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Cuando abro de nuevo los ojos, es pleno día, el sol inunda la habitación y estoy tendido a través de la cama en una posición incómoda, Evelina, acostada entre mis brazos, está profundamente dormida. He debido deslizarme durante el sueño de la posición sentada a la posición acostada, bastante retorcida en que me encuentro. Cuando me levanto, tengo la cadera izquierda derrengada y un principio de tortícolis. Como Evelina está tan derrengada como yo, la coloco derecha y bien extendida en la cama y puedo hasta sacarle el piolín con que había atado sus cabellos, sin despertarla. Está ojerosa, con las mejillas hundidas, la tez blanca, y si no fuera por su respiración, parecería muerta.

A las once, la despierto, trayéndole desde la casa en una bandejita un bol de leche caliente y azucarada con una rebanada de hogaza enmantecada. Es todo un drama hacerle tragar cualquier cosa. Pero por fin, lo consigo casi del todo, haciendo alternar mimos y amenazas. La amenaza, pues el plural está de más, consiste en decirle que si no come, desde esta noche la reintegro a su cama en el segundo piso. Esto resulta para dos o tres bocados, y de golpe, con una vivacidad increíble, me devuelve el chantaje. Se rehúsa del todo a comer si no le prometo conservarla en mi cuarto. Al fin de cuentas, es una cuestión de concesiones mutuas. A cada trago de leche, gana un día. A cada bocado de pan con manteca, otro. Nos ponemos de acuerdo, después de muchas vueltas, sobre qué se entiende por trago y por bocado.

Cuando Evelina ha terminado su desayuno, le debo veintidós días de hospitalidad. Como tengo miedo de estar completamente desarmado en el futuro, me reservo el derecho de sacarle días si no come lo que le corresponde en la comida siguiente. Protesta:

– Vamos -me dice- gran vivo ¿y quién te impide ponerme montones y montones en mi plato?

Le prometo que no habrá trampa y que la ración de Evelina será fijada en razón de su edad por el consenso de los presentes. Evelina debe tener en su frágil cuerpecito reservas de vitalidad porque después de la noche que ha pasado, está vivaz y alegre durante toda esa escena. Sólo muestra un poco de lasitud al final. Hasta quiere levantarse, pero yo me niego. Va a dormir hasta el mediodía y al mediodía, vendré a buscarla. ¿Me prometes venir, Emanuel? Le prometo y mientras me dirijo hacia la puerta me sigue con la mirada, con su cabeza pálida pesando apenas sobre la almohada. Tiene unos ojos inmensos. Nada de cuerpo y casi nada de cara, puro ojos.

Cuando bajo, llevando el bol vacío en la bandeja, encuentro un grupito en el patio delante del torreón. Thomas, Peyssou, Colin, con las manos en los bolsillos, y Miette que parece esperarme. Y en efecto, apenas me ve, me toma la bandeja de las manos y da media vuelta para llevarla hasta la casa, no sin echarme al irse una mirada que me sorprende.

– Y bueno -dice Peyssou- quisiéramos decirte, Emanuel, que hemos terminado de arreglar los trastos de Colin. Y bueno, uno se aburre.

– ¿Y Meyssonnier?

– Meyssonnier -dice Peyssou- está servido. Está por hacer el arco que le has encargado. Jacquet y el Momo cuidan los animales. ¿Y nosotros, entonces, qué hacemos? De todos modos no vamos a pasarnos el tiempo mirando cómo crece el trigo.

– Fíjate -dice Colin con su sonrisa en góndola- que se le podría decir a las mujeres que se quedan acostadas por la mañana, y llevarles el desayuno a la cama.

Risas.

– Colin -digo- ¿quieres que te dé una patada?

– De todos modos es cierto -empalma Thomas-, es deprimente no hacer nada.

Lo miro. Deprimido no está. Yo diría que más bien tiene sueño. Y no tantas ganas de trabajar, por lo menos esta mañana. Si está allí, participando del coro de los desocupados, aunque tenga el vivo deseo de estar en otro lado, es más bien porque no quiere aparecer como demasiado prendido a las polleras de su mujer.

