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Capítulo séptimo . DESPUÉS DE LA HECATOMBE

El coronel Lejeune pasó dos jornadas conflictivas en la isla Lobau. Le impacientaba la tardanza en reparar el puente, y esperaba un bombardeo desde que los austría cos de Hiller habían tomado posiciones en los pueblos abandonados. El enemigo intentaba fortificar el río y sin duda iba a traer cañones. Lejeune bebía agua de lluvia, tomaba el caldo de carne de caballo (que a Masséna le parecía delicioso) y no pensaba más que en la señorita Krauss, cuya huida ignoraba. Una vez reconstruido el puente grande, el coronel obtuvo permiso para ir a Viena. Compró demasiado caro un caballo de húsar y galopó hacia la casa de la Jordangasse, donde no encontró más que decepción y amargura. Primero se encolerizó y sufrió una crisis de locura furiosa, a pesar de las frases que Henri había preparado para contener la rabia y la pena previsibles de su amigo. Lejeune entró en la habitación de la infiel, la embustera, la remilgada, la diablesa, porque le achacaba todos los defectos, descolgó sus vestidos, los desgarró y pisoteó, la llamó traidora a gritos… La idea de que se había burlado de él, le había puesto en ridículo, era insoportable. Cuando hubo destrozado tres baúles y varios armarios, prendió fuego a sus croquis, sin que Henri pudiera salvar uno solo, y entonces se acostó vestido, sin aliento, los ojos fijos en el techo de madera pintada. Permaneció así durante varias horas. Henri, inquieto, aprovechó la visita diaria del doctor Carino para rogarle que cuidara al coronel. Lejeune envió al médico a paseo:

– ¡Lo que tengo, señor, no se cura con vuestras pociones! Henri seguía tomando sus medicinas, y la experiencia de la turbación de Lejeune le hacia recuperar las fuerzas. Una dolencia más grave de otra persona cercana consigue a veces que uno olvide la suya, y a menudo el cuerpo fisico se recupera mejor que el espíritu. Périgord le aportaba su ayuda, ya que había regresado a sus aposentos de la casa rosada, con su grueso criado y su cartuchera revestida de corladura que contenía un estuche de aseo. Périgord buscaba con Henri los medios para devolver a su amigo el buen humor, trataban de llevarle a la Opera, descubrieron en una librería ediciones excepcionales sobre los pintores venecianos. Périgord incluso había sobornado a uno de los cocineros de Schónbrunn, el cual acudía por la noche para preparar unos guisados irresistibles a los que Lejeune se resistía. Había perdido el apetito, y ya no quería escuchar música ni asistir a espectáculos ni leer. Se negaba a ir al cabaret, a tomar el aire en los jardines del Prater, a visitar la casa de fieras, a comerse un helado en el café del Bastión. Una mañana, Périgord y Henri entraron en su habitación con semblante resuelto.

– Vamos a llevaros a Baden, querido amigo -le dijo Périgord.

– ¿Para qué?

– Para refrescaros la cabeza, para ofreceros nuevas ideas y una pizca de alegría.

– Eso me trae sin cuidado, Edmond. Pero ¿qué es ese perfume que usáis?

– ¿No os gusta? Este perfume agrada a las damas, creedme. Tiene la virtud de atraerlas como por arte de magia. Deberíais utilizarlo.

– ¡Dejadme los dos en paz!

– ¡Ah, no! -replicó Henri, disgustado-. ¡Hace tres días que te haces la momia y nos tienes inquietos!

– No inquieto a nadie, y ya no existo.

– ¡Basta, Louis-François! -le dijo Périgord-. Mañana nos vamos a Baden.

– ¡Buen viaje! -rezongó Lejeune.

– Con vos.

– No. Además, mañana tenemos que participar en el desfile del sábado en el patio de Schónbrunn con el estado mayor.

– He hablado de vuestro caso con el mariscal Berthier, y me ha dado permiso para llevaros a Baden por motivos de salud -dijo Périgord.

– ¿Qué le habéis dicho?

– La verdad.

– ¡Estáis loco!

– Vos sois el loco, Louis-François. Obedeced las órdenes.

Tomar las aguas en Baden era una idea de Henri, el cual la había recibido del barón Peyrusse, pagador del Tesoro general de la corona. Éste le había contado su breve estancia en el pequeño valle, a cuatro millas de Viena. Allí te alquilaban una habitación por un fajo de florines. En cuanto a las aguas, uno chapoteaba con otras veinte personas en unas cubas de pino llenas de agua mineral. Lo más interesante era que las muchachas se bañaban con los hombres y sus camisas mojadas hacían soñar al menos soñador. Si Lejeune se enamoraba de una joven austríaca que sustituyera a Anna, no tardaría en restablecerse…

El doctor Corvisart, de frente alta, despejada, y blancos cabellos ensortijados, se acomodó ante el escritorio del emperador.

Es un rebrote de vuestro viejo eccema, Sire.

– ¿En el cuello?

– No valía la pena hacerme venir de París para esto.

– ¡Los médicos alemanes son todos unas nulidades!

– Voy a anotar la composición de nuestra pomada habitual, para los farmacéuticos de Su Majestad…

– ¡Anotad, Corvisart, anotad!

Los criados vestían al emperador, mientras el doctor Corvisart anotaba la manera de componer el preparado que lograría eliminar el eccema ordinario de Napoleón, quince gramos de cebadilla en polvo, noventa gramos de aceite de oliva y otros noventa de alcohol puro. Este mejunje iba de perlas desde la época del Consulado.

– ¿Señor Constant?

