– Mi enfermedad no es un secreto, pero dado que es también la del Negus, me resulta imposible revelarla sin cometer un acto de traición. Sepa que no es mortal pero que causa muchos sinsabores y agria el carácter, una circunstancia siempre molesta para un soberano.A partir de ese momento la conversación tomó un sesgo cortés e insustancial, y hacia las seis el señor Macé despidió al mercader, tras acordar una nueva cita para el día siguiente.

El señor De Maillet había satisfecho con creces sus expectativas y gratificó a su secretario con un sinfín de felicitaciones, que éste recibió con una exagerada reverencia. De pronto, y en una sola jornada, habían conseguido rectificar el proyecto de la embajada sin desnaturalizarlo y sin arriesgar la vida del señor De Maillet. Por si eso fuera poco, habían descubierto el punto débil del Negus y el medio de introducir un mensajero en su corte. Y como colofón, ese mensajero iba a ser un religioso, una circunstancia que seguramente colmaría los deseos de Luis XIV. Tanto el uno como el otro se consideraron tremendamente hábiles y decidieron anunciar tan excelentes nuevas al jesuíta para consagrar definitivamente su triunfo.

– A propósito -dijo el señor De Maillet-, ¿de qué enfermedad cree usted que se trata?

– En mi opinión, Hadji Ali sufre una afección en la piel. Probablemente haya notado que no cesaba de rascarse en el costado derecho. Hace un rato, cuando adelantó el brazo para coger la taza de té, me pareció ver a lo largo del codo una especie de erupción pustulosa, como los líquenes que se ven sobre la corteza de los árboles en nuestros bosques.

– ¡Bah! -dijo el cónsul-. Da igual que sea la piel o cualquier otra parte del cuerpo.

Éstas fueron sus últimas palabras antes de subir a la habitación del padre Versau: El jesuita acogió cortésmente su relato mientras permanecía sentado, con los dedos entrelazados sobre el abdomen. Pero cuando el señor De Maillet llegó al asunto del médico franco, el hombrecillo vestido de negro se enfureció tanto que se quedaron asustados y atónitos, pues nunca habrían imaginado que alguien aparentemente tan enclenque pudiera expresarse con tanta virulencia. Todavía estaban intentando comprender qué error habían podido cometer para que desencadenara semejante furor en el jesuita cuando el señor De Maillet cayó en la cuenta de que todo había empezado al pronunciar la palabra «capuchino».

5

Los capuchinos, que se distinguen por un hábito peculiar con una larga capucha puntiaguda, son monjes de una orden reformada de San Francisco. En los diez últimos años, en Egipto, los capuchinos habían mermado en número y habían perdido influencia a consecuencia de un grave desacuerdo respecto a la custodia de Tierra Santa, de la que dependían. El señor De Maillet sabía cómo estaban las cosas, y también sabía que los capuchinos habían tenido que recurrir a una treta para evitar su total desaparición en el país. Éste fue el motivo que los llevó a ir hasta Roma para pedir la intercesión del Papa, a quien persuadieron de que los millares de católicos que los jesuítas habían convertido cincuenta años atrás en Abisinia, habían salido con vida de las persecuciones que ordenó el Negus en el momento de expulsar a la Compañía. Los capuchinos sostenían que aquellas víctimas desdichadas de los fervientes discípulos de San Ignacio y, de la crueldad de los herejes de Etiopía tenía muchas dificultades para sobrevivir, dispersos como estaban en una región inhóspita situada en alguna parte al sur de Egipto, entre el país de Senaar y la frontera de Abisinia. Mediante esta estratagema, los capuchinos se proclamaron protectores de estos católicos perdidos que nadie había visto nunca pero cuya existencia se empeñaban en asegurar, y le pidieron al Papa que les confiara oficialmente la misión de velar por ellos. Inocencio XII, que trataba con benevolencia a esta orden de religiosos humildes y generalmente poco instruidos, no pasaba por alto el hecho de que muchos fueran italianos. Así pues les concedió el favor que pedían. Hacía dos años que los capuchinos, confortados por el apoyo pontificio, habían regresado a Egipto con la idea de emigrar al sur para abrir un hospicio en el Alto Egipto, y aunque un día estuvieron muy cerca de desaparecer del país, ahora su presencia tenía más fuerza que nunca.

El señor De Maillet también se hallaba al corriente de este asunto, pero no contaba con que los capuchinos pretendían llegar mucho más lejos. Su objetivo real no era únicamente socorrer a los católicos abisinios en el exilio sino convertir a Abisinia. El Papa alentaba esta pretensión, y por eso había creado un fondo permanente destinado a amparar a los misioneros capuchinos enviados a Abisinia. Este ambicioso anhelo los llevaba a desafiar directamente a los jesuítas, que nunca habían aceptado su fracaso y consideraban legítimo regresar un día a ese país.

Había tan pocos jesuítas en Egipto, eran tan pacíficos y al parecer vivían en tan buena armonía con todos que el cónsul ignoraba la rivalidad cerril que, en niveles jerárquicos superiores, les enfrentaba con las demás órdenes. El hecho de que el padre Versau perdiera los estribos al oír la palabra «capuchino» bastó para recordar al señor De Maillet su craso error.

– Es imposible que un mensaje del Rey de Francia sea transmitido por los italianos -explicó el jesuita con vehemencia-. Además, esta misión incumbe única y exclusivamente a nuestra orden. El Rey ha dado instrucciones formales sobre ello. Y dado que me veo en la obligación de confiarles ciertos acontecimientos que hubiera preferido callar para no comprometer mi modestia, les diré que antes de presentarme ante usted, a mi paso por Roma, me entrevisté con Su Santidad el Papa en persona.

