– Pero no hay que dar demasiada importancia a las palabras de los monjes -replicó mi madre.

La observación pareció sorprender a mi padre. Después agachó la cabeza pensativo como si mi madre le hubiese puesto en un aprieto.

– Yo mismo me resistí a tomar en serio sus palabras -prosiguió mi padre-, pero a medida que Masuji ha ido creciendo, me he visto obligado a darle la razón al anciano. No podemos negar que nuestro hijo tiene un carácter débil. No es lo que se dice una mala persona, pero constantemente hemos tenido que combatir su indolencia, su aversión por las tareas útiles, en definitiva, su falta de voluntad.

Acto seguido, cogió intencionadamente tres o cuatro de mis pinturas y, con las manos, hizo como si las pesara. Se volvió hacia mí, para decirme:

– Masuji, tu madre cree que quieres dedicarte a la pintura. Dime, ¿está en lo cierto?

Bajé la mirada y guardé silencio. A mi madre, que estaba a mi lado, le oí decir, casi susurrando:

– Aún es pequeño. Seguro que sólo se trata de una distracción.

Tras un silencio volvió a hablar mi padre:

– Dime, Masuji, ¿tienes idea de en qué mundo se mueven los artistas?

Me quedé callado, mirando el suelo.

– Los artistas -prosiguió mi padre- viven en la pobreza y en la miseria. Se mueven en un mundo lleno de tentaciones y terminan convirtiéndose en unos seres depravados y débiles. ¿Tengo razón, Sachiko?

– Por supuesto. Aunque también hay artistas que consiguen tener éxito sin caer en esas tentaciones.

– Sí, claro, siempre hay excepciones -dijo mi padre. Yo seguía con la mirada baja, pero por su voz supe que una vez más se había quedado perplejo-. Y son excepciones porque tienen un carácter muy fuerte y ante todo son muy decididos. Por eso no creo que nuestro hijo sea uno de ellos. Más bien se encuentra en el polo opuesto. Por lo tanto, nuestro deber es protegerlo de tales peligros. Después de todo, nuestro más ferviente deseo es que se convierta en alguien de quien nos sintamos orgullosos, ¿no?

– Claro -dijo mi madre.

Levanté la mirada un instante. La vela, que había ardido hasta la mitad, iluminaba con mucha fuerza un lado de la cara de mi padre. Tenía las pinturas encima de las rodillas y vi que con los dedos manoseaba nerviosamente los bordes.

– Masuji -dijo-. Ahora puedes irte. Quisiera hablar a solas con tu madre.

Aquella misma noche, un poco más tarde, me topé en la oscuridad con mi madre. Casi estoy seguro de que fue en un pasillo, aunque no lo recuerdo muy bien, como tampoco recuerdo por qué iba yo vagando por la casa a oscuras. Sé que mi intención no era espiar a mis padres, ya que había decidido -de esto sí me acuerdo- desentenderme por completo de lo que pudiese ocurrir en el recibidor después de irme. Como es natural, por aquellos días la iluminación de las casas era muy deficiente, y no resultaba extraño mantener una conversación en la oscuridad. Distinguí ante mí la silueta de mi madre, pero no alcancé a ver su rostro.

– Huele a quemado en toda la casa -observé.

– ¿A quemado? -Mi madre se quedó en silencio durante un rato y después dijo-: No sé. Debe ser imaginación tuya.

– Yo he olido a quemado -dije-. Otra vez. Huelo otra vez.

¿Padre sigue en el recibidor?

– Sí. Está trabajando.

– Haga lo que haga ahí dentro, no me importa en absoluto.

Mi madre no pronunció palabra, de modo que añadí:

– Lo único que padre está encendiendo es mi ambición.

– Me gusta oírte decir eso, Masuji.

– No me malinterpretes, madre. No tengo el menor deseo de verme dentro de unos años sentado ahí donde está ahora padre, hablándole a mi hijo de cuentas y dinero. Si acabara de ese modo, ¿se sentiría usted orgullosa de mí?

– Sí, Masuji. Es imposible que ahora comprendas lo que significa una vida como la de tu padre.

– Yo no me sentiría orgulloso de mí mismo. La ambición de la que he hablado me impulsa a querer llegar más lejos.

Mi madre se quedó callada durante un rato y después dijo:

– Cuando somos jóvenes, no le vemos sentido a muchas cosas, pero conforme pasan los años, son esas cosas las que nos parecen importantes.

En lugar de contestar, creo que dije:

– Antes me horrorizaban las «reuniones» de padre. Pero desde hace algún tiempo sólo me producen aburrimiento. Repugnancia incluso. Después de todo, ¿qué son esas reuniones a las que tengo el privilegio de asistir? Contar monedas con avaricia, una hora tras otra. Si yo acabara de ese modo, nunca me lo perdonaría. -Hice una pausa para ver si mi madre decía algo. Durante unos instantes tuve la sensación de que se había alejado en silencio mientras yo hablaba y me había dejado solo. Pero después la oí moverse y entonces repetí-: Lo que padre esté haciendo en el recibidor no me importa en absoluto. Lo único que enciende es mi ambición.

En fin, veo que me estoy desviando del tema. Mi propósito no era otro que relatarles la conversación que tuve con Setsuko el mes pasado, cuando entró en el recibidor para cambiar las flores.

Recuerdo que Setsuko se había sentado ante el altar budista y había empezado a quitar las flores más marchitas que lo decoraban. Yo, sentado detrás de ella, observaba el cuidado con que sacudía cada tallo antes de depositarlo en sus rodillas. Nuestra conversación era alegre, pero en un momento dado dijo, sin apartar la mirada de las flores:

– Discúlpeme por lo que le voy a decir, padre, aunque sin duda también usted lo habrá pensado.

