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XIII

Es verdad, ha brotado.

Apenas me tomo el tiempo de comer una tajada de jamón, con la Menou que protesta al cortármela porque he dado mi parte a Marcel, y ya Peyssou nos lleva a grandes zancadas al campo de los Rhunes, a Colin, Jacquet y a mí y desde luego a Evelina, que no me deja. Vamos con los fusiles al hombro. No porque no temamos más a La Roque vamos a aflojar las medidas de seguridad.

Desde lejos, como se baja por un camino pedregoso del antiguo torrente, no se ve nada más que un cultivo. Un buen cultivo de tierra negra que ha perdido ese aspecto polvoriento y muerto que tenía antes de la llegada de la lluvia. Y hay que acercarse verdaderamente bien cerca para distinguir los brotes. ¡Ah, son pequeños, muy pequeños! Apenas unos milímetros. ¡Pero hasta estas minúsculas puntitas de verde tierno que salen de la tierra son como para llorar de alegría! Es verdad que a este pedazo lo hemos trabajado mucho y que no hemos plantado basura tampoco. Pero cuando uno piensa que la lluvia ha vuelto hace cuatro días y el sol, apenas hace tres días y que la semilla, en tan poco tiempo, ha germinado y aparecido, uno se queda estupefacto de la rapidez de su crecimiento. Palpo la gleba con el dorso de la mano. Está tibia como un cuerpo humano. Casi siento en ella la palpitación de la sangre.

– Ella está salvada, ahora -dice Peyssou con un aire jubiloso.

Ese "ella", supongo, designa a la tierra, o la parcela de los Rhunes. O la cosecha.

– Y sí -dice Colin-, crece, no se puede decir lo contrario, pero… Claro que va a tardar en convertirse en hierba.

– En quince días ya será hierba -dice Peyssou con autoridad.

– Bueno, admitámoslo, pero mira un poco lo tardío de la estación. No sé si llegará a madurar este trigo.

Estas palabras hacen el efecto de un sacrilegio a Peyssou.

– No desvaríes, Colin -dice con severidad-. Un trigo que brote tan pronto es porque tiene la voluntad de resarcirse.

– A condición que… -dice Jacquet. Peyssou da vuelta hacia él su amplia facha marcada por la intolerancia.

– ¿A condición que qué?

– Que al sol le dé por continuar -dice el siervo con audacia.

– Y la lluvia -dice Colin.

Este escepticismo irrita a Peyssou y encoge sus anchos hombros.

– Lo menos que se puede pedir es un poco de sol y de lluvia, después de todo lo que hemos pasado. -Y levantando su tosca cabeza, mira el cielo, como para tomarlo de testigo de la modestia de sus pedidos.

De pie ante el campo de los Rhunes con mis compañeros, con la manito de Evelina en mi mano, lo que siento es el mismo sentimiento, vago pero potente, de gratitud que ya tuve cuando la lluvia empezó a caer. Sé muy bien que me van a decir que mi gratitud postula la presencia, detrás del universo, de una fuerza benevolente. Sí, pero entonces, muy diluida. Por ejemplo, si no temiera el ridículo, me arrodillaría en el campo de Rhunes y diría: gracias, tierra tibia. Gracias, caliente sol. Gracias, brotes verdes. De ahí a simbolizar a la tierra y a los brotes por bellas chicas desnudas, como los antiguos, no hay más que un paso. Tengo miedo de no ser un abate de Malevil muy ortodoxo.

Después de nosotros, todo Malevil va a desfilar por los Rhunes para admirar el trigo, hasta Thomas y Cati, con las manos unidas. A estos dos hay que evitar ponerse en su camino, porque se tropezarían con uno sin verlo. Desde nuestra llegada, Thomas hace los honores de la casa y eso toma mucho tiempo porque el castillo es grande, los rincones numerosos y numerosas también las razones de retardarse.

A la tarde estoy desensillando a Malabar y Evelina está en el box conmigo. Está adosada al tabique, sus rubios cabellos lacios en su cara, las ojeras bajo sus ojos azules todavía más profundos, parece delgada y cansada y tose sin cesar, con una tosecita que es sobre todo un carraspeo de garganta y que me inquieta, porque Cati, de nuevo por un momento en la tierra, me ha prevenido hace unos minutos que esto presagia un ataque de asma.

Thomas aparece, rojo y apurado.

– ¿Cómo -digo- sin Cati?

– Ya lo ves -dice con torpeza. Y se calla. Salgo del box, llevando la montura al galpón, y Thomas me sigue sin decir palabra-. Vamos, vamos, una embajada.

Y una embajada difícil, ya que está solo. Es ella la que lo ha mandado, seguro.

Cierro la puerta del box, me apoyo, y con las dos manos en los bolsillos me miro las botas.

– Está el asunto de la habitación -dice por fin Thomas con una voz sin timbre.

– ¿La habitación, qué habitación?

– La habitación para Cati y para mí, cuando estemos casados.

– ¿Quieres la mía? -digo, medio en serio, medio en broma.

– Pero no -dice Thomas, con indignación- no te vamos a desposeer.

– ¿La de Miette, entonces?

– Pero no, no, Miette necesita su cuarto.

Bastante conque no la haya olvidado. Pero ha tomado sus distancias con Miette, lo noto en su tono. Conmigo también, en otro plano. Cómo ha cambiado, Thomas. Estoy feliz, apenado, celoso. Lo miro. Está torturado de inquietud. Entonces, hay que acabar con estas bromitas.

– Si te comprendo bien -digo con una sonrisa, y su cara se ilumina en seguida- querrás el cuarto del segundo, al lado del mío. ¿No es eso?

– Sí.

