Изменить стиль страницы

En la mesa, esa noche, Evelina, siempre tosiendo, desposee a Thomas de su lugar a mi derecha. Él se corre un asiento, sin hacer comentarios, Cati se sienta a su derecha. Somos ahora, doce en la mesa, y los otros puestos siguen sin cambiar, salvo que Momo, no sé cómo, ha reemplazado a la Menou en la punta de la mesa, quedando ésta ahora sentada a la izquierda de Colin. Momo goza así de una situación estratégica envidiable. Cuando vuelva el invierno tendrá el fuego en la espalda. Y sobre todo tiene una buena vista de Cati, su vecina de izquierda, y de Miette, del otro lado de la mesa. Y las mira alternativamente, cebándose. No es del todo la misma mirada. Para Cati es una especie de sorpresa feliz, como un sultán que divisa en su harem una cara nueva. Para Miette, es adoración.

Cati, en todo caso, no parece estar incómoda con la proximidad de Momo. No detesta los homenajes. Encontrará más bien demasiado reservados a los compañeros de Thomas. Con Momo, está servida. Sus miradas acumulan la inocencia de un niño y la indecencia de un sátiro. Por otra parte su vecindad ya no es incómoda. Ahora que Miette lo lava, no ofende más el olfato. Aparte del hecho de que se mete en la boca enormes bocados y que se los empuja en seguida con los dedos, es muy presentable. Por otra parte, Cati interviene con energía. Se apodera de su plato, le corta el jamón en pedacitos, fragmenta también su parte de pan, y vuelve a poner el todo delante de él. Él la deja hacer, encantado. Cuando Cati ha terminado, adelantando su largo brazo simiesco le da dos o tres golpecitos en el hombro y dice: quelida , quelida . La Menou no interviene en ningún momento en esta escena.

En cuanto a la Menou, justamente, temía sus reacciones cuando traje a Evelina y a Cati a Malevil. Pero fueron muy moderadas. "Mi pobre Emanuel, otra vez más nos traes dos mocosas y dos yeguas". Dicho de otra manera, bocas inútiles. Pero la Menou teme menos el hambre ahora que el trigo de los Rhunes ha brotado. Y sobre todo con un casamiento en Malevil, está en las nubes. Siempre le gustaron los casamientos. Cuando había uno en Malejac, aun de gente que conocía poco, plantaba todo en Las Siete Hayas y corría en bicicleta a la iglesia. Esta vieja tonta, decía el tío, se ha ido de nuevo a llorar en forma. No se equivocaba. La Menou se apostaba ante el porche, no entraba, a causa de su pelea con el padre que le había rehusado la comunión a Momo, y en cuanto aparecía la joven pareja, sus lágrimas empezaban a fluir. En una mujer tan realista, esta reacción no ha dejado de sorprenderme siempre.

Momo está fascinado también por Evelina, pero Evelina no le hace ningún caso. No me saca los ojos de encima. Los encuentro sobre mí cuando doy vuelta la cabeza y también cuando no doy vuelta la cabeza, los siento. Tengo la impresión de que mi perfil derecho se va a poner a calentar a fuerza de ser mirado. Y cuando dejo mi tenedor y pongo mi mano derecha sobre la mesa, en seguida una patita se desliza bajo la mía.

Después de la comida, cuando me levanto y doy unos pasos por la gran sala para distenderme, Cati me alcanza.

– Quisiera hablarte.

– ¿Cómo, no te intimido más?

– Ya ves -dice sonriendo.

Salvo que sus ojos no tienen la misma dulzura animal: se parece mucho a su hermana. Para casarse, se ha despojado de sus oropeles chillones y se ha puesto un vestido azul marino de los más sencillos con un cuellito blanco. Está mucho mejor así. Se nota en su rostro un triunfo y una felicidad. Preferiría no ver más en él que la felicidad. Pero emite de todos modos rayos que bañan a cada uno con su calor.

