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En un calvero de la isla Lobau, el mariscal Lannes estaba tendido sobre una docena de mantos de caballería. El capitán Marbot no le había abandonado un solo instante. Le velaba como una nodriza, preveía sus necesidades, le reconfortaba con su atenta presencia más que con palabras. Lannes balbuceaba, se enfurecía, sus pensamientos divagaban, se creía aún en el campo de batalla, daba órdenes incoherentes.

– Marbot…

– Sí, señor duque.

– Marbot, si la caballería de Rosenberg toma Essling de flanco, por el lado del bosque, Boudet está listo.

– No temáis.

– ¡Oh, sí! Enviad a Pouzet al pósito fortificado, no, a Pouzet no, le han herido, más bien Saint-Hilaire. ¿Ese animal de Davout ha enviado municiones en barcas? ¿No? ¿A qué espera?

– Descansad, señor duque.

– ¡No es el momento! -Lannes apretó el brazo de su ayudante de campo-. ¿Dónde está mi caballo, Marbot?

– Ha perdido una herradura -mintió el capitán-. Se están ocupando de ello.

A cada pregunta febril, Marbot le respondía con una voz demasiado dulce que acabó por irritar al mariscal.

– ¿Por qué me habláis como a un niño de tres años? ¡Estoy herido, lo sé, pero no es la primera vez! Ya tuve una agarrada con la muerte en San Juan de Acre, ¿os acordáis? ¡Una bala en la nuca, no es moco de pavo! Y en Governolo, Aboukir, Pultusk… En Arcole recibí tres tiros. He sobrevivido.

– Sois inmortal, señor duque.

– Cómo decís eso… -Lannes movió la cabeza de un lado a otro y trató de humedecerse los labios secos con la lengua-. Dadme de beber, Marbot, tengo sed, y luego lancemos a nuestros granaderos contra Liechtenstein, pues está muy claro: o él o nosotros. ¿Comprendéis lo que hay en juego? Oudinot vendrá a apoyarnos… Pero qué negro está el sol, amigo mío, cómo nos perjudican esas nubes, ya no se ve nada a diez metros…

Unos soldados trajeron una cantimplora con agua del Danubio. No quedaban reservas de agua potable en las cisternas de los cantineros. Lannes tomó un trago y lo escupió.

– ¡Esto no es agua sino tierra! Estamos como los marinos, Marbot, rodeados de agua que no se puede beber…

– Voy a buscaros agua buena, señor duque.

El mariscal había dejado a su criado en la isla para que vigilara su maletín de grupa. Marbot fue a pedirle una de sus mejores camisas y, con un bramante, le dio una forma de odre. Entonces fue a la orilla del río para sumergir aquella bolsa en el agua enfangada, tras lo cual la fijó a una rama baja por encima de la cantimplora. Así obtuvo una bebida filtrada y fresca que el mariscal bebió con alivio.

– Gracias -dijo Lannes-, gracias, capitán. ¿Por qué diantres no sois más que capitán? Me ocuparé de ello después de la victoria. ¿Qué haría sin vos, eh? Sin vos y sin Pouzet ya estaría muerto, ¿no es cierto? ¿Os acordáis de nuestro primer encuentro?

– Sí, señor duque, fue la víspera de la victoria de Friedland. Acababa de casarme.

– Os habían herido en Eylau…

– Es cierto, me clavaron una bayoneta en el brazo. Un proyectil me había perforado el sombrero.

– Servíais en casa de Augereau, quien os había confiado a mí, como de nuevo el año pasado…

– Me había reunido con vos en Bayona.

– Fuimos a España para dirigir el ejército del Ebro. Vos conocíais ya ese país, yo no… Burgos, Madrid, Tudela…

– Donde barrimos al enemigo al primer choque.

– Ah, sí… al primer choque… ¡Sucio país, de todos modos! Estuve a punto de perderos, Marbot.

