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La sala del tribunal se tambalea.

Lombard, el fiscal con cara de pera, está leyendo en alto el primer cargo mientras se pasa un dedo por el cuello de la toga. A un violinista le ha denunciado uno de sus alumnos por «difamación antipatriótica»: ha descrito la música compuesta para el Festival del Matrimonio como «aullidos sensibleros» y confesado que se pasaba todas esas fiestas nacionales en la cama con las orejas tapadas y las cortinas echadas.

En pro de la justicia expeditiva, el tribunal tiene prohibido llamar a testigos. A los abogados defensores se les considera también innecesarios: los hombres del jurado son buenos ciudadanos, perfectamente capaces de mirar en su corazón y llegar al veredicto correcto sin necesidad de ser confundidos y desorientados por astucias legales. Para reducir aún más la complejidad de la tarea del tribunal, todos los prisioneros son absueltos o condenados a muerte.

El violinista está entre la mayoría desafortunada. «El verdugo me hará un favor, ciudadanos… Se acabarán los aullidos.» Esta salida recibe aplausos de la galería, llena a rebosar como siempre; el desafío enérgico que no supone ninguna amenaza al confort de uno siempre se recibe con aprobación. Además, el violinista tiene los ojos marrón achocolatado y un torrente de rizos oscuros. Una o dos mujeres ya están buscando a tientas sus pañuelos.

Habían contando con que registraran la casa, pero tras la partida de Claire eso les había parecido una mera intrusión desagradable. La nota de Joseph había sido doblada y guardada en el escritorio de Sophie, no habiéndosele ocurrido a Saint-Pierre que sus papeles privados podían tener interés para la policía. Hasta que el agente bajó al piso de abajo blandiendo la hoja de papel.

El dolor le sube por los brazos, pero desaparece al instante. Lo deja sin aliento y lúcido. Se considera culpable de negligencia, egoísmo, complacencia. Hasta un estúpido como Monferrant podía ver lo que se avecinaba. Un momento después recuerda qué ha sido de Hubert.

El calor lo rodea y estrecha en sus brazos. Por unos instantes voluptuosos, Saint-Pierre se plantea ceder a su abrazo.

Junto a la puerta de su celda, dos guardias han estado jugando al ajedrez con un juego de piezas a las que les faltan las cabezas de los reyes y las reinas. Durante la cena -judías en grasa de pella, pan, varios pedazos grisáceos que debían de ser carne-, un prisionero se llevó a la mejilla un plato de hojalata e hizo, con perfectas tonalidades, el sonido de un cuerno de caza; esperaba desviar a los sabuesos, dijo, y hasta los guardias rieron.

A una prostituta que se ha jactado de cobrar a los jacobinos dos veces más que a los demás clientes se le acusa de «moral depravada, y de empañar la pureza y energía de la Revolución». Culpable.

A un jornalero lo han denunciado por negarse a trabajar los domingos y afirmar que es un día sagrado, «corrompiendo la conciencia pública». Culpable.

Una costurera ha «minado los intereses nacionales» al expresar su pesimismo acerca del resultado de la batalla de Fleurus; que el ejército revolucionario triunfara demuestra, según Lombard, que las intenciones de la costurera eran enteramente maliciosas. Pero ella cuenta con una baza: tan pronto leen sus cargos anuncia que está embarazada. Esto da lugar a una larga digresión, mientras el fiscal explica que la sospechosa se hallaba fuera de casa atendiendo a un pariente enfermo cuando las autoridades fueron informadas de su traición, de ahí que se demoraran en arrestarla. A su regreso se enteró de lo ocurrido, ante lo cual Lombard cree sinceramente que se apresuró a concebir el niño. Ruega al jurado que no tenga en cuenta tan fastidiosa circunstancia que no es sino una prueba más de la perfidia de la prisionera. Pero la suerte no abandona a la costurera. En todo caso, se le tendría que perdonar la vida hasta después del parto; los miembros del jurado se miran el corazón y, hallando en él magnanimidad indistinguible de sentimentalismo, la absuelven. El juez reprende a la policía por hacer perder al tribunal tiempo y recursos.

Lombard se pone más colorado aún y se abanica con una carpeta.

Todo el mundo sabe que el tribunal nunca ha absuelto a un aristócrata. Sophie habla deprisa y sin vacilar.

– Mi hermana es únicamente culpable de haber contraído un matrimonio desafortunado. Cuando me enteré de que su marido había sido detenido, la insté para que huyera, ¿cómo no iba a hacerlo?, es mi hermana. Mi padre no tuvo nada que ver con las medidas que tomé.

– Tonterías -dijo Saint-Pierre enseguida-. Yo soy el único y enteramente responsable.

– El prisionero no hablará a menos que se dirijan a él -dice Lombard con elegancia. Se coloca bien la toga, consulta sus papeles, se lo toma con calma; no todos los días cae en sus manos un magistrado-. El chico que entregó la nota tenía instrucciones de no dársela a nadie más que a su hija. De todos modos, ella ya ha admitido su culpabilidad.

Preguntan a Sophie por el paradero de su hermana.

– Tenía intención de ir al sur, hacia las montañas. Tal vez España.

¿Quién escribió la nota que los previno?

Ella baja la vista hacia la balaustrada.

– El jurado tendrá en cuenta el hecho de que la prisionera se niega a colaborar con el tribunal. De todos modos, el muchacho ya ha proporcionado la información necesaria.

Saint-Pierre ignora a Lombard y se dirige al juez, quien hace ostentación de tomar notas, evitando así tener que mirar al prisionero.

– La acusación es «ayudar a la contrarrevolución». Pero ¿dónde está la hermana o el padre que habría actuado de otro modo? -Sus atormentadores lo sujetan en el suelo de mármol, esperando a que hable. Si encuentra las palabras adecuadas lo redimirán, de eso está seguro; pero ya tienen las manos alrededor de su cuello, una hoja fría apretada contra su piel-. Fallamos a menudo a nuestros hijos -se oye decir en alto-, pero nada, ni siquiera una revolución, puede impedir que los queramos.

Sophie, de pie a su lado, se ha quedado muy quieta.

– ¿Les parece que el amor es un delito de traición?

El violinista aplaude.

Uno de los miembros del jurado carraspea y escupe.

– La alianza suprema de todo ciudadano es con su país -dice Lombard irritado-. Un patriota habría alertado a las autoridades de la huida de su hija, prueba irrefutable, si se me permite recordar al jurado, de la culpabilidad de esta. De todos modos, no es la primera vez que el prisionero intenta desviar el curso de la justicia. Al investigar las actividades de Etienne Luzac, condenado por crímenes contra la Revolución y ejecutado el 22 Vendémiare del año II, el prisionero dio largas al asunto hasta el punto de que el fiscal se vio obligado a cerrar la investigación y remitir el caso a este tribunal, el cual estableció rápidamente la culpabilidad de Luzac.

– ¡No me nombraron para investigar a Luzac! -grita él, provocado por la tergiversación de la evidencia-. Mi cometido era determinar quién había iniciado la matanza que tuvo lugar en el antiguo convento, pregunta que permanece sin respuesta, puesto que las pruebas presentadas en el juicio de Luzac eran un montón de contradicciones.

Lombard se seca la frente, brillante de satisfacción de sí mismo. El juez tose, saca el reloj y se queda mirándolo.

De pronto las paredes empiezan a cercarlos. Saint-Pierre trata de rechazarlas, pero tiene las manos atadas ante sí y… el aire rojo

15

Sin embargo, después de que Joseph cruzara el río en remolcador, las condiciones de la carretera empeoraron; y se hallaba aún a medio día de distancia de Castelnau cuando su yegua quedó coja. El retraso que supuso tal contratiempo fue más largo de lo que podría haber previsto. Al herrero del pueblo más cercano lo habían llamado a filas y la forja había revertido a su padre, un anciano crónicamente combativo que, en cuanto hubo comprendido que Joseph estaba ansioso por reanudar su viaje, le había anunciado que ya había pasado la hora de su comida del mediodía, y bajo ningún concepto iba a retrasarla aún más, o privarse de la siesta que la seguía, ya que estas cosas eran su derecho de hombre libre y con sentido común, por muy mal acostumbrados que estuvieran los forasteros -mirando a Joseph con desagrado-, ya que era bien sabido lo zoquetes y fornicadores que eran todos sin excepción. Esperó un momento con la barbilla levantada, en la que seguían saliendo agresivamente unos pocos pelos grises e hirsutos; y se retiró arrastrando los pies y de mal talante al ver que el extraño no mordía el anzuelo. Y Joseph tuvo que esperar más de tres horas, y pasó el rato lo mejor que supo en la taberna de al lado, jugueteando con un plato de huevos poco apetitosos sin lograr entablar conversación con el dueño parcialmente sordo.

Era como esos sueños en los que todo sale mal y con enloquecedora lentitud.

De modo que por encima del horizonte ya se había abierto paso con dificultad la luna, pálida y lenta, como si hubiera dormido mal, y el crepúsculo estaba muy avanzado cuando llegó a Castelnau y dio un rodeo para tomar la carretera de Montsignac. Encontró la casa sumida en la oscuridad, con los postigos cerrados y silenciosa; vaciló un rato ante la verja, porque solo eran pasadas las diez y le costaba creer que se hubieran retirado todos tan temprano una calurosa noche de verano. Pero la yegua, con avena y paja en la mente, piafaba en la grava y protestaba; se le ocurrió que los Saint-Pierre tal vez habían estado deseando acostarse tras la agitación de los pasados días. De modo que, tras echar una última mirada penetrante a la ventana de ella -por muy fijamente que la mirara, no logró convencerse de que al otro lado de los postigos había una tenue y trémula luz amarilla-, volvió grupas.

La ansiedad lo tiró de la manga a lo largo de los senderos oscuros como boca de lobo. Lo atribuyó al hecho de encontrarse en el campo de noche, con setos respirando a cada lado. Las ramas se entrelazaban sobre su cabeza, oscureciendo el cielo; y allá donde las hojas dejaban que la luna se escabullera, las sombras formaban charcos aún más oscuros.

De pronto recordó que llevaba fuera tres noches, lo que significaba que Sophie estaría en el hospital al día siguiente. Iría allí después de desayunar y la sorprendería. Inclinándose sobre la yegua, aferró un puñado de sus crines negras y ásperas.

– Más deprisa -le susurró a su tembloroso oído-, más deprisa.

Una vez guardada la yegua en el establo, se dio cuenta de que tenía un hambre canina, ya que no comía desde el mediodía, si empujar un revoltijo glutinoso por un plato con un trozo de pan de centeno podía considerarse comer.