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A lo que Stephen le dio una patada por debajo de la mesa; y Saint-Pierre se apresuró a decir:

– Vamos, Matty, ¿tienes miedo de que te dé otra paliza al ajedrez?

De modo que allí estaba él, a solas con Sophie. Las hojas, la hierba, el cielo cada vez más oscuro, todo ello confería una ilusión de frescor al aire aletargado del jardín.

Ella se daba palmadas en los brazos.

– ¿Por qué me pican a mí y a ti no?

– Tal vez porque tienes la piel más fina. O la sangre más dulce. Tal vez hasta los mosquitos se enamoran de ti.

Sophie no dijo nada durante un rato. Luego le cogió la mano.

– Has estado callado durante la cena. ¿Pasa algo?

Las ranas cantaban burlonas en el río.

La pregunta llevaba semanas envenenándolo. Esa tarde era una espesa flema que le dañaba los pulmones, una bilis negra que le subía por la garganta.

– ¿Fletcher fue…? -logró decir-. ¿Tú…? -Temiendo su desdén, despreciándose, temiendo mirarla.

– Por un tiempo -dijo Sophie, deteniéndose-, pero ya no.

Al cabo de un rato él señaló el cielo.

– Mira, una estrella fugaz.

– Eso es lo que nos hace falta -dijo ella, pellizcándole el brazo-, un telescopio y una torre. Nos sentaríamos allá arriba, noche tras noche, a lo largo de todas las estaciones. Nuestras cartas lunares llenarían setecientas hojas de letra muy pequeña cuando se publicaran, y serían universalmente reconocidas.

– ¿Un interés común?

– Exacto. Así evitaríamos tener que hablarnos.

Él acercó la cara a la suya, contrayendo las facciones.

– Pero ¿seremos rigurosos?

– Nos tomarán por alemanes.

– Gott in Himmel. ¿Qué hay de los hijos?

– Precisaremos varios. Con nombres como Hipatia y Aldebarán. Comprobarán nuestros cálculos y te llamarán la atención por tus errores.

Ella lo había llevado por senderos tortuosos hasta el huerto. Flotaba un olor dulzón a fermentación; algo pequeño y asustado pasó con un crujido por encima de sus cabezas. Él se apoyó contra un cerezo y levantó la vista hacia sus frutos redondos.

– En cuanto a Fletcher… -La atrajo hacia sí-. Perdóname.

– No te preocupes -dijo ella-. De hecho… hay algo que quiero preguntarte.

– ¿Sí?

– ¿Por qué lo primero que haces cuando me ves es quitarte rápidamente los anteojos?

– ¿Crees que estoy mejor con ellos puestos?

Con la cabeza ladeada, ella consideró la pregunta.

– Bueno, no.

– Sophie -dijo él-, ¿siempre me asombrarás?

11

Decían que nunca había habido un verano igual, de cielo blanco roto y viento furioso. Joseph paseaba por una avenida de plátanos y la sombra lo envolvía mejor que un abrigo. Ya no había diferencia entre respirar y jadear. Como un nadador, uno avanzaba con esfuerzo, arrostrando la húmeda resistencia.

Pensó en champán, cada sorbo una helada explosión en su garganta. Se preguntó qué hacía Sophie y calculó que en menos de ocho horas volvería a verla.

Las calles de grava tenían una mirada dura y blanca que uno se veía obligado a evitar. Los carros cruzaban traqueteando la ciudad un día sí otro no, y en cada casa, junto a la puerta principal, había una pulcra lista de los nombres de sus moradores. Allá donde uno miraba se leía la consigna Egalité oh la mort: florecía en las paredes, aparecía tallada en los troncos de los árboles. Las denuncias se multiplicaban como moscas. El terror era una de esas enfermedades de la que nadie hablaba; tocaba a sus víctimas en el hombro, se manifestaba en un puñado de pústulas rosadas.

Todo ello le llegaba en voz baja, el rumor de un conflicto lejano. El verano giraba en torno a Sophie. Nunca se había atrevido a imaginar tal felicidad.

Al cruzar una arcada, lo deslumbraron unos orificios de luz y casi tropezó con un gato que abrió la boca en silencio, una flor rosa y limpia haciendo eclosión en las sombras.

El patio del hospital era una temblorosa extensión. El portero estaba pálido como la cera y tenía profundas ojeras. Aun así, en su rostro embotado por falta de sueño osciló algo que podría haber sido animación; miró furtivamente a Joseph, se pasó una lengua pastosa por sus labios agrietados, como si estuviera a punto de decir algo; luego bajó la mirada y sus facciones se embotaron una vez más.

Todas esas impresiones permanecieron allí un instante y luego se marcharon. Hacía demasiado calor para seguirlas.

Entró en la agradable penumbra de su despacho, donde un hombre de cabellos rojo fuego se levantó para saludarlo.

No se veían desde el día del festival, y el cambio en Ricard se hizo evidente al instante. Siempre sería colosal; aun así, se le veía reducido, más delgado y encorvado, con la cara fláccida. El pelo le había crecido y le caía sobre el cuello de la camisa, más oscuro donde el sudor lo había pegado al cráneo. Solo sus ojos eran los mismos, de ese azul pálido y despejado como el cielo lavado por la lluvia.

Se dieron la mano; Joseph fue consciente de su palma húmeda en los fríos y secos dedos de Ricard.

– Me perdonarás si me salto los preámbulos. -El alcalde hizo una pausa y Joseph estuvo seguro de saber lo que iba a escuchar, llevaba esperándolo desde que había presentado su dimisión.

