Setsuko volvió de su ensimismamiento y echó un vistazo al interior de la casa. De pronto dijo:

– Supongo que Noriko se quedaría muy trastornada por lo ocurrido el año pasado. Creo que más de lo que nos imaginamos.

Yo suspiré y asentí con la cabeza.

– Es posible que durante aquellos días no me ocupara de ella lo suficiente.

– Estoy segura de que hizo usted todo lo que pudo, padre. Pero esas cosas para una mujer son un trago terrible.

– Reconozco que en aquella época pensé que su comportamiento no era más que puro teatro, como ha ocurrido otras veces. Según ella, iba a casarse «por amor», de modo que cuando el compromiso se vino abajo, se vio forzada a comportarse en consecuencia. Quizá no todo fuera teatro.

– Nosotros nos reíamos -dijo Setsuko-, pero a lo mejor se casaba realmente por amor.

Nos quedamos de nuevo en silencio. Desde el interior de la casa llegaba hasta nuestros oídos la voz de Ichiro, que gritaba algo una y otra vez.

– Perdone -dijo Setsuko-, pero al final no llegamos a enterarnos de por qué había fracasado todo, ¿no es cierto? Fue tan inesperado…

– No tengo la menor idea. Pero ahora ya no tiene importancia.

– Claro. Discúlpeme.

Setsuko se quedó pensativa y al cabo de un rato volvió a la carga:

– Es que Suichi siempre me está preguntando qué ocurrió el año pasado y qué llevó a los Miyake a retractarse de ese modo. -Setsuko dejó escapar una risita, casi para sus adentros-. Está convencido de que le guardo algún secreto, de que no queremos contarle nada. Y siempre tengo que tranquilizarlo diciéndole que yo tampoco sé nada.

– Te aseguro -dije con cierta frialdad- que para mí también sigue siendo un misterio. Si yo supiera algo, no os lo ocultaría ni a Suichi ni a ti.

– Ya lo sé. Discúlpeme, se lo ruego. No era mi intención insinuar que… -Setsuko, incómoda, volvió a dejar otra frase a medias.

Puede que aquella mañana estuviese un poco brusco con mi hija, pero no era la primera vez que Setsuko me soltaba ese tipo de indirectas sobre lo ocurrido el año anterior y sobre la retractación de los Miyake. No sé qué podía hacerle pensar que seguía escondiéndole algo. Y suponiendo que los Miyake hubiesen tenido algún motivo especial para retractarse, es evidente que a mí no me lo habrían dicho.

Mi idea es que el asunto no tuvo nada de extraordinario. Cierto que el hecho de que se retractaran en el último momento fue inesperado, pero no hay motivos para pensar que detrás de su actitud hubiera nada raro. Para mí no fue más que un problema de posición social.

Los Miyake, por lo que yo había visto, eran la típica familia honrada y orgullosa que, ante la idea de un matrimonio en inferioridad de condiciones, debió de sentirse molesta. El caso es que, de haber ocurrido todo años atrás, se habrían retractado antes, pero como por un lado la pareja decía que se casaban «por amor», y por otro hoy día se habla tanto de las costumbres modernas, era normal que los Miyake, siendo como son, no supieran qué camino seguir. Eso es lo que pasó, sin más complicaciones.

También es posible que mi aprobación los confundiera. Para mí, el problema de la posición era irrelevante. No soy de los que se preocupan por ese tipo de cosas. De hecho, nunca he sido demasiado consciente de mi situación social; incluso ahora, cuando algo o alguien me recuerda la gran estima de la que gozo, me sigo sorprendiendo. La otra noche, sin ir más lejos, fui a tomar unas copas al antiguo barrio de los locales nocturnos, en concreto al bar de la señora Kawakami, donde últimamente los únicos clientes somos Shintaro y yo, y, como de costumbre, estábamos junto a la barra sentados en nuestros taburetes, charlando con la señora Kawakami. Como pasaban las horas sin que entrara nadie, la conversación adquirió un tono más personal. En un momento dado, la señora Kawakami se puso a hablar de un pariente suyo, un hombre joven, quejándose de que no conseguía encontrar un trabajo a la altura de su capacidad. Entonces Shintaro exclamó:

– ¡Obasan, lo que tiene usted que hacer es enviárselo a Sensei! Un par de palabras suyas en el lugar adecuado y verá qué pronto encuentra su pariente un buen empleo.

– Pero Shintaro, ¿qué está diciendo? -protesté-. Ahora estoy jubilado. Ya no tengo ningún contacto.

– La recomendación de un hombre de su posición impresiona a cualquiera -insistió Shintaro-. Obasan, usted envíele el joven a Sensei.

La convicción con que hablaba Shintaro me desconcertó al principio, pero después me di cuenta de que Shintaro aún recordaba un pequeño favor que le había hecho a su hermano menor hacía años.

Debió de ser en 1935 o 1936 y, que yo recuerde, fue un asunto absolutamente banal, una carta de recomendación que le envié a un conocido mío del Ministerio de Asuntos Exteriores, o un favor por el estilo. El caso es que no le di la menor importancia, pero una tarde, estando tranquilamente en casa, mi esposa me anunció una visita.

– Hazlos pasar -respondí.

– Dicen que no quieren molestarte y que prefieren esperar fuera.

Me dirigí a la entrada y, de pie, en la puerta, estaban Shintaro y su hermano menor, que, por entonces, no era más que un muchacho. En cuanto me vieron empezaron a hacerme reverencias, sonriendo muy nerviosos.