Hay en eso una cierta generosidad, me parece. Oh, nada de común con Miette, que no es más que eso. Pero en fin, recuerdo que Cati ha cortado el jamón de Momo en la mesa y que varias veces se ha inclinado con inquietud del lado de Evelina que tosía.

– ¿Me encuentras siempre tan frío? -le digo rodeando su cuello con mi brazo y besándola en la mejilla.

– ¡Ay, ay, ay! -dice Peyssou-. ¡Desconfía, Thomas!

Risas. Cati me devuelve el beso, por otra parte a medias en la boca y se desprende sin ningún apuro, encantada, añadiendo mi cabellera a su cinturón. Yo por mi lado estoy bastante contento. El hecho de que no me acostaré jamás con Cati va a dar a nuestras relaciones una agradable libertad.

– Primeramente -dice-, gracias por la habitación.

– Es a los que te la han dado a quienes tienes que agradecer.

– Ya está hecho -dice Cati, con soltura-. Gracias a ti, Emanuel, por la gestión. Gracias sobre todo por recibirme en Malevil. En fin -dice con súbito embarazo- gracias por todo.

Veo que hace alusión a la pequeña disputa que Thomas le debe haber contado y sonrío.

– Quisiera decirte -prosigue bajando la voz- que Evelina seguramente va a tener un ataque esta noche. Ya hace dos días que tose.

– Y cuando tiene el ataque, ¿qué hay que hacer?

– No gran cosa. Te quedas con ella, la tranquilizas, si tienes agua de colonia, le pones en la frente y en el pecho.

Noto el tuteo. Veo en la cara de Cati que lo más difícil queda por decir. Decido ayudarla.

– ¿Y quieres que sea yo el que me ocupe de ella esta noche?

– Sí -dice aliviada-. Mi abuela, comprendes, se va a enloquecer, va a ponerse a dar vueltas, a cacarear sin parar, todo lo contrario de lo que hay que hacer.

Buena descripción de la Falvina. Le hago sí con la cabeza.

– ¿Entonces -sigue-, si Evelina tiene su crisis, mi abuela puede venir a buscarte?

Meneo la cabeza.

– No podrá. Durante la noche, la puerta del torreón está cerrada desde el interior.

– Y ¿no se puede, por una noche?…

Digo con tono severo:

– Categóricamente, no. Las consignas de seguridad no admiten excepciones.

Me mira, muy decepcionada.

– Hay una solución -digo-. Y es que instale a Evelina en mi cuarto, en el canapé dejado libre por Thomas.

– ¡Harías eso! -dice con alegría.

– ¿Por qué no?

– Solamente, te prevengo -dice Cati con honestidad-. Si la instalas en tu cuarto, después se acabó. No querrá irse más.

Me sonrío.

– No te inquietes. Algún día se las tomará.

Se sonríe también. Me doy perfecta cuenta que está inmensamente aliviada.

Evelina que, la noche de su llegada a Malevil, se acostó con la Falvina y Jacquet en el segundo piso de la casa, demuestra una alegría loca al saber que va a compartir mi pieza. Pero no tiene tiempo de disfrutarla. Apenas está acostada en el canapé, y Miette, que me ha ayudado a hacerle su cama, fuera de la pieza, cuando empieza el ataque. Evelina se ahoga. Su nariz se frunce, el sudor chorrea por su frente. Nunca he visto una persona sufrir un ataque de asma y lo que veo es terrorífico: un ser humano que no consigue respirar. Necesito algunos segundos para dominar mi emoción. Es lo primero que tengo que hacer porque Evelina me mira con ojos de angustia y tengo que reencontrar mi calma para calmarla. La siento de espaldas contra las almohadas, pero no se sostienen porque el canapé no tiene respaldo. La tomo en mis brazos y la llevo a mi cama. Es una amplia cama de dos plazas, heredada del tío, con un respaldo relleno donde la calzo. Evito mirarla. Al oírla luchar para recuperar su aliento, tengo la impresión que se va a asfixiar. El candelabro ilumina poco, pero la noche es clara y veo distintamente sus rasgos crispados. Voy a abrir la ventana de par en par y tomando de mi ropero el último frasco de agua de colonia, humedezco un guante de aseo y se lo paso por la frente y lo alto del pecho. Evelina no me mira más. Es incapaz de hablar.

