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– En Viena se murmura que va a convertirse en un héroe.

– Por desgracia, eso no es imposible.

– Acusarán al emperador de dureza.

– Su vida estaba en juego y, por lo tanto, también las nuestras.

– ¿Cómo se llamaba ese héroe vuestro que se creía Juana de Arco?

– Staps o Staps.

Henri se sobresaltó al oír el nombre. Durante la cena, él fue el más taciturno. Valentine divirtió a Louis-François, y decidieron volver a verse.

La isla Lobau estaba irreconocible. En unos pocos días, el campamento fortificado que gobernaba Masséna se había convertido en una ciudad camuflada, salida de los matorrales y los carrizos, con calles bordeadas de reverberos, fortificaciones sólidas, canales saneados para que llegaran por ellos embarcaciones cargadas de harina y municiones. Aquí, una manufactura; allá, hornos para cocer el pan. Más allá, en un calvero vallado, había rebaños de bueyes. En las abadías vecinas o en los sótanos de los paisanos vieneses, el ejército había hecho acopio de vino para alegrar a la tropa y los obreros, pues doce mil marinos y otros tantos soldados del cuerpo de ingenieros y carpinteros de armar trabajaban en la construcción de tres grandes puentes sobre pilotes, protegidos corriente arriba por una estacada de vigas que detendría los objetos flotantes. Los austríacos, a los que se divisaba en la ribera de Essling, no podían ver los cañones de gran calibre que les apuntaban. Cada mañana, el coronel Sainte-Croix, tras haber inspeccionado el estado de las obras, corría a Schónbrunn para dar cuenta de los progresos al emperador. Los centinelas y chambelanes habían aprendido a reconocerle, le respetaban, era familiar y entraba sin llamar en el salón de las Lacas.

El 30 de mayo, a las siete de la mañana, cuando Sainte-Croix se presentó al emperador, éste tomaba su vaso de agua.

– ¿Queréis? -le preguntó el emperador, mostrándole la jarra-. La fuente de Schónbrunn es fresca y muy deliciosa.

– Os creo, Majestad, pero prefiero el buen vino.

– D'accordo! ¡Constant! Señor Constant, enviaréis al coronel doscientas botellas de burdeos y otras tantas de champaña. Entonces el emperador y su nuevo valido subieron a la berlina que les condujo a Ebersdorf, ante los puentes. En ese pueblo, Napoleón se detuvo unos instantes para visitar al mariscal Lannes, de quien sabía que su salud era muy precaria y su agonía se eternizaba. Aquella mañana, Marbot había abandonado la cabecera del moribundo. Esperaba delante de las cuadras, apoyado en un bastón a causa del dolor en la pierna herida. El emperador lo vio al bajar de la berlina:

– ¿Y el mariscal?

– Ha muerto esta mañana, Sire, a las cinco, en mis brazos. Su cabeza cayó sobre mi hombro.

El emperador subió al piso y permaneció una hora junto al cuerpo, en la habitación nauseabunda. Luego felicitó a Marbot por su lealtad y le pidió que hiciera embalsamar al mariscal antes de repatriarlo a Francia. Pensativo, siguió a Sainte-Croix, que le mostraba las últimas obras. Permaneció silencioso y no abrió la boca hasta que entró en la tienda de Masséna. El duque de Rivoli tenía una pierna vendada, y le recibió sentado en un sillón.

– ¡Cómo! ¿Vos también? ¿Qué os ha pasado? ¡La batalla ha terminado, que yo sepa!

– Me caí en un hoyo oculto por la maleza, y desde entonces cojeo. A mi edad los huesos son frágiles, Sire.

– Tomad las muletas y seguidme.

– Mi médico debe cambiarme el apósito a cada vayamos demasiado lejos.

Masséna renqueó detrás del emperador y cual le explicaba el funcionamiento de las lanch que había empezado a construir.

– En cada embarcación caben trescientos h proa, ¿veis?, hay un mantelete para resguardo llegamos a la orilla se abate y sirve como tierra.

El emperador visitó varios talleres y las fortificaciones, y entonces expresó su deseo de pasear por la ribera arenosa donde sus soldados solían bañarse bajo las miradas regocijadas de los austría cos. Para evitar riesgos, Napoleón y el mariscal se pusieron capotes de sargento.

– Dentro de un mes atacaremos -dijo el emperador-. Tendremos ciento cincuenta mil hombres, veinte mil caballos y quinientos cañones. Berthier me lo ha confirmado. ¿Qué es eso que hay allá, al fondo de la planicie?

– Las barracas del campamento del archiduque.

– ¿Tan lejos?

El emperador, provisto de una ramita, dibujó un plano en la arena.

– En los primeros días de julio, pasamos en masa. MacDonald y el ejército de Italia, Marmont y el ejército de Dalmacia, los bávaros de Lefebvre, los sajones de Bernadotte. Vuestras divisiones, Masséna, se sitúan entre los pueblos… -Alzó la cabeza para observar la planicie-. ¡Masséna, y vos, Sainte-Croix, mirad lo que os digo, en el lugar donde el archiduque ha levantado sus barracas, ahí estará su tumba! ¿Cómo se llama esa planicie en la que se respalda?

– Wagram, Síre.

París, 17 de marzo de 1997