Yo prosigo:

– Hacen bien en decírmelo, tengo todo un programa en reserva. Primero: lecciones de equitación para todo el mundo. Segundo: lecciones de tiro. Tercero: subir la muralla del castillete de entrada, que no está fuera del alcance de una escalera.

– ¿Lecciones de tiro? -dice Colin-. Vamos a desperdiciar metralla, no tenemos tanta.

– Nada de eso. ¿Te acuerdas de la pequeña carabina de tiro que el tío me había dado? La he encontrado en el desván, con balas en cantidad. Lo suficiente para el entrenamiento.

Peyssou se inquieta más bien por las murallas. Su padre era albañil, él mismo trabajaba muy bien, y en cuanto a las murallas no dice que no. Máxime que cemento hay, traído con el botín de El Estanque. Y la arena, no es eso lo que falta, piedras tampoco. Yo lo había pensado. Pero de todos modos…

– De todos modos -dice- no habría que arruinar la vista, si las elevas suprimes las almenas. No va a quedar bien sin almenas. A la vista les va a faltar algo.

– Ya encontrarás alguna manera -le digo-. Seguramente hay una manera de conciliar el golpe de vista con la seguridad.

Hace una mueca de duda y cabecea con aire austero. Pero conozco muy bien a Peyssou, está encantado. Va a pensar día y noche en la elevación. Va a hacer dibujos. Va a crear. Y cuando la cosa esté hecha, cada vez que, al volver del campo, se acerque al castillete de entrada, pensará sin decírselo nunca a nadie: Soy yo, Peyssou quien ha hecho esto.

– Thomas -digo- ve a mostrarles cómo se ensilla. Toma las tres yeguas, no Lindo Amor. Yo los alcanzo en La Maternidad.

Entro en la casa y en el fondo de la gran sala veo a las cuatro mujeres muy atareadas, las dos meninas y las dos jóvenes. La familia Falvina detenta ahora una neta mayoría: tres contra una. Pero la Menou es de talla como para defenderse. Cuando abro la puerta acaba de insultar a la Falvina. Las dos jóvenes se callan, una porque es muda, la otra porque es prudente.

– ¿Miette, puedes venir un instante?

Miette acude. La saco afuera y cierro la puerta detrás de mí. Con la pollerita de lana remendada y la blusa gastada de mangas cortas -pero todo esto muy limpio- y los pies descalzos. Acaba de lavar las baldosas de la casa y no ha tenido tiempo de calzarse. Miro sus pies desnudos sobre el empedrado del patio, luego su magnífica melena negra y por fin sus ojos los que, por su dulzura, se parecen tanto a los de los caballos. Luego vuelvo a mirar sus pies. No sé por qué me conmueven, aunque en sí no tienen nada de conmovedores: son largos y sólidos. Más bien es porque, estando desnudos, completan el cuadro de niña salvaje que Miette me representa esta mañana. Me digo que es la Eva de la edad de piedra que vuelve hacia mí desde el fondo de los tiempos. Idea idiota. Sobreestimación sexual, como diría Thomas. ¡Como si en este momento, no actuara él también con sobreestimación!

– ¿Miette, estás enojada?

Sacude la cabeza. No está enojada.

– ¿Qué tienes?

Nueva negación. No tiene nada.

– Vamos, Miette, me has mirado de una manera muy rara, recién.

Está delante de mí, dócil y cerrada.

– ¡Vamos Miette, hablame, dime lo que no anda bien!

Sus ojos fijos en mí con dulzura, están cargados, me parece, de un ligero reproche.

– Pero, explícate, caramba, ¿Miette, qué pasa?

Me mira, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Ni un gesto ni una mímica. Está dos veces muda.

– Miette, deberías decirme si hay algo que no anda, tú sabes que yo te quiero mucho.

Cabecea gravemente. Lo sabe.

– ¿Entonces?

Impasibilidad.

– ¿Miette?

La tomo por los dos hombros, me acerco a ella y la beso en la mejilla. Entonces de golpe, echa sus brazos alrededor de mí, me aprieta muy fuerte, pero sin besarme y desprendiéndose en seguida, me deja y entra corriendo a la casa.

La escena se ha terminado tan rápido que me quedo algunos segundos con los ojos fijos en la pesada puerta de roble que no se ha tomado el tiempo de cerrar detrás de sí.

Cuando pienso en los dos meses que siguieron a esa mañana, lo que sobre todo me llama la atención es la lentitud conque han pasado. No es por cierto por falta de actividad. Tiro, equitación, elevación de la muralla del primer recinto (servimos todos de mediacucharas al gran Peyssou) y para mí, además, clases de gimnasia a Evelina, y también lecciones de ortografía y cálculo.

Estamos muy ocupados y sin embargo, nada nos apura. Disponemos de amplios descansos. El ritmo de vida es lento. Cosa extraña, aunque las jornadas tengan el mismo número de horas, nos parecen infinitamente más largas. En el fondo, todas esas máquinas que se suponía eran para facilitar nuestras tareas, autos, teléfono, tractor, cortadoras, trituradora de granos, sierra circular, las facilitaban, es cierto. Pero tenían también por efecto acelerar el tiempo. Se quería hacer demasiadas cosas demasiado rápido. Las máquinas estaban siempre en los talones, apurándonos.

Por ejemplo, antes, para ir a La Roque para anunciar a Fulbert que Cati y Thomas se habían casado -suponiendo que no haya querido hacerlo por teléfono- habría necesitado nueve minutos y medio en auto, y eso a causa de las numerosas vueltas. Fui a caballo con Colin que quiso acompañarme, sin ninguna duda para volver a ver a Inés, y hemos necesitado una buena hora. Y ahí, con mi mensaje entregado a Fabrelâtre, ya que Fulbert no se había levantado, no era cuestión de salir en seguida, después de sus quince kilómetros de carretera, los caballos tenían necesidad de un poco de descanso. Además, a la vuelta, para no infligirles demasiado macadam, he tomado el atajo del bosque que, debido a la cantidad de troncos de árboles que lo obstruían, nos ha retardado mucho. Resumiendo: habiendo salido a la mañana temprano, volvimos a mediodía, cansados pero bastante contentos, Colin de haber hablado con Inés y yo de haber visto brotes verdes, aquí y allá, emerger del suelo y hasta en los árboles que parecían muertos.

Compruebo que nuestros movimientos son también más lentos. Se han adaptado a nuestro ritmo de vida. Uno no se baja del caballo como se sale de un auto. No es cuestión de golpear la puerta y subir la escalera de cuatro en cuatro para atender el teléfono que está sonando. Yo desmonto desde la entrada, llevo a Amaranta al paso hasta su box, la desensillo, la arreglo con cuidado y espero que esté bien seca para permitirle que beba. En todo, una buena media hora.

Es posible que habiendo desaparecido la medicina, la vida sea más breve. Pero si uno vive más lentamente, si los días y los años ya no pasan delante de la nariz a una velocidad pavorosa, si uno por fin tiene tiempo de vivir, me pregunto qué es lo que se ha perdido.

Hasta las relaciones con la gente se han enriquecido considerablemente debido a la lentitud de nuestra vida. ¡Y cómo entonces, si comparo! Germán, mi pobre Germán, que murió delante de nuestros ojos el día del acontecimiento, a pesar de haber sido mi colaborador más cercano durante años, por así decir, no lo he conocido, o lo que es peor, lo he conocido justo lo necesario para utilizarlo. Horrible, esa palabra "utilizar", cuando se trata de un hombre. Pero así es, yo era como todo el mundo, estaba apurado. Siempre el teléfono, el correo, el auto, las ventas anuales de caballos de silla en las grandes ciudades, la contabilidad, los papelotes, el inspector de impuestos… Viviendo a un tal ritmo, las relaciones humanas desaparecen.