A los ojos del señor De Maillet, el prestigio del jesuita creció sensiblemente, cosa que en un principio parecía imposible. Por si no fuera bastante con haber recibido órdenes de boca del confesor del Rey, el hombre que el cónsul tenía delante había estado con el Sumo Pontífice y le había hablado. En aquel instante, su admiración creció en proporción a la vergüenza que sentía por haber cometido aquel error y se dispuso a escuchar el resto de su discurso con obediencia y sumisión absolutas.

– El Papa, a quien he expuesto las intenciones del Rey de Francia, comulga completamente con estos deseos y bendice cualquier cometido que emprenda la Compañía para erradicar de Abisinia la herejía en que por desgracia se halla inmersa.

La noche cae deprisa en el trópico y muy pronto la estancia quedó sumida en una penumbra azulada, donde las palabras del jesuita resonaban aún con mavor solemnidad.-Para que la culminación de una empresa tan gloriosa como la reconquista espiritual de ese inmenso pueblo se convierta en una obra de fe verdadera -prosiguió con devoción-, ésta debe de provenir de un poder universal e incuestionable que esté muy por encima de toda ambición terrestre. Sólo el Rey de Francia, el soberano católico más excelso, posee tal poder y puede llevar adelante, desinteresadamente, un proyecto de semejante envergadura. Todo emana de este gran designio: el Papa reconoce como sagrada esta misión, y nuestra orden la ejecuta humildemente.

Hizo una pausa y luego añadió con ligera irritación:

– En cambio, una empresa conducida desde abajo, por curas casi siempre ignorantes y procedentes de una nación sin influencia, correría el riesgo de estar patrocinada por intereses excesivamente humanos…

El clérigo terminó la frase con un suspiro, y el señor De Maillet agobiado, se quedó en silencio.

– El asunto que se trae entre manos está muy bien pensado -continuó el jesuíta con voz firme aunque amable-. La idea de que un médico sea el portador de nuestra embajada y que éste haga el camino con el mercader es excelente. Lo único que hace falta es que el galeno sea francés y que vaya acompañado por un religioso de nuestra orden.

Los sirvientes entraron con candelabros, rompiendo la magia de la conversación, y ya no se habló más.

La cena transcurrió en un ambiente distendido. El jesuíta contó mil anécdotas de sus viajes, y las damas se interesaron por Versalles y Roma. Estuvo brillante, sobre todo cuando se dirigía a la señorita De Maillet. Ante tan solícita actitud, su padre no pudo por menos que reconocer la natural propensión de los curas de esa ilustre compañía a guiar las almas jóvenes.

El padre Versau manifestó su deseo de hablar con los dos jesuitas que tenían que llegar a El Cairo al día siguiente, y el señor Macé se comprometió a avisarlos personalmente. Todos se retiraron muy pronto, pero el cónsul aún se quedó un rato en su gabinete, meditando sobre una aterradora evidencia a la que le costaba dar crédito: los jesuitas no sólo eran tan temerarios como para enviar una embajada a Abisinia sino que además pretendían acudir en persona a un país donde los aborrecían. No obstante, la mayor preocupación del señor De Maillet en aquellos momentos era eecontrar como fuera un médico franco en una colonia que no tenía ninguno.A las siete de la mañana, el aire fresco de la noche desaparecía a retazos en un baño de luz tibia. Los pájaros que anidaban en los inmensos árboles del barrio franco piaban desde las zonas en sombra. El polvo aún estaba adherido al suelo, pero al paso de los primeros viandantes se quedaba flotando en el aire y ya no volvía a caer.

El maestro Juremi caminaba por el paseo de arena, pasando de la protección de los plátanos a la luz blanquecina de las zonas soleadas. Estaba tan contento como un delfín que atraviesa a saltos el aire caliente y el agua fresca. Llevaba un diminuto hatillo de tela al hombro e iba silbando. Tal como había imaginado, los esbirros del consulado habían pasado la noche anterior por su domicilio para entregarle una citación.

El maestro Juremi había acabado por rendirse a los sabios consejos de Jean-Baptiste. Había preparado una bolsa con unos cuantos enseres de aseo, una camisa limpia, una Biblia pequeña, y ahora se dirigía hacia el calabozo tan alegre como quien se pone en camino para pasar una tarde de pesca.

Un criado le recibió muy cortésmente a la puerta del consulado y lo condujo hasta el primer piso. Atravesaron una portezuela situada en el vestíbulo superior, y luego entraron en una pequeña estancia en la que había un agradable ambiente de frescor, procedente sin duda de la gran morera que se hallaba frente a la ventana abierta. En medio de la sala había una gran mesa dispuesta para el desayuno. La luz rebotaba sobre el mantel blanco bordado con el escudo de armas de los Maillet, acariciaba los vasos de cristal e iluminaba una jarra con zumo de naranja, dos tazas de porcelana y pan fresco. El lacayo acercó una silla al maestro Juremi y lo invitó a sentarse, pero el droguista se negó, pensando que todo aquello debía de ser un malentendido que no tardaría mucho en esclarecerse. Al maestro Juremi le entraron ganas de decirle al lacayo que se trataba de un error, que sólo había venido para ir al calabozo. Pero el criado desapareció y lo dejó allí plantado, con su hatillo, sopesando los sinsabores que esta equivocación iba a costarle dentro de poco.