– Entren, por favor -les dije, pero siguieron con sus reverencias y sonriendo-. Shintaro, por favor, suba al tatami.

– No, Sensei -dijo Shintaro sin dejar de sonreír ni de hacer reverencias-. Ya sabemos que venir a su casa así, sin anunciárselo, es el colmo de la impertinencia, pero ya no podíamos esperar más para darle las gracias.

– Vamos, entren. Me parece que Setsuko estaba preparando un poco de té.

– No, Sensei. Sería demasiado. En serio. -Y Shintaro, volviéndose a su hermano, le susurró de un modo apremiante-: ¡Yoshio! ¡Yoshio!

El joven dejó por fin de hacer reverencias y, muy nervioso, levantó su mirada hacia mí. Después dijo:

– Le estaré agradecido toda mi vida. Haré todo lo que esté en mis manos por mostrarme digno de su recomendación. Le aseguro que no le decepcionaré. Trabajaré mucho y me afanaré por satisfacer a mis superiores. Por muy lejos que llegue en el futuro, nunca olvidaré al hombre que me dio la oportunidad de abrirme camino en mi carrera.

– Pero si no fue nada, de verdad. No más de lo que usted se merece.

Al oír mis palabras, ambos protestaron enérgicamente, y, acto seguido, Shintaro le dijo a su hermano:

– Yoshio, ya hemos abusado bastante de Sensei. Pero ahora, antes de marcharnos, mira bien al hombre que te ha ayudado. Para nosotros es un gran privilegio tener por benefactor a persona tan influyente y generosa.

– Cierto -murmuró el joven con la mirada puesta en mí.

– Se lo ruego, Shintaro. Hacen que me sienta muy violento. Por favor, pasen y celebremos el éxito con un poco de sake.

– No, Sensei. Ahora tenemos que dejarlo. Ha sido una impertinencia por nuestra parte hacerle perder la tarde viniendo sin avisar, pero no podíamos demorar por más tiempo nuestro agradecimiento.

Reconozco que la visita me produjo mucha satisfacción. Fue uno de esos momentos que, de pronto, nos hacen ver lo lejos que hemos llegado en el curso de una larga carrera muy laboriosa y en la que apenas se puede uno detener a hacer balance. Y en verdad, casi sin darme cuenta, había encarrilado a un joven por el buen camino. Años atrás, me habría parecido un acto imposible, y sin embargo había llegado a semejante posición prácticamente sin advertirlo.

– Shintaro, desde entonces han cambiado muchas cosas -le comenté la otra noche en el bar de la señora Kawakami-, ahora estoy jubilado; ya no tengo tantos contactos.

A pesar de todo, es posible que Shintaro tenga razón, y que si optara por poner a prueba el alcance de mi reputación, volviera a llevarme otra sorpresa. Como he dicho, nunca he tenido una idea clara de mi posición.

En cualquier caso, el que Shintaro se muestre en ocasiones demasiado ingenuo es admirable; en nuestros días no es fácil tratar con gente libre del cinismo y la amargura propios de la época. Me produce cierta tranquilidad entrar en el bar de la señora Kawakami y encontrarme a Shintaro sentado junto a la barra, como en cualquier otra noche de los últimos diecisiete años, distraído y dándole vueltas a su gorra en el mostrador, con ese estilo tan personal. Realmente, para él es como si nada hubiera cambiado. Siempre me recibe muy educadamente, como si aún fuese mi alumno, y, a lo largo de la noche, por muy borracho que llegue a estar, me sigue llamando «Sensei» [Maestro], dirigiéndose a mí con la mayor deferencia. A veces incluso me hace preguntas sobre técnicas o estilos con toda el ansia de un joven principiante, aunque la verdad es que Shintaro, desde hace tiempo, ha dejado de interesarse por el verdadero arte. Hace ya bastantes años que se dedica a ilustrar libros y, según creo, últimamente se ha especializado en las bombas de incendios. Se pasa los días en un ático que utiliza como estudio, dibujando una bomba de incendios tras otra. Pero creo que por las noches, después de unas cuantas copas, se complace en imaginar que sigue siendo el joven artista discípulo mío que antaño fue.

Repetidas veces, la señora Kawakami (a quien no le falta cierta vena de malicia) se ha divertido con esa faceta infantil de Shintaro. Por ejemplo, hace algunas noches, durante una tormenta, Shintaro irrumpió en el bar y empezó a escurrir su gorra encima de la estera.

– ¡Shintaro-san! [1] -le gritó la señora Kawakami-, ¿qué modales son ésos?

Al oírla, Shintaro levantó la mirada muy afligido, como si de verdad hubiese cometido un delito atroz, y profirió una retahila de disculpas, que animaron aún más a la señora Kawakami.

– ¡Nunca he visto a nadie con peores modales! Por lo visto, Shintaro-san, no me tiene usted ningún respeto. Al final, me decidí a intervenir:

– Ya está bien, Obasan. Ya está bien, dígale que no es más que una broma.

– ¿Una broma? No bromeo en absoluto. ¡Realmente increíble!

Y así siguió hasta un punto en que daba pena ver a Shintaro. Por el contrario, en otras ocasiones Shintaro está convencido de que bromean con él cuando en realidad le están hablando muy en serio. Me acuerdo de una vez en que puso a la señora Kawakami en un aprieto cuando, a propósito de un general ejecutado hacía poco tiempo por crímenes de guerra, Shintaro declaró alegremente:

– Ya de niño admiraba a ese hombre. Me pregunto qué será de él. Seguramente estará retirado.

[1] «San», tratamiento de cortesía. (N. del T.)