– ¿De qué se trata, Setsuko?

– Si se lo comento, es porque no creo que la boda de Noriko plantee ya graves problemas.

Setsuko había empezado a poner las flores frescas traídas momentos antes en los jarrones que rodeaban el altar. Colocaba las flores de una en una y con mucho cuidado, haciendo una pausa entre flor y flor para ver el efecto.

– Sólo quería decir -prosiguió- que una vez que se empiece a hablar en serio en la boda, debería usted tomar algunas precauciones.

– ¿Precauciones? Eso ya lo sé. Vamos a ser muy prudentes. Pero ¿qué quieres decir en realidad?

– Discúlpeme, me estaba refiriendo a las averiguaciones.

– Pero claro. Seremos muy minuciosos, te lo aseguro. Contrataremos al mismo indagador que el año pasado. Recordarás que cumplió muy bien su tarea.

Setsuko cambió un tallo de sitio con mucho cuidado.

– Discúlpeme, pero es posible que no me esté expresando con claridad. En realidad, me refería a sus averiguaciones.

– Lo siento, pero no sé qué quieres decirme. ¿Acaso piensas que tenemos algo que ocultar? Setsuko se rió nerviosa.

– Debe usted perdonarme, padre. Ya sabe que nunca he tenido facilidad de expresión. Suichi siempre está reprendiéndome porque me expreso mal. El no tiene ningún problema. Debería fijarme más y tomarle como ejemplo.

– Si te expresas muy bien; lo que no entiendo es qué quieres decir.

Setsuko, de pronto, interrumpió su tarea.

– Imposible, hay demasiado viento -dijo suspirando, y volvió a ocuparse de las flores-. Por lo visto, al viento no le gusta cómo las he puesto. -Durante unos instantes volvió a quedarse pensativa y después añadió-: Perdóneme, padre. Si Suichi se viese en esta situación, se expresaría mucho mejor. Pero claro, no es el caso. Sólo quería decirle que quizá sería prudente que tomase usted algunas precauciones. Para evitar que haya malentendidos. Noriko va a cumplir ya veintiséis años y no podemos permitirnos que sufra otra decepción como la del año pasado.

– ¿Qué malentendidos?

– Sí, referentes al pasado. Pero vamos, seguro que ya ha pensado usted en todo y hará lo que esté en su mano; no sé por qué se lo digo.

Setsuko volvió a sentarse, contempló su obra y, con una sonrisa en los labios, me comentó:

– Estas cosas no se me dan bien -dijo señalando las flores.

– Eso no es verdad. Te ha quedado muy bien. Miró el altar no demasiado satisfecha y dejó entrever una sonrisa.

Fue ayer, mientras disfrutaba del viaje en tranvía camino del tranquilo barrio de Arakawa, cuando acudió a mi mente esta conversación. El sentimiento inmediato que me produjo fue de rabia. El paisaje que veía a través de la ventana se hacía cada vez más armonioso conforme avanzábamos hacia el sur.

De pronto, se me apareció la imagen de mi hija, sentada frente al altar y aconsejándome que «tomara precauciones», y volví a recordar el modo de volver ligeramente el rostro hacia mí para decirme: «No podemos permitirnos que sufra otra decepción como la del año pasado», así como la expresión de malicia con que, la primera mañana de su visita, me había insinuado que yo le ocultaba algo sobre la retractación de los Miyake, el año anterior. Durante este último mes, esos recuerdos me han puesto de mal talante más de una vez; sin embargo, hasta ayer no fui capaz de ver con más lucidez mis propios sentimientos, debido sin duda al sosiego de viajar solo a las zonas más tranquilas de la ciudad, y comprendí que mi rabia no recaía tanto en Setsuko como en su marido.

Es natural, supongo, que una mujer se vea influida por las ideas de su marido, incluso en casos como el de Suichi, en que las ideas carecen de todo fundamento. Pero cuando un marido pone en contra a dos miembros de una familia, como son un padre y una hija, el asunto ya adquiere matices más serios. Desde un principio siempre me había portado de un modo tolerante con Suichi, excusando algunos aspectos de su conducta por lo que había sufrido en Manchuria. Por ejemplo, nunca me consideraba atacado cuando manifestaba su animadversión contra mi generación, cosa que sucedía no pocas veces; y siempre he pensado que se le pasaría con el tiempo. No obstante, parece que en Suichi esos sentimientos van en aumento, y cada día es más mordaz e intransigente.

Nada de esto me importaría (después de todo viven lejos y como máximo los veo una vez al año) si no fuera porque últimamente, desde la visita que Setsuko nos hizo el mes pasado, parece que Noriko está asimilando las mismas insensateces. En realidad es lo que más me irrita, y de hecho estos últimos días he tenido la tentación de escribir una carta a Setsuko, recriminándole su actitud. Que un marido y su mujer se pongan a elucubrar ideas absurdas me deja indiferente, lo que no puedo tolerar es que las hagan públicas. Estoy seguro de que un padre más severo que yo habría reaccionado hace tiempo.

Durante el mes pasado sorprendí más de una vez a mis hijas en plena conversación y, al acercarme, las veía callarse con cara de cómplices y al rato iniciar una nueva conversación, completamente intrascendente. Durante los cinco días de la visita de Setsuko, recuerdo que ocurrió esto al menos tres veces. Por si fuera poco, el otro día por la mañana, mientras acabábamos de desayunar, me dijo Noriko: