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Un momento después oyó el disparo. La colocación de la multitud cambió al instante, como si una mano invisible hubiera pasado por encima de un tablero.

Vio a Ricard tumbado en la tarima, su sombrero con plumas describiendo una espiral para acabar cayendo al pie del roble.

7

Stephen debía de estar pintando en el bosque, y a su padre -Sophie asomó la cabeza en su despacho, preguntó a Berthe- no le habían visto desde el desayuno. Pero encontró a Claire leyendo una novela en el sofá, e hizo salir a Mathilde de un desván cuando un estornudo ahogado la traicionó.

– ¿Tienes que jugar ahí arriba? Tienes una telaraña en el pelo.

Pero Sophie parecía ausente.

– No estábamos jugando. -Mathilde salió de la cesta después de Brutus, y se abrió paso entre trastos viejos estratégicamente colocados-. Estábamos comprobando si todavía cabemos.

Sophie recogió a Claire al salir.

– La verdad, Sophie, justo cuando Adolfo está a punto de descubrir el joyero con las cartas que sir Percy escribió a Emiglia.

Era finales de primavera, y el jardín era un derroche de rosas. Hasta Claire parecía dispuesta a entretenerse. Pero Sophie se dirigió con presteza hasta un parterre al otro lado del seto, donde se detuvo y señaló.

– Una rosa del Boticario -dijo Mathilde al ver los dos capullos carmesí. Luego, acercándose más-: ¿No?

– Fíjate en ese rojo. Y las hojas, con ese débil brillo.

– La verdad, Sophie… ¿nos has arrastrado hasta aquí para jugar a las adivinanzas con tus rosas? El médico no tolerará tu obsesión con los sutiles matices de la botánica, una vez estés casada. Un marido espera ser el centro de la atención de su esposa.

– Ya lo sé… Es una de esas rosas de China. Tiene las hojas iguales.

– Huélela. -Y cuando Mathilde obedeció-: ¿Lo ves? No tiene nada que ver con una rosa de China. Y los capullos son más alargados y más oscuros.

– Deja de hacerte la misteriosa, Sophie, sabes que no lo soporto. Dinos qué quieres decirnos o me vuelvo dentro.

Sophie había empezado a sonreír y ahora no podía parar. Acarició las orejas de Brutus y se echó a reír.

– Llevo años cruzando las Damasco de Otoño con las rosas de China. Nunca había ocurrido nada parecido.

– Pero estas flores son de color carmesí. Más oscuras que las rosas de China -protestó Mathilde- y totalmente distintas de esas Damasco rosa.

– El año pasado me salieron flores blancas. Y he tenido todos los tonos de rosa. Pero siempre han predominado las rojas. Solo que nunca pensé que conseguiría una tan oscura y con ese aroma. -La irregularidad, pensó Sophie, rascando la barriga de Brutus, inclinándose para besar la mano del profesor Kólreuter.

– ¿Podrás venderla? ¿Como las rosas de China?

– Si sobrevive. Si consigo que se reproduzca.

– ¿Habrá suficientes para regalar? ¿O serán como las medias de invierno?

Claire examinaba el fenómeno.

– Debo reconocer que tienen un color asombroso. Qué lástima que no te cases hasta septiembre… podrías haberlas puesto en tu ramo.

Eso hizo que Sophie volviera a sonreír.

– Si es descendiente de esas dos rosas… -Mathilde razonaba en alto-. ¿Volverá a florecer en otoño?

– No puedo contar con ello -mintió Sophie sin pudor.

– Oh, Sophie… serás famosa.

– Si es nueva, ¿no tienes que bautizarla? -preguntó Claire-. ¿Cómo vas a llamarla?

– ¿Brutus? -Propuso Mathilde, esperanzada.

– Hummm… Seguramente no.

– Prométeme que no le pondrás un nombre horrible, como Inocencia.

– ¿Qué tal Carbunco?

Sus hermanas rieron. Brutus estaba tumbado sobre un caracol muerto, con las patas en el aire, y se retorcía alegremente. Claire empezó a narrar las vicisitudes de Emiglia, pero no paraba de olvidarse de detalles que más tarde resultaban cruciales. Mathilde se tumbó a su lado, concentrándose.

– Pero ¿por qué su vieja niñera no le dice quién es realmente su padre? ¿De qué color era el gato?

Sophie pensó en lo fortuita que era la vida, a merced de la casualidad y de oportunidades al azar. Cerró los ojos; había pétalos amontonados, de color carmesí, y los saboreó con la lengua.

8

Paseaban juntos en amigable silencio por las calles a última hora de la tarde. La gente se apartaba para dejarlos pasar y susurraba algo. De vez en cuando un hombre se adelantaba para estrechar la mano a Ricard o darle una palmada en el hombro.

Joseph pensó: Nada ha cambiado.

En el mercado de cereales habían colgado farolas de las vigas del techo, y un violinista afinaba su instrumento. Dos hombres montaban unas mesas de caballete. Un grupo de niños pasaron como un remolino por su lado, comiendo turrón.

– Al final salió tan bien como cualquier acto organizado en París, ¿no crees? -Ricard se había detenido y llenaba su pipa con su parsimonia habitual-. A pesar de la interrupción.

La bala había descascarillado la mano izquierda de Rousseau, rebotado y acabado alojada en el tronco del roble. Al aspirante a asesino, un pastelero sin empleo, lo habían reducido en cuestión de segundos. La mayoría de los congregados, salvo los que se hallaban en las proximidades del incidente, no había entendido lo ocurrido, asumiendo que el disparo formaba parte de las festividades. Unos cuantos hasta se habían arrodillado, creyendo que su alcalde les hacía la señal para que la familia de los hombres libres se postrara con él ante la estatua del filósofo.

– Sé que prometí apoyarte hasta las elecciones. -Las palabras de Joseph brotaron en un tumulto ininteligible-. Lo siento.

Ricard se sirvió de la pipa para rechazar la disculpa. Un oso pasó a cuatro patas por su lado, conducido por una cadena atada al collar de hierro que le ceñía el cuello.

– No lo soporto -dijo Joseph-. ¿Sabes cómo les enseñan a bailar? Ponen al cachorro en un cubo de brasas encendidas y tocan música mientras él da saltitos sobre unas patas y otras desesperado de dolor.

Oyeron una ovación en el parque, donde tenían lugar unas carreras de cerdos. Una niña, alentada por unos padres llenos de admiración, se acercó corriendo al alcalde para darle un clavel rojo. Ricard le dio una palmadita en la cabeza y se metió la flor en el ojal.

En la esquina de una calle había una bodega y un grupo de bebedores entre los barriles sacados a la calle. Hubiera revolución o no, los señores disfrutaban de delicados vinos importados de otras provincias mientras sus empleados bebían a grandes tragos el gros rouge de la región, haciendo gárgaras antes de tragarlo para aumentar su efecto. Una capa de serrín fresco cubría la distancia establecida por la ley a partir de la entrada de la tienda; había sido iniciativa de Joseph, y absorbía casi todo el olor al tiempo que facilitaba el trabajo a los que limpiaban la calle. Se preguntó, con tímido orgullo, si Ricard se había fijado.

Al llegar al ayuntamiento, el alcalde se detuvo.

– ¿Por qué no subes más tarde? Habrá una vista excelente de los fuegos artificiales. Tal vez esté Mercier… si logra separarse del burdel que está patrocinando.

Eso era una calumnia flagrante. Mercier, encendido por los dramáticos sucesos del momento, estaría sin duda ante su escritorio denunciando la traición, insinuando conspiración, exigiendo castigo. Antes del amanecer habría sacado un panfleto. Joseph sabía todo eso, pero ¿cómo iba a resistir una invitación a la complicidad?

– Voy a ir a Montsignac -respondió, sin embargo-, para cenar con los Saint-Pierre.

– ¿Has empezado a verlos de nuevo? -preguntó Ricard con despreocupación. Y, antes de que Joseph respondiese, añadió-: Chalabre me ha enviado una nota. El pastelero ha admitido que su cuñado fue ayudante de cámara de Luzac.

– ¿Crees que hay alguna conexión?

– Estoy convencido. No descansarán hasta que hayan destruido la Revolución y consolidado los intereses de su clase. Sé que crees que tomamos medidas excesivas, pero cometes la clásica equivocación de creer que todo el mundo es como tú. No nos las estamos viendo con hombres de buena voluntad.

Joseph cambió el peso del cuerpo de un pie al otro, como el oso.

– El diagnóstico no es sino el primer paso; lo importante es curar la enfermedad. Fuiste tú quien me lo enseñó, doctor.

Un grupo de hombres y mujeres se acercaba riendo por la calle. El alcalde esperó a que hubieran pasado.

– Un cirujano debe manejar su bisturí sin piedad.

– Por eso la gente se resiste a la cirugía.

– Esto es lo que echo de menos -dijo Ricard-, poder hablar libremente. No debemos permitir que nuestras diferencias se interpongan en nuestra amistad.

– Por supuesto que no. -Joseph se aferró agradecido a la prueba que tenía próxima-: Hace días que quiero decírtelo. Me caso en otoño.

9

Estaban tumbados boca arriba con las cabezas juntas, una rubia y la otra morena, entre la larga hierba a orillas del río. Las sombras de las hojas dibujaban estampados en sus rostros; respiraban acompasadamente.

Él se despertó sobresaltado.

– Roncas muy melodiosamente, Matty.

– Llevo horas aquí tumbada soportando el estruendo que metes tú. Soy demasiado educada para decir nada.

– Recuérdame que te ahogue cuando me levante.

Los insectos pululaban en la hierba. Brutus dobló las patas y ladró cansinamente.

– Me pregunto si sabe qué es soñar.

– ¿Acaso lo sabes tú?

Stephen miró de soslayo y vio montones de hojas sueltas junto a la orilla. Recorrió con un dedo una ramita de tono purpúreo brillante: hojas en forma de lanza aferradas con firmeza al tallo, pétalos dispuestos en verticilo. Le dejó los dedos ligeramente pegajosos.

– ¿Te has comido el último trozo de tarta?

– Por supuesto.

– Por supuesto.

Había hojas de alisos y abedules, e intersticios agitados de azul.

– Charles dice en su carta que llevó a su general en su globo para que echara un vistazo al campo de batalla de Fleurus. Está convencido de que fue decisivo en el resultado.

– Nunca me has llevado en globo como prometiste que harías. Y el mes que viene cumpliré trece años y la niñez no será sino un sueño lejano.

– Cuando Charles vuelva a casa. Lo prometo.

Una rata de agua trazó una raya de burbujas en la superficie del agua.

Pero a él se le cerraban los párpados.

Sin amarras, flotó con la tarde.

10

– Voy con vosotros -dijo Mathilde en respuesta a la pregunta de Joseph.