Era muy poco frecuente que un extranjero se aventurase por la ciudad vieja de El Cairo. Desde el siglo XVI, y en virtud de las capitulaciones que el Jeir Eddin Barbarroja había firmado con Francia, los europeos gozaban de la protección del Gran Turco. Pero aunque podían comerciar libremente y disfrutar de ciertos derechos, los cristianos nunca estaban tranquilos. Las constantes reyertas dividían a los egipcios; era habitual que el pacha se sublevara contra las milicias, los jenízaros contra los beyes, los beyes contra los imanes y los imanes contra el pacha, si no era al revés. Cuando las facciones musulmanas se concedían una tregua y fingían una breve reconciliación, era porque todos se unían unánimemente contra los cristianos. Pero el asunto no iba nunca demasiado lejos; mandaban apalear a uno o dos, y de inmediato todo volvía al orden, es decir, a la discordia. Sin embargo, esto bastaba para que los francos, como se les llamaba entonces, juzgaran prudente salir lo menos posible del barrio que se les había asignado.

Por esta razón aún era más sorprendente ver a alguien de maneras tan desenvueltas como las del joven que caminaba aquella tarde por las callejuelas de la ciudad vieja de El Cairo. Había salido poco antes de una casa árabe, cerrando tras de sí una humilde puerta de madera y ahora se dirigía hacia el dédalo de la ciudad con la seguridad familiar de un autóctono, y aunque a todas luces era un franco, no hacía ningún esfuerzo por disimularlo. El jamsin había soplado toda la mañana su aire tórrido y saturado de arena, de forma que incluso en aquellas calles estrechas, al amparo de la sombra, el ambiente era sofocante y seco. El joven, ataviado con una simple camisa ligera de cuello abierto, calzas de tela y botas flexibles, iba con la cabeza al descubierto y llevaba un jubón de paño azul marino en el brazo. Frente a la mezquita de Hassan se cruzó con dos árabes ancianos; ambos le dirigieron un saludo amable al que respondió con una palabra en su idioma, sin detenerse. Todos sabían en la ciudad que se llamaba Jean-Baptiste Poncet y que desempeñaba un cargo importante en la corte del pacha, con carácter extraoficial, evidentemente, pues no era turco.

El joven musculoso, lleno de vigor, de hombros anchos y cuello poderoso, se había preguntado muchas veces por qué el destino no había querido servirse de él para las galeras, para las que parecía destinado. Sobre aquel cuerpo robusto de una inopinada finura se erguía una cabeza alargada y juvenil, poblada de cabellos negros que enmarcaban un rostro donde resaltaba el brillo glauco de su mirada. Sus rasgos carecían de simetría; el pómulo izquierdo era un poco más alto que el derecho, y la curiosa disposición de sus ojos acentuaba la intensidad de su mirada. No obstante, esta imperfección imprimía fuerza y misterio a su sencillez.

Jean-Baptiste Poncet había llegado a El Cairo tres años atrás, y con el tiempo se había convertido en el médico más afamado de la ciudad. Aquel mes de mayo de 1699 había cumplido veintiocho años.Al caminar balanceaba en la mano un maletín que contenía algunos de los remedios elaborados personalmente con ayuda de su socio. Los frascos chocaban unos con otros, produciendo un tintineo ahogado por el cuero. Jean-Baptiste se entretenía poniéndole ritmo a aquel cascabel cristalino que acompañaba sus pasos, y miraba al frente con una sonrisa apacible, a sabiendas de que era observado desde muchas persianas y celosías de madera. En todas las casas era bien recibido, ya fuera para ejercer su arte o para compartir con sus generosos vecinos un té o una cena como un invitado más. Conocía gran parte de los pequeños secretos de la ciudad -y hasta de una pequeña parte de los grandes-, y estaba acostumbrado a ser objeto de la curiosidad de todo el mundo, sobre todo de las mujeres en esos harenes oscuros donde se cuece el deseo y la intriga. El joven aceptaba la situación sin complacencia ni pasión y, aunque ya no le divertía tanto como al principio, no le importaba desempeñar el papel del animal acosado por miles de ojos que vigilan el menor de sus movimientos.

En su camino pasó cerca del bazar de perfumes y luego llegó a la orilla del Kalish. Remontó durante unos minutos el curso casi seco de ese riachuelo que, en otras estaciones, las tempestades inundaban repentinamente, y luego siguió caminando por el estrecho puente de casas que lo franqueaba. Allí siempre se congregaba algo de gente, pues era la única vía de acceso que unía la ciudad vieja de El Cairo con los barrios árabes. Pero aquel día había más agitación que de costumbre, de modo que Jean-Baptiste se abría camino con dificultad. Cuando estaba en medio del puente se dio cuenta de que pasaba algo raro y distinguió la espesa humareda que salía de una de aquellas viviendas. Según le dijeron, las ascuas de un hornillo habían prendido fuego a la casa de un comerciante de tejidos. Para sofocar las llamas, una multitud de egipcios vocingleros cargaban a todo correr con cubos de agua que extraían de un pozo vecino. El incendio pronto estaría controlado y no había catástrofe que temer. No obstante, en esta ciudad donde los acontecimientos eran tan escasos, el incidente estaba causando tal tumulto que casi se hacía imposible avanzar. Así pues, Jean-Baptiste continuó abriéndose paso a codazos. En la desembocadura del puente, en el extremo opuesto a aquel por donde el joven había llegado, el gentío inmovilizaba una carroza de caballos. Cuando estuvo a su altura, Jean-Baptiste vio el blasón del cónsul de Francia en el carruaje y empezó a empujar aún con más ímpetu a los mirones para escapar cuanto antes de aquel lugar.

