿Un artista famoso? -dije riéndome-. Por supuesto. ¿Es eso lo que te ha dicho tu madre?

– Mi padre dice que era usted un artista famoso, pero que tuvo que dejarlo.

– Ya me he jubilado, Ichiro. A cierta edad, todo el mundo se jubila. Hay que descansar, todo el mundo se lo merece.

– Mi padre dice que lo tuvo que dejar porque Japón perdió la guerra.

Volví a reírme; después alargué la mano y cogí el bloc. Volví a las páginas del principio y miré los tranvías dibujados por mi nieto. Extendí el brazo para ver mejor uno de ellos.

– Ichiro, a cierta edad, uno sólo quiere descansar. Cuando tu padre tenga mi edad, también dejará su trabajo. Y un día, tú tendrás mi edad, y también querrás descansar. Bueno, y ahora…-Volví a la página en blanco y le puse el bloc otra vez enfrente-. ¿Qué vas a dibujarme, Ichiro?

– Oji, ¿fue usted el que pintó el cuadro del salón?

– No, es de un pintor llamado Urayama. ¿Por qué? ¿Te gusta?

– ¿Y el cuadro que hay en el pasillo?

– Es de otro pintor, un artista muy amigo mío.

– Entonces, ¿dónde están sus cuadros?

– Ahora están guardados. Bueno, no nos distraigamos. ¿Qué quieres dibujar? ¿Te acuerdas de lo que viste ayer? ¿Qué ocurre, Ichiro? ¿Por qué estás tan callado?

– Quiero ver los cuadros de Oji.

– Seguro que un chico tan listo como tú se acuerda de todo. ¿Qué me dices del cartel que viste ayer? El del monstruo prehistórico. Seguro que alguien como tú lo dibujaría muy bien, mejor incluso que en el original.

Después de quedarse un rato pensativo, se dio la vuelta y, con la cara pegada al papel, empezó a dibujar.

En la parte inferior de la hoja dibujó con pintura marrón una serie de cajas que enseguida se convirtieron en un fondo de edificios y, dominando la ciudad, aparecía de pronto una criatura enorme, similar a un lagarto, que se erguía amenazante sobre sus patas traseras. Mi nieto cambió entonces de pintura. Cambió la marrón por la roja y dibujó unos destellos alrededor del lagarto.

– ¿Qué es eso, Ichiro? ¿Fuego?

Ichiro siguió haciendo rayas rojas sin responderme.

– ¿Por qué hay fuego, Ichiro? ¿Tiene algo que ver con la aparición del monstruo?

– Son cables de la luz -dijo Ichiro suspirando con impaciencia.

– ¿Cables de la luz? Muy interesante. Me pregunto por qué producen fuego los cables de la luz. ¿Qué crees tú?

Ichiro volvió a suspirar y siguió dibujando. Cogió otra vez la pintura marrón y, al pie de la página, empezó a dibujar gente muerta de miedo huyendo en todas direcciones.

– Muy bien, Ichiro -apunté yo-. Como recompensa, quizá te lleve a ver la película mañana. ¿Te gustaría verla? Se quedó inmóvil y levantó la mirada hacia mi.

– Quizá pase usted mucho miedo, Oji -me dijo.

– No creo -dije riéndome-. Pero tu madre y tu tía seguro que se asustarán.

Al decir esto, Ichiro soltó una fuerte carcajada. Se tiró hacia atrás bruscamente y siguió riéndose.

– ¡Mamá y tía Noriko muertas de miedo! -dijo gritando hacia el techo.

– Nosotros, los hombres, sí nos vamos a divertir, ¿verdad, Ichiro? Iremos mañana, ¿quieres? Nos llevaremos a las mujeres y, sin que se den cuenta, miraremos la cara de miedo que ponen.

Ichiro siguió riéndose con toda el alma.

– Tía Noriko se morirá de miedo apenas empiece.

– Es probable -dije riéndome-. Está bien, iremos todos mañana. Y ahora, Ichiro, será mejor que sigas haciendo el dibujo.

– ¡Tía Noriko tendrá tanto miedo que querrá irse!

– Vamos, Ichiro, sigue. Lo estabas haciendo muy bien. Ichiro se reincorporó y siguió dibujando. Sin embargo, ya no estaba tan concentrado como antes. Siguió añadiendo más y más figuras que huían, hasta mezclarlas todas. Al final ya no se distinguía lo que eran. Entonces, sin ningún cuidado, empezó a emborronar toda la parte inferior del dibujo.