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– ¡Paso! ¡Paso! -vociferaba el coronel.

La masa humana le desbordaba, le hacía retroceder, pero él insistía, apartaba a los lisiados del cuello de su montura, e incluso alzó la fusta, aunque no se decidió a descargarla sobre los super vivientes de la batalla, los cuales alzaban unos ojos amenazantes o inexpresivos.

– ¡Orden del emperador!

– Orden del emperador -repitió rechinando los dientes un sargento de dragones, y tendió el muñón de su brazo izquierdo envuelto en un paño.

Lejeune llegó al final de esta pugna interminable y, en la orilla izquierda, se internó en el campo completamente a oscuras por encima del talud. Corría de un fuego a otro en la dirección de Aspern, donde Masséna debía acampar, pero ¿cómo estar seguro de ello? Aquí estaban los bloques sombríos de las primeras casas, y allá una calleja, pero el caballo no pudo entrar porque se lo impedían los muros derrumbados. Siguió hasta la próxima callejuela para salir a la plaza de la iglesia, atisbó a un centinela que encendía su pipa y se encaminó directamente a él para informarse. El centinela le había oído aproximarse. Antes de que el coronel hubiera dicho una palabra, le interrogó:

– Wer da?

Era un austríaco que le preguntaba «¿Quién vive?». En vez de huir y ocultarse en la oscuridad de la noche, lo que le habría valido un disparo de fusil, Lejeune tuvo buenos reflejos y respondió en la misma lengua que era un oficial del estado mayor:

– Stabsofzier!

Otro hombre salió de la callejuela, un comandante del regimiento de Hiller, el cual le preguntó la hora en alemán. Sin perder tiempo en sacar el reloj, Lejeune afirmó que era medianoche: -Mítternacht…

El centinela había apoyado el fusil contra un muro bajo. Cuando el comandante se encaminó hacia él, Lejeune volvió grupas y se salvó atravesando un bosquecillo. Oyó el silbido de las balas. Vagó sin rumbo al trote corto por un camino encajonado, el oído atento, cruzó vivaques con las fogatas encendidas pero abandonados y se internó en un bosque que le llevaba hacia el brazo muerto del Danubio. Pasaba entre dos árboles cuando un hombre cogió el caballo por el bocado y otro le tiró del brazo para hacerle caer de la silla. No llevaban chacós, pero a juzgar por sus uniformes desparejos y sus tahalíes, Lejeune creyó reconocer a los tiradores franceses, y gritó:

– ¡Coronel Lejeune, al servicio del emperador! Los dos tiradores le pidieron disculpas.

– No podíamos adivinar…

– Tenéis un caballo húngaro, así que, en fin, nos dijimos que era un buen botín.

– ¿Dónde está el mariscal Masséna?

– No sabemos mucho.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Que se le ha visto aún no hace una hora con nuestro general.

– ¿Quién es?

– Molitor.

– ¿Y dónde los habéis visto?

– Por allá, en el lindero de este bosque donde estamos.

– ¿Estáis de patrulla?

– Algo de eso hay.

– No os acerquéis demasiado al pueblo, los austríacos se están instalando.

– Lo sabemos. -¡Gracias!

Lejeune se adentró más en el monte bajo, y poco le faltó para que le hiriesen otras patrullas a causa de su caballo húngaro. Por fin un suboficial le acompañó al campamento provisional de Masséna, junto a un cañaveral que bordeaba el terreno pantanoso por donde no vendría de improviso ningún enemigo. Las numerosas antorchas y fogatas anunciaban un vivaque importante, y bajo sus trémulos resplandores Lejeune adivinó la delgada silueta de Sainte-Croix, rodeado de oficiales envueltos en sus mantos. Finalizaba el trayecto a pie cuando tropezó con un cuerpo extendido que se puso a chillar:

– ¡Eh! ¿Quién me pisa las piernas?

Masséna había dormitado una o dos horas mientras aguardaba la orden de repliegue. Se levantó, se sacudió la ropa, despotricó contra el tiempo húmedo y frío y, a la luz de la antorcha que sostenía un tirador soñoliento, leyó el mensaje del emperador. Lo dobló, se lo metió en un bolsillo de su largo manto, se ajustó el bicornio, dio las gracias a Lejeune y partió sin apresurarse hacia el grupo que charlaba cerca de las fogatas.

Fayolle había seguido hasta Essling el carricoche y su carga de corazas. Los fusileros de la joven Guardia batían el eslabón para encender fuegos de tablas y ramas, a medida que se instalaban, pero guardaban el arma en el portafusil y tenían las mochilas sujetas a la espalda. Había cadáveres hasta en los más pequeños recovecos, amontonados en confusión, ulanos, tiradores, austríacos, franceses, húngaros, bávaros, despojados de las botas y los uniformes, desnudos, destrozados, horribles. Algunos estaban medio quemados.

Fayolle se sentó en un banco en el jardincillo deteriorado de una casa baja, al lado de un húsar que tenía los ojos cerrados pero no roncaba. Los envoltorios de cartucho revoloteaban sobre la hierba.

– ¿Sabes dónde hay pólvora?

El húsar no respondió nada. Fayolle le sacudió el hombro, pero el jinete se desplomó: estaba muerto, y si aún vestía el uniforme era porque le habían creído dormido. Fayolle le registró, sacó la pólvora y las balas del talego que llevaba en bandolera y contempló las botas elegantes y flexibles. La batalla había terminado, pero el coracero sonrió pensando que por fin había encontrado unas botas de su talla. Descalzó al muerto, se quitó las alpargatas y se puso las botas. Entonces fue a acuclillarse cerca de la hoguera más cercana, donde ardían sillas y ramas. Tendió las manos, apreciando el calor. Oyó que le llamaban a sus espaldas:

– ¡Tú, el de ahí abajo!