– Y querrás también que le pida a los compañeros que se las tomen de ahí y que se instalen a título permanente en el segundo piso del castillete de entrada.

Una tosecita.

– Sí, en fin que se las tomen, no es la frase que yo hubiera empleado.

Me río de esa pequeña hipocresía.

– Bueno. Voy a ver lo que puedo hacer. ¿Tu embajada ha terminado? -digo con buen humor-. ¿No tienes nada más que pedirme?

– No.

– ¿Por qué Cati no está contigo?

– La intimidas, te encuentra frío.

– ¿Con ella?

– Sí.

– ¡No puedo de todos modos hacerme el gracioso con tu futura esposa! Ya que de esposa se trata.

– Oh, yo no soy celoso -dice Thomas con una risita.

– Pero vean cómo está seguro de sí, este joven gallo.

– Lárgate. Voy a arreglar eso.

En efecto se larga y yo me encuentro no sé cómo con una manita tibia en la mía.

– ¿Te parece -dice Evelina levantando hacia mí una cara ansiosa- que mis pechos van a crecer como los de Cati o como los de Miette, que son todavía más grandes?

– No te preocupes, Evelina, crecerán.

– ¿Te parece? Es que soy tan delgada -dice con desesperación, poniendo su mano izquierda sobre el pecho-. Mira, soy chata como un chico.

– Eso no tiene nada que ver, que seas gorda o flaca, crecerán.

– ¿Estás seguro?

– Completamente seguro.

– Ah, bueno -dice con un suspiro que termina en tos.

En ese momento suena muy discretamente la campana del castillete de entrada. Me sobresalto. Estoy en la puerta en un abrir y cerrar de ojos, abro la mirilla algunos milímetros. Es Armand, sobre uno de los castrados de La Roque con la mirada sombría y el fusil en bandolera.

– Ah, eres tú, Armand -digo con voz amable-, vas a tener que esperar un poco, el tiempo de buscar la llave.

Pongo la mirilla en su lugar. La llave está por supuesto en la cerradura, pero quiero darme un poco de margen. Me alejo a paso rápido y le digo a Evelina:

– Ve a la casa a decirle a la Menou que traiga un vaso y una botella de vino aquí.

– ¿Me quiere llevar, Armand? -dice Evelina, pálida y tosiqueando.

– Pero no. Además, es muy simple. Si quiere llevarte, lo pasamos en seguida a cuchillo.

Me río, y ella se ríe también con una risa frágil, seguida de tos.

– Escucha, dirás a Thomas y a Cati que no se hagan ver y tú te quedas con ellos.

Se va y yo me voy al depósito, en la planta baja del torreón.

Están todos allí, menos Thomas, arreglando el material de Colin.

– Tenemos una visita: Armand. Quisiera a Peyssou y a Meyssonnier en el castillete de entrada, cada uno con un fusil. Pura precaución, no está en tren amenazador.

– Quisiera ver al animal -dice Colin.

– No, ni tú, ni Jacquet, ni Thomas, y tú sabes por qué.

Colin larga una carcajada. Es agradable verlo tan alegre. Su ratito de conversación con Inés Pimont le ha hecho bien.

Cuando cruzo el patio del segundo recinto veo a Thomas que sale de la casa como una ráfaga.

– Voy.

– ¿Cómo? -digo secamente-. Acabo de decir justamente que no vinieras.

– ¿Es mi mujer, no? -dice con los ojos centelleantes.

Preveo, por su aspecto, que no lo voy a hacer ceder.

– Vienes, con una condición: no abres la boca.

– Prometido.

– Diga lo que diga, no abras la boca.

– Ya he dicho que lo prometía.

Apuro el paso hasta el portal. Y allí agito un poco la llave en la cerradura antes de abrir. Ahí está Armand. Le estrecho la mano, la mano que lleva mi anillo en el meñique. Aquí está, con sus ojos claros, sus cejas blancas, su carota, sus botones y su uniforme paramilitar. A su lado, reconozco a mi lindo, mi pobre Faraón. Lo acaricio y le hablo. Digo pobre, porque es como para ser compadecido el tener en el lomo un jinete que le maltrate hasta ese punto la boca. Encuentro en mi bolsillo, a pesar de nuestras severas economías, un terrón de azúcar y sus labios golosos lo atrapan en seguida. Y como Momo llega con la Menou trayendo vasos y botellas, le confío a Faraón recomendándole que le saque el freno y le dé una ración de cebada. Prodigalidad que hace murmurar a la Menou.

Henos aquí sentados en la cocina del castillete, reunidos con Meyssonnier y Peyssou, bonachones y armados. En cuanto a Armand, tiene el vaso lleno en la mano, bastante incómodo, no por el vaso, desde luego, sino por lo que tiene que decirnos; yo ataco, decidido a tratar sin rodeos el asunto:

– Estoy muy contento de verte, Armand -digo trincando con él (no pienso terminar mi vaso, no bebo nunca a esa hora, pero dentro de un rato Momo estará encantado de tragarse las tres cuartas partes), justamente iba a mandarles un correo para tranquilizar a Marcel. Pobre Marcel, ha debido estar muy inquieto.

– ¿Entonces están aquí? -dice Armand, dudando entre la pregunta de cajón y el tono acusador.

– Pero claro, ¿dónde quieres que estén? ¡Ah, habían calculado muy bien el golpe! Las hemos encontrado en el cruce de la Rigoudie con las valijas. Y he aquí que la mayor me dice: Vengo a pasar quince días con la abuela. Ponte en mi lugar: no tuve el coraje de echarlas.

– No tenían derecho -dice Armand con enojo.

Es el momento de frenarlo un poco, aunque siempre con tono bonachón. Abro los brazos al cielo.