Aunque oficialmente estaba registrado como farmacéutico, Poncet ejercía la medicina ilegalmente pues carecía de diploma. A los turcos no les importaba, pero sus compatriotas lo consideraban un individuo sospechoso, sobre todo cuando había médicos titulados, lo que afortunadamente no era el caso en ese momento. Las denuncias ya le habían obligado a abandonar dos ciudades, así que por prudencia solía mantenerse alejado del cónsul, que era el representante de la ley para todas las cuestiones concernientes a los francos.

Cuando estaba a punto de dejar atrás la carroza, con la cabeza encogida entre los hombros y la vista dirigida hacia otro sitio, oyó que alguien lo llamaba imperiosamente en francés:

– ¡Señor, se lo ruego! ¡Señor! ¿Podría decirnos qué pasa?

Jean-Baptiste temía al cónsul, pero al percatarse de que afortunadamente se trataba de una voz femenina se acercó. Una dama sacaba la cabeza por la portezuela, disponiéndose a bajar. Hacía un calor insoportable y la pobre mujer transpiraba a mares; se le había corrido el colorete y el albayalde que se había aplicado en la cara no era más que una nivea capa de grietas. Saltaba a la vista que aquellas estrategias artificiales, destinadas a retrasar el paso de los años, sólo conseguían acelerarlo más. Si el ruinoso maquillaje no le hubiera causado tantos estragos en el rostro, se habría podido contemplar una mujer de cincuenta años, sencilla y sonriente, que aún conservaba parte de su antigua belleza en su mirada azul, pero sobre todo un semblante tímido, tierno y bondadoso.

– ¿Podría decirnos a qué se debe tanto alboroto? ¿Cree usted que corremos algún peligro?

Jean-Baptiste reconoció a la esposa del cónsul, a quien había visto en alguna ocasión en el jardín de la legación.

– Se acaba de producir un incendio, señora, a eso se debe esta aglomeración, pero todo volverá enseguida a la normalidad.

La dama hizo un ademán de alivio, y después de agradecer amablemente sus atenciones al joven volvió a entrar en el carruaje, se acomodó en el asiento y empezó a sacudir de nuevo el abanico. En ese momento Jean-Baptiste advirtió que no estaba sola. Un rayo de luz oblicua se reflejaba en el Kalish, iluminando a la joven que se sentaba enfrente.

No es preciso decir que los defectos de una resaltaban las cualidades de la otra; es más, ambas eran completamente opuestas. El emplasto que abotargaba la piel de la esposa del cónsul contrastaba con la tersura natural de la joven. Y la angustia impaciente de la primera ensalzaba la serenidad inmóvil de la damisela. Jean-Baptiste no habría sabido describir a aquella muchacha que encarnaba la imagen de la belleza, y tal vez por eso sólo pudo captar una impresión general. Únicamente reparó en un detalle absurdo y adorable, unas cintas azules de seda que anudaban las trenzas de su tocado. Jean-Baptiste miró a la joven completamente extrañado y, aunque no le faltaba audacia, estaba tan sorprendido que no pudo hacerse una idea real de su cara. La carroza arrancó bruscamente con un latigazo del cochero, interrumpiendo la muda conversación de sus miradas. Jean-Baptiste se quedó allí plantado en medio del puente, desconcertado y feliz.

«Diablos, nunca había visto nada semejante en El Cairo», se dijo.

Y continuó a paso más lento hasta el barrio franco donde vivía.

2

El cónsul, el señor De Maillet, era un hombre de la pequeña nobleza; había nacido en el este de Francia, donde la estirpe de su exigua familia aún echaba algunas raíces. No se podía decir que los Maillet estuvieran arruinados pues nunca habían poseído gran cosa. Estos nobles de poca monta, rodeados de burgueses emprendedores y campesinos prósperos, se enorgullecían de no hacer nada y eran aún más soberbios porque no tenían nada. Lo único que les impedía hacer comparaciones, y por lo tanto sufrir, era su alcurnia mediocre que transfiguraba sus restantes mediocridades. Siempre habían sabido que la salvación llegaría de arriba. Estaban convencidos de que un día forzosamente ascendería algún miembro de su linaje y de que tal ascenso, aunque fuera de alguien muy lejano, encumbraría a toda la parentela. El milagro se hizo esperar pero se produjo al fin cuando Pontchartrain, emparentado con la madre del señor De Maillet por parte de una prima hermana, fue nombrado ministro y luego canciller del gran Rey, entonces en el cenit de su poder. Es evidente que nadie puede llegar tan alto solo, por muchos méritos propios que tenga. Hay que tener amigos, y muchos, para situarlos, conservarlos y, un día, presionarlos para que actúen. Pontchartrain sabía que los individuos que no son nada pueden resultar muy serviciales cuando se hace algo por ellos. Por eso no se olvidó en absoluto de utilizar a su familia.

En sus años de juventud, piadosos y despreocupados, el señor De Maillet había aprendido muy poco en los libros y menos aún sobre la vida. No obstante, su influyente tío lo sacó de esta especie de vacío y lo colocó en el consulado de El Cairo.

El protegido profesaba a su protector una gratitud febril pues eraconsciente de que no podría hacer nada para pagar una deuda semejante por sí solo. Llegaría sin duda un día fatal en que ese hombre puedelotodo -que incluso era capaz de hundirlo para siempre- le encomendaría una tarea de tal envergadura que no podría llevarla a cabo sin exponerse a algún peligro. Lo malo era que al señor De Maillet no le gustaba el peligro.