Tiene los ojos fijos y la cabeza echada hacia atrás, las mejillas chorrean de traspiración, tose y jadea. Como sus cabellos parecen molestarle cayendo constantemente sobre su frente, voy a buscar al cajón de mi escritorio un pedazo de piolín y se los ato.

Es todo lo que tengo para cuidarla: un frasco de agua de colonia y un pedazo de piolín. No tengo un diccionario médico, mis conocimientos en ese dominio son nulos, y el Larousse en diez volúmenes del tío, me temo que no va a servirme de ninguna ayuda. Con dificultad, porque el candelabro ilumina poco, leo sin embargo el artículo sobre el asma. No encuentro más que nombres de remedios desaparecidos: belladona, atropina, novocaína. Evidentemente no me van a dar remedios caseros. Sin embargo es lo que me haría falta.

Miro a Evelina. Palpo nuestro desamparo, nuestra impotencia. Pienso también en lo que pasaría, si tuviera una nueva crisis de apendicitis, yo que he descuidado el hacerme operar cuando podía.

Me siento al lado de Evelina. Me echa entonces una mirada tan llena de angustia que se me cierra la garganta. Le hablo, le digo que se le va a pasar, y cuando sus ojos no están ya en los míos, la observo. Noto al cabo de un momento que tiene más dificultad en vaciar su pecho que en inspirar. No sé por qué me había imaginado lo contrario. Si comprendo bien, se asfixia por dos razones: porque no echa bastante rápido el aire viciado y porque no inspira bastante rápido el aire de nuevo. Pero el bloqueo parece actuar más en el sentido de la espiración que en el otro. Además de eso, está la tos. Tiene por fin, supongo, que expulsar lo que impide la respiración. Es una tos seca, que la sacude y la agota. Y no expulsa nada.

Mirando su pecho flaco hundirse y levantarse, se me ocurre una idea. ¿Y si la ayudo a respirar con procedimientos mecánicos? No acostándola de espaldas, sino como está, en una posición que le permita toser y de ser necesario, escupir. Me siento en la cama, me apoyo contra el respaldo, y levantándola en mis brazos, la coloco entre mis dos piernas de manera que me dé la espalda. Pongo, entonces, mis dos manos sobre la parte superior de sus brazos y acompaño su movimiento de espiración por un doble movimiento. Empujo sus hombros hacia adelante e inclino al mismo tiempo su tórax. Para la inspiración, hago a la inversa, llevo los hombros hacia atrás y tiro su busto hacia mí hasta que su espalda toca mi pecho.

No sé si lo que hago es útil. Ignoro si a un médico le parecerían ridículos mis esfuerzos. Pero debo de todos modos prestarle a Evelina un cierto consuelo, por lo menos moral, pues en un momento me dice con voz extenuada, apenas audible, "gracias, Emanuel".

Continúo. Se entrega en mis manos por completo, y al cabo de un momento, noto que a pesar de la extrema ligereza de su busto, lo encuentro más pesado de manejar. Supongo que con el cansancio, me he adormecido, pues me doy cuenta que el candelabro se ha apagado, por falta de aceite, sin que lo haya visto apagarse.

En medio de la noche, creo, pues he puesto mi reloj pulsera sobre el escritorio y perdido toda noción del tiempo, Evelina es sacudida por un prolongado acceso de tos y me pide mi pañuelo con voz indistinta. La oigo escupir largamente aclarándose la garganta. El acceso de tos vuelve varias veces y cada vez expectora. Después se abate sobre mi pecho, agotada, pero aliviada.