– Lo recuerdo, señor duque. Una bala me rozó el corazón y se alojó en las costillas, una bala plana como una moneda, dentada como una rueda de reloj, con cruces grabadas como una hostia.

– Albuquerque ya estaba entre mis ayudantes de campo, ¿no es cierto? En fin, creo que lo hemos traído de España… ¿Por qué no está cerca de vos?

– No debe de andar lejos, señor duque.

Sí, Albuquerque estaba lejos, y Marbot lo sabía. Por la tarde un proyectil le había destrozado los riñones. Había muerto en el acto. Lannes hablaba con una voz imperceptible:

– Decidle a Albuquerque que avise a Bessiéres. Que haga combatir a sus coraceros. ¡Tenemos que librarnos a toda costa de este torno que nos atenaza!

– Así se hará.

Lannes movió todavía los labios sin que salieran de ellos más palabras, y entonces cerró los párpados y su mejilla cayó contra el manto que le servía de almohada. Marbot se azaró.

– ¿Ya está? ¿Ha muerto?

– No, no, mi capitán -le tranquilizó un ayudante de cirujano a quien Larrey había encargado que cuidara del mariscal-. Duerme.

No lejos de allí, en los alrededores de la tienda imperial, Lejeune evaluaba los nuevos peligros de aquella noche. Temía dos cosas, que las aguas del Danubio en crecida inundaran la isla, y que a los austriacos se les antojara de repente bombardearla desde la ribera al otro lado de Aspern. Mostró su inquietud a Périgord, quien era más incrédulo y confiado:

– He examinado la corteza de los sauces y los arces, Edmond, y os aseguro que presentan las marcas de una inundación anterior.

– ¿Ahora os las dais de jardinero, mi querido amigo?

– ¡Hablo en serio! Todas las islas son inundables. -Menos la isla de la Cité, en París.

– ¡Basta de bromas! Deseo que tengáis razón, pero percibo un posible riesgo.

– ¿Se ahogarían nuestros heridos?

– Y la retirada estaría comprometida. Todos nos quedaríamos aquí. Por otro lado, si el archiduque Carlos…

– Vuestros cañones austríacos no me impresionan, LouisFrançois. ¿Estáis ciego? ¿Y sordo por añadidura? Si el archiduque lo hubiera querido, podría habernos arrojado al Danubio, pero ha interrumpido la batalla al mismo tiempo que nosotros.

– En su lugar, el emperador no habría vacilado. -Pero él vacila.

Berthier había pensado como Le jeune. Había prohibido toda luz en la isla y ordenado que encendieran fogatas de vivaque en la pequeña planicie entre los pueblos, a fin de simular el establecimiento del ejército y garantizar su huida. El emperador había aprobado la medida. Así pues, Lejeune y Périgord se paseaban en medio de la oscuridad total, con las manos extendidas para no tropezar con un tronco. De repente, Lejeune notó una cara fofa en el extremo de los dedos, y un hombre le dijo con un acento muy italiano:

– ¿Habéis terminado de manosearme el mentón?

– Que Vuestra Majestad me perdone…

– Coglióne! ¡Estáis perdonado, pero guiadme a la ribera!

El viento agitaba las hojas, los olmos y los sauces se balanceaban. Se oían los suspiros y estertores de millares de heridos que se amontonaban sobre los taludes o incluso en el césped. Lejeune y Périgord precedieron al grupo formado por el emperador, Berthier y los oficiales de la Casa.

– La barca está preparada, Síre -dijo Berthier, sujetando el hombro de Caulaincourt que le precedía tanteando el terreno con las puntas de sus botas de caballería.

– Perfetto!

– He elegido personalmente catorce remeros, dos pilotos, nadadores…

– ¿Nadadores? Perché?

– Si la barca zozobra, Síre…

– ¡No volcará!

– No volcará, de acuerdo, pero hay que prevenirlo todo, incluso lo peor.

– ¡Detesto lo peor, Berthier, pedazo de burro!

– Sí, Sire.

Napoleón y su comitiva avanzaron en fila y, sin caer ni tropezar con nada, llegaron a la ribera azotada por el viento donde aguardaba la barca. El emperador se sacó un reloj del bolsillo del chaleco y lo consultó.

– Las once…

La luna nueva permitía distinguir vagamente el río, pero el fragor de las aguas dificultaba mucho la conversación. Las olas rompían en las pendientes de la isla y proyectaban una lluvia de gotículas. El agua remolineaba con fuerza, el viento silbaba.

– ¡Berthier! -gritó el emperador-, ¡voy a dictaros la orden de retirada!

– ¡Lejeune! -vociferó Berthier.

Périgord había conseguido encender una antorcha, poniéndose al abrigo en el monte bajo. A la luz amarillenta y trémula, Lejeune se puso el portapliegos a modo de pupitre sobre las ro dillas dobladas y, con el papel y la pluma entintada que le había tendido el secretario ambulante, tomó nota improvisando, pues el estruendo del ruido y el viento le impedía entenderlo todo. Indicó que Masséna y Bessiéres debían retirarse a medianoche a la isla Lobau con el conjunto de sus tropas. Una vez la totalidad del ejército se encontrara en aquel refugio, sería conveniente destruir el puente pequeño, llevándose en carromatos los pontones y los caballetes que servirían para reparar el puente principal. Cuando Lejeune hubo terminado, Berthier puso su firma en el documento, que hicieron secar arrojándole un puñado de arena. Entonces Napoleón bajó a la orilla, hasta la gran barca que manejaban unos muchachos fornidos, los cuales le ayudaron a embarcar cogiéndole por las axilas. Périgord entregó su antorcha a uno de los barqueros. Berthier, Lejeune y los que quedaban vieron que el emperador se alejaba de la isla, distinguieron por un momento su rostro sin expresión y su levita agitada por el viento. En cuanto se adentraron un poco en el río la borrasca apagó la antorcha y el emperador desapareció en la negrura absoluta, como si se lo hubiera tragado el Danubio.

Lejeune debía llevar a Masséna la orden de repliegue que le había dictado el emperador, pero ya no tenía montura. Su yegua se había torcido una pata durante la última galopada, y como su ordenanza estaba de plantón en la orilla derecha desde su regreso de Viena, se había resignado a confiársela al criado de Périgord, el cual desconocía por completo los cuidados que requería el animal. El tiempo apremiaba. El coronel divisó a un zapador que llevaba por la brida el caballo de un húsar húngaro.

– Necesito este animal.

– No es mío sino de mi teniente.

– ¡Lo tomo prestado!

– No sé si mi teniente estará de acuerdo…

– ¿Dónde está?

– En el puente grande que ahora reparan.

– ¡No hay tiempo! Y además, este caballo ha sido robado.

– Eso no, es un botín de guerra.

– Lo devolveré antes de una hora.

– No puedo cargar con la responsabilidad…

– Si no te lo devuelvo, lo pagaré.

– ¿Quién me lo asegura?

Exasperado por aquel zapador embrutecido, Lejeune le pasó ante los ojos la carta que había firmado el mayor general e iba dirigida a Masséna. El otro se quedó atónito y soltó las riendas. Antes de que cambiara de parecer, Lejeune saltó a la silla roja con franjas doradas y guarnecida de piel y, orientándose a ojo de buen cubero, avanzó en sentido contrario al flujo de heridos que seguían pasando a la isla. Cuanto más se aproximaba al puente pequeño y más atestado estaba el camino, tanto más Lejeune hacía avanzar a su caballo entre aquella multitud, y no vacilaba en derribar fusileros con la cabeza vendada, mancos, inválidos, cojos que le amenazaban con el puño o le golpeaban las botas. El jaleo en el puente pequeño era trágico. Los fugitivos formaban una muchedumbre compacta y lenta.