El primer ayuda de cámara apareció en la puerta del salón de las Lacas, hizo una reverencia y anunció:

– Su Excelencia el príncipe de Neuchátel…

– Que entre si trae buenas noticias. ¡Si son malas, que se vaya a paseo! Las malas noticias dan alas al eccema, ¿no es cierto, Corvisart?

– Es posible, Síre.

– Las noticias son buenas -dijo Berthier, quien acababa de entrar en el salón-. Vuestra Majestad estará contento.

– ¡Vamos, decidme, contentad a Mi Majestad!

El emperador tomó asiento y tendió los brazos blancos. Su calzador, arrodillado, le puso las botas.

Berthier resumió la situación con las informaciones que había recibido aquella misma mañana:

– Las divisiones de Marmont y de MacDonald se han reunido cerca del puerto de Semmering. En este momento el ejército de Italia avanza por la ruta de Viena.

– ¿Y el archiduque Juan?

– No ha podido contener este avance y se repliega hacia Hungría con las tropas mermadas.

– ¿El archiduque Carlos?

– No se mueve.

– ¡Qué idiota es!

– Sí, Sire, sin embargo, nuestro fracaso relativo parece revigorizar a nuestros enemigos en Europa…

– ¡Ya veis, Corvisart! -dijo el emperador a su médico-. ¡Este mamarracho me quiere enfermar!

– No, Síre, trata de sustentar vuestras reflexiones.

– ¿Y qué más? -preguntó el emperador a su mayor general.

– Los rusos se manifiestan contra nosotros en Moravia, pero el zar Alejandro os asegura su amistad.

– ¡Por supuesto! ¡No tiene el menor deseo de ver entrar a los austríacos en Polonia! ¡Me inunda de buenas palabras y no me envía un solo cosaco! ¿Y en París?

– Han circulado rumores de la derrota, incluso en la corte, y vuestra hermana Caroline ha tenido palpitaciones. La Bolsa está a la baja.

– ¡Los banqueros son unos cernícalos! ¿Y Fouché?

– El señor duque de Otranto ha vuelto a hacerse cargo de la situación y ya nadie rechista.

– ¡Ese zorro! ¡Qué excelente barómetro! Que amplíen sus poderes. ¡Si no traiciona es que sabe cuáles son sus intereses!

– Al contrario de lo que temíamos -siguió diciendo Berthier-, los ingleses ya no amenazan con invadir Holanda.

– ¿El papa?

– Os ha excomulgado, Síre.

– ¡Ah, sí! Lo había olvidado. ¿Quién está al frente de nuestros gendarmes en Roma?

– El general Radet.

– ¿Tenéis confianza en ese oficial?

– Es él quien ha reorganizado nuestra gendarmería, Síre. Ha sido eficaz en Nápoles y la Toscana.

– ¿Dónde está ese cerdo del papa?

– En el Quirinal, Sire.

– ¡Que Radet lo saque de ahí y lo detenga!

– ¿Que lo detenga?

– Y lejos de Roma, en Florencia, por ejemplo. Sus insolencias me irritan y el eccema empezará a picarme, ¿no es cierto, Corvisart? ¡No pongas esa cara, Berthier! No se trata de religión, sino de política. (A su calzador, mirándose las botas.) ¿Habéis visto el cuero? Se agrieta a pesar de la cera.

– Necesitaríais unas botas nuevas, Síre.

– ¿Cuánto costarían?

– Unos dieciocho francos, Vuestra Majestad.

– ¡Demasiado caro! Berthier, ¿está todo a punto para la revista?

– Las tropas os esperan.

– ¿Hay público?

– Mucho. A los vieneses les encantan los desfiles, y tienen curiosidad por veros.

– Subito!

Y durante más de una hora, bajo aquel calor, Napoleón permaneció sobre su caballo blanco, en uniforme de coronel de granaderos, chaleco, guerrera azul, bocamangas rojas, en medio de su estado mayor al completo. La Guardia Imperial desfiló en un orden perfecto al compás de la música. Los hombres habían descansado y estaban limpios, afeitados, bruñidos, sin que les faltara ningún botón ni guarnición, y la muchedumbre aplaudía al paso de las banderas. El emperador quería mostrar que su ejército no estaba por los suelos, que los sangrientos combates a orillas del Danubio no habían sido más que un contratiempo. Esto debía impresionar a los habitantes de Viena y reavivar la moral de los soldados. Al final de esta demostración, Napoleón desmontó y atravesó el antepatio para entrar de nuevo en el palacio. En aquel momento, un joven salió de entre la multitud mal contenida por los gendarmes. Berthier se interpuso:

– ¿Qué queréis?

– Ver al emperador.

– Si tenéis que hacerle una petición, dádmela y se la haré llegar para que la lea.

– Quiero hablarle, y sólo a él.

– Es imposible. Adiós, joven.

El mayor general ordenó a los gendarmes con una seña que empujaran al joven hasta mezclarlo con el público que todavía aclamaba, y entonces se reunió con el emperador en el interior del palacio de Schónbrunn. El joven seguía agitándose, volvió a liberarse y dio unos pasos más por el patio adoquinado. Esta vez intervino personalmente el coronel de la gendarmería para pedirle que circulara, pero, inquieto por la mirada del joven exaltado, ordenó a sus hombres que lo prendieran. Él se debatió. En el interior de su levita verde, entreabierta, el oficial vio el mango de un cuchillo, se lo quitó y ordenó que condujeran al individuo ante uno de los oficiales de ordenanza del emperador. Era Rapp, el alsaciano, y se entabló un diálogo en alemán.