Al volverse se encontró con la mirada suspicaz de un granadero de la Guardia, las manos en jarras, perfecto con sus polainas blancas.

– ¿Eres francés? ¿De dónde sales? ¿De qué regimiento? ¿No son de húsar esas botas que llevas?

– ¿No puedes callarte, bocazas de mierda?

– ¿Eres desertor?

– ¡Imbécil! Si hubiera desertado estaría lejos de aquí.

– Tienes razón. ¿Y bien?

– Coracero Fayolle. Las balas de cañón han destrozado a mi escuadrón. Me he caído del caballo, me he dado un porrazo y me he despertado cuando los carroñeros de las ambulancias me despojaban.

– No hay que quedarse en estos parajes. Levantamos el campamento.

– No te preocupes por mi salud, ¿quieres?

Unos jinetes en fila de a cuatro avanzaron al paso entre las llamaradas de la plaza. Tras ellos desfilaron en desorden unos batallones que se perdieron a su vez en la calle principal. El ejército abandonaba Essling. El granadero se encogió de hombros, escupió al suelo y dejó a Fayolle después de añadir que le había advertido. Fayolle fue a sentarse de nuevo cerca de una fogata. Se sacó del cinto la pistola del capitán Saint-Didier y la limpió, pues la pólvora estaba mojada, la cargó con la pólvora nueva del húsar e introdujo la bala. Con el arma en la mano, se levantó, orgulloso de sus botas nuevas, y salió a la calle ancha bajo los olmos. La mayor parte de las casas estaban destruidas o amenazaban con derrumbarse, el tejado abierto por los obuses. Algunas que se habían incendiado humeaban todavía. La casa de la campesina en la que había entrado la antevíspera con el difunto Pacotte apenas se mantenía en pie. Todo un lienzo de pared que daba al jardín se había venido abajo. Fayolle quiso entrar, pero tenía necesidad de una antorcha y volvió sobre sus pasos, cogió un palo y lo encendió en uno de los vivaques abandonados. Esta iluminación era deficiente, pero lo mismo le daba. Con esa antorcha penetró en la casa por la brecha abierta en el muro. La escalera parecía intacta, y se arriesgó a subir. Avanzó en la penumbra del piso como si hubiera vivido allí durante mucho tiempo, y empujó la puerta del fondo. Vio la forma de un cuerpo sobre el colchón. El corazón le golpeaba en el pecho como un tambor de la Guardia. Se inclinó con la antorcha y contempló el cuerpo, sin duda el de un tirador, desnudo e identificable por las patillas. ¿Y si la campesina de la otra noche jamás hubiera existido? Dejó la antorcha sobre la cama, que se incendió, y entonces se apoyó en la sien el cañón de la pistola del capitán Saint-Didier y se saltó la tapa de los sesos.

Tras haber dejado atrás un último bosquecillo de sauces, el carromato de las armaduras se detuvo en la alta hierba. Paradis y sus colegas descubrieron de golpe el espectáculo de la retirada. Por debajo, en la pradera que descendía hacia la entrada del puente pequeño y que un espeso bosque ocultaba desde los pueblos y la gran planicie, humeaban centenares de hachones. En un montículo, ante sus oficiales personales, Masséna dirigía la evacuación, señalando con la fusta, como si fuese la puesta en escena de una ópera. El orden de los regimientos alineados sucedía a la confusión de los heridos. Los hombres iban andrajosos, hedían, estaban sucios y piojosos, hambrientos, casi barbudos, pero satisfechos de vivir y sin haber perdido brazos y piernas, con ojos para acordarse y bocas para contar. Se percataban de la suerte que habían tenido, y algunos oficiales sostenían un rosario. Sonreían, fatigados; la batalla había terminado. Los cascos de la caballería de Oudinot resonaban en las tablas del puente restaurado, y les siguieron los restos de la división Saint-Hilarle, los tiradores de Molitor, con sus penachos verdes y amarillos, encabezados por un sargento, el cual había enganchado su banderín a la boca del fusil y lo alzaba como una bandera. Ciertamente, los colores apenas se distinguían, pero Vincent Paradis juró que los veía, por lo acostumbrado que estaba a verlos. El general Molitor fue a saludar a Masséna, el cual se quitó el sombrero empenachado y avanzó a continuación de los dos mil soldados que le habían quedado. Detrás se dispusieron otros tiradores, fusileros, cazadores a pie reagrupados por Carra-Saint-Cyr y Legrand. Este último, un hércules, lucía su enorme bicornio con el borde cortado en forma de media luna por un proyectil. No se oía un murmullo, sólo el sonido metálico del armamento. Los zapatones golpearon el suelo y luego el piso de madera, y los batallones desaparecieron uno tras otro bajo los árboles negros de la isla Lobau.

– ¡Avanzad, pillastres!

– ¡Pillastre tu padre!

Un tren de artillería llegó al lugar donde estaban los servidores de la ambulancia. Los caballos de tiro babeaban mientras remolcaban grandes cañones que se bamboleaban en los baches. Un artillero a caballo, con su interminable penacho de plumas rojas en el chacó, el mostacho erizado como un escobillón, se desgañitaba para dirigir su convoy. Los conductores con guerreras azul celeste, pero sucias de pólvora, azotaban las grupas de los animales asustados.