– Tú… mejor dicho, el comité desea relevarme de mis obligaciones aquí.

Ricard lo miró como un padre miraría a un niño cuyo balbuceo revela una despreocupación por el mundo de los adultos tan divertida como irritante.

– No, escucha… -Volvió a interrumpirse-. Siento parecer brusco, pero no tengo mucho tiempo. -Aferrándose al respaldo de su silla-. Si fuera la porquería de siempre no te molestaría. Pero hay gente involucrada… otros elementos. En fin, no tiene sentido hablar en clave: Chalabre ha estado removiendo cosas contra mí, indagando entre los restos de la facción de Luzac y algún que otro necio que me odia porque la Revolución no le ha llenado los bolsillos o cumplido las pequeñas ambiciones que lo atormentan.

– ¿Chalabre?

– Lo sé, al principio no podía creerlo. Pero los abogados… son sinvergüenzas natos, y Chalabre tiene su propia ambición. Y además es de su clase, por supuesto. Está perfectamente situado para urdir y organizar un golpe, con su red de informadores y el tribunal para respaldar sus argumentos.

Sobre el escritorio de Joseph, en una botella de agua, flotaban unas rodajas de limón. Ricard se llenó un vaso, bebió, volvió a llenar el vaso.

– Escucha, ¿te acuerdas de ese pastelero, Gillet, que trató de matarme? Chalabre enseguida señaló que tenía conexiones con Luzac. Lo que no me dijo es que su mujer contrataba a Gillet para que la ayudara en la cocina cuando recibía en su casa. El hombre frecuentaba la casa de Chalabre. -Golpeando con el dedo el escritorio para subrayar cada palabra.

– Chalabre seguramente no tiene la menor idea de quién hacía los pasteles que su mujer ofrecía en sus fiestas.

Ricard sacudió la cabeza.

– Siempre tuve la impresión de que podría traicionarnos.

– No falta gente que aclamaría a Chalabre camino de la guillotina. ¿Es de fiar tu información?

– Fue Mercier quien me lo dijo.

– ¡Mercier! Cada vez que le pica una pulga sospecha una conspiración. -Los bordes de la conversación se deshilachaban, amenazando con urdir un dolor de cabeza. Aquí estoy, pensó Joseph, hablando de pasteles y traición en medio de una ola de calor.

Ricard clavó en él sus ojos azules.

– ¿Has hablado con Chalabre?

– El día después de mi dimisión del comité me envió una nota informándome que iba a cambiar de médico. Hace meses que no le veo.

El alcalde se recostó en su silla y se pasó una mano por la cara.

– Lo siento. Yo…

– No te preocupes -dijo él.

– La razón de mi visita es la siguiente: conozco al presidente de los jacobinos de Cahors y le he escrito pidiéndole tantos hombres como pueda prestarme. Chalabre no se atreverá a dar un paso si se halla en inferioridad numérica. ¿Llevarás la carta por mí?

Una mosca azul entró bamboleándose por la ventana, describió un ebrio arco sobre sus cabezas y cayó con un ruido seco sobre el escritorio. Zumbó dos veces y se quedó inmóvil.

– No tengo a nadie más en quien confiar, Joseph.

Era la primera vez que Ricard lo llamaba por su nombre.

– Por supuesto. -Alargó la mano para coger el sobre-. Saldré mañana por la mañana.

– No; lo antes posible. Es urgente, no hay tiempo que perder.

Joseph giraba el sobre que tenía en las manos.

– Me esperan en Montsignac esta noche.

– Hay algo más -dijo Ricard en voz baja. Las manos de Joseph se paralizaron al instante.

– Han detenido a Monferrant cerca de París en compañía de un espía inglés. Seguramente ya los han ejecutado. Están preparando una orden de arresto para su mujer.

– ¿Su mujer? -repitió él estúpidamente.

– Envíale una nota… Me encargaré de que hoy no ocurra nada. ¿Tienes a alguien que pueda llevarla?

El chico de las cocinas. Joseph asintió, tragó saliva y logró preguntar:

– ¿El resto de la familia…?

Ricard ya estaba de pie.

– Es a la mujer de Monferrant a la que quieren. En cuanto se quite de en medio, echarán mano de la propiedad que él le ha transferido.

– Nunca podré agradecértelo suficientemente.

– Es lo menos que puedo hacer. Me reservo una expresión más apropiada de mi gratitud para otra ocasión.

De pronto Joseph echó la cabeza atrás y estornudó. Se había levantado una repentina brisa y con ella un hedor…

– Con este calor -dijo-, esos carros abiertos…

– Es la vaca muerta que han sacado esta mañana del río. -El tono de Ricard era incisivo. Pero al llegar a la puerta se detuvo, recorrió la habitación con mirada indiferente, sin interés. Por fin miró a Joseph a la cara y dijo-: Todo ha ido mal desde que dimitiste.

Se estrecharon la mano. Luego la puerta se cerró.

Tapándose la nariz, Joseph escribió frenéticamente. Tenía la boca seca, pero Ricard había vaciado la botella de agua. ¿Y si no hubiera accedido a llevar la carta?, pensó. ¿Qué habría pasado entonces?

12

Shophie leyó: «Tu cuñado ha sido arrestado en París y condenado como traidor. Mañana arrestarán a tu hermana. Debe partir enseguida, sin demora. No temas, nadie más corre peligro».

Primera hora de la tarde. Todos habían estado durmiendo y tenían la lengua pastosa, los ojos legañosos.

En el terrible silencio, Saint-Pierre preguntó: