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Fue el delirio. Los aplausos sobrepasaron en intensidad incluso diría en violencia consentida a los que habían saludado mi primer número. En parte porque veían a Armand temporariamente neutralizado, en parte también porque el entusiasmo deportivo les proporcionaba una cómoda coartada, los larroqueses se largaron corriendo escaleras abajo, invadieron la explanada y me rodearon aclamándome. Fulbert se quedó solo en la terraza flanqueado por Gazel y Fabrelâtre, pequeño grupo ridículo y solitario. Armand estaba sobre el terraplén, pero muy ocupado con los dos animales a los que el brusco movimiento hacia adelante de la multitud había enloquecido y luchando con ellos me daba la espalda. Enardecidos por su desconcierto, los larroqueses, no contentos con aplaudirme se pusieron a corear mi nombre como si me plebiscitaran. Incluso algunos, cuidando de no ser vistos por Fulbert, inmóvil y mudo en la terraza, pero con los ojos atentos y llenos de relámpagos, gritaron con intención: "¡Gracias por la distribución, Emanuel!"

La situación tenía algo de furtiva insurrección que me sorprendió. Se me ocurrió la idea de aprovechar tal oportunidad para voltear al momento el poder de Fulbert, pero Armand estaba armado. Para montar, había confiado mi fusil a Colin, quien estaba muy ocupado en conversar con Inés Pimont. Thomas estaba perdido en sus pensamientos. Yo no veía por ninguna parte a Jacquet. También creía, siempre creo que esa clase de asuntos no se improvisa. Me desprendí de la multitud dirigiéndome hacia Fulbert.

Entonces bajó a mi encuentro por la escalera de la terraza; Gazel y Fabrelâtre detrás de él, con la mirada vacía e imperiosa fija no en mí sino en los larroqueses que me rodeaban y me aclamaban un segundo antes y que ahora, al acercarse él, se callaban y se apartaban. Me dirigió unas frías felicitaciones, sin mirarme, con la vista demasiado ocupada en recorrer aquí y allá entre los larroqueses para volver a su rebaño al buen camino. A pesar de todo lo odioso que me resultaba, admiré, debo decirlo, su calma y su ascendiente. Me escoltó en silencio hasta la puerta del castillo, pero no más lejos. Parecería que le repugnara, yendo más allá, encontrarse una vez que me fuera yo, solo en medio de sus feligreses. Al despedirse, su unción había desaparecido. No se prodigó en palabras amables ni me invitó a devolverle la visita. Una vez afuera el último de los larroqueses y los caballos traídos por Colin, el portón verde se cerró detrás de él, de Gazel, de Fabrelâtre y de Armand. Saqué en conclusión que iba a celebrarse de inmediato un consejo parroquial para encarar con urgencia la recuperación de sus ovejas.

Jacquet nos había precedido y nos esperaba con la carreta y Malabar fuera del pueblo, temiendo la agitación del padrillo en presencia de las dos yeguas en la estrecha calle y en medio de la multitud. En el momento de pasar la puerta sur, advertí contra el muro de una de las dos pequeñas torres redondas que la flanqueaban, el buzón de la P.T.T. Había perdido su lindo color amarillo y ya no tenía ni color, estaba descascarado y ennegrecido y el relieve de las inscripciones borrado.

– Ves -me dijo Marcel, que caminaba a mi lado- la llave está todavía puesta. El pobre cartero fue carbonizado en el mismo momento en que iba a retirar la correspondencia. En cuanto al buzón el metal ha debido ponerse al rojo, pero a fin de cuentas, aguantó el golpe.

Hizo girar la llave en la cerradura. La puertita abría y cerraba perfectamente. Aparté a Marcel y lo arrastré hacia el camino de Malejac.

– Saca la llave y guárdala. Si tengo un mensaje para ti, lo haré poner en ese buzón.

Hace que sí con la cabeza y miro amistosamente sus negros ojos inteligentes, su verruga que tiembla en la punta de su nariz y sus enormes hombros del todo impotentes para protegerlo de la tristeza que veo insinuarse en él. Le hablo todavía unos minutos. Sé hasta qué punto Marcel va a sentirse solo cuando vuelva a su casa, sin Cati, sin Evelina, con la poco agradable perspectiva de hacer frente durante los días siguientes al resentimiento de Fulbert y a la disminución de las raciones. Pero yo no llego a concentrarme del todo. Pienso demasiado en Malevil, tengo apuro por reencontrarme allí. Sin los muros de Malevil a mi alrededor me siento tan vulnerable como un ermitaño bernardino sin su cueva.

Mientras hablamos, mi mirada se pasea sobre la gente que nos rodea, todos los sobrevivientes de La Roque sin excepción, incluidos los dos bebés, el de María Lanouaille, la mujer del joven carnicero, y el de Inés Pimont. Miette va del uno al otro, completamente en éxtasis, mientras que la Falvina, agotada por tantos pañales lavados aquí y allá en el pueblo, está ya instalada en la carreta con Jacquet, éste manteniendo lo mejor posible a Malabar, agitado y relinchante.

Los larroqueses, bajo el claro sol de mediodía, tienen aspecto feliz por haber salido algunos minutos de sus asfixiantes muros. Observo, sin embargo, que aun en ausencia de Fabrelâtre, no se dejan llevar por ningún comentario, ni sobre su buen pastor, ni sobre la distribución de víveres, ni sobre el fracaso de Armand. Me temo que Fulbert, gracias a un juego de pequeñas perfidias y de indiscreciones calculadas, ha conseguido crear entre ellos un clima de delación, de desconfianza y de inseguridad. Noto que no se animan ni a acercarse a Judith ni a Marcel ni a Pimont, como si la autoridad religiosa los hubiese marcado como prohibidos. Y a mí mismo, como si la frialdad que me demostró Fulbert al despedirse, hubiera bastado para considerar peligrosa mi frecuentación, ya no me rodean, como lo hicieran en la explanada. Y dentro de un momento, cuando les diga un hasta luego colectivo -ese hasta luego que Fulbert se había cuidado muy bien de decirme- me contestarán con la mirada, pero de lejos, sin atreverse a un gesto, a una palabra. Está bien claro, la tirada de la rienda ya ha empezado. Se dan perfecta cuenta de que Fulbert les va a hacer pagar cara esta distribución equitativa. Y bastante con que si, mi pan y mi manteca apenas digeridos, no me lo estén reprochando ya…

Su actitud me entristece, pero no los culpo a ellos. Hay una lógica horrible en la esclavitud. Escucho a Marcel -¡Marcel que se ha quedado con ellos para defenderlos!- y a quien ninguno de La Roque le dirige la palabra ya, salvo Pimont y Judith. ¡Esta es un regalo del cielo! ¡La Egeria de la revolución! ¡Nuestra Juana de Arco! -salvo que no es virgen, punto que ha aclarado para evitar confusiones.

Judith debe haber notado la tristeza de Marcel, porque surge a su lado y al instante se apodera de su bíceps que él le abandona, me parece, con un marcado placer. Sus ojos negros se pasean con gratitud sobre las vastas proporciones de la Vikinga.

Pimont me parece menos condenado al ostracismo. Lo veo en conversación con dos hombres que parecen cultivadores.

Busco con los ojos a Inés. Aquí está. Colin, que ha confiado Morgane a Thomas, mudo y nervioso, y que contiene a Melusina con gran dificultad, encuentra sin embargo la manera de mantener con Inés una conversación muy animada. Fuimos rivales, en otros tiempos. Se borró él mismo, luego como dice Racine: "llevó su corazón a otra parte". Tanto que Inés, cuando yo me alejé de ella, se encontró sin novio después de haber tenido dos. Algo como para amargarla, si ella fuese capaz de amargarse. Advierto que le hace no pocas gracias a Colin, al tiempo que éste se cuida de Melusina, y que Miette aprovecha de su distracción para mimar a su bebé. Cosa extraña, no siento nada de celos. La emoción que sentí al volver a verla ha pasado ya.

Dejo a Marcel, me acerco a Thomas y le digo en voz baja:

– Monta a Morgane.

Me mira y mira a Morgane, despavorido.

– ¡Estás loco! ¡No después de lo que he visto!

– No has visto más que circo, Morgane es la docilidad misma.

Le explico en dos palabras las señales que no hay que darle y como Malabar se ha puesto insostenible, retomo a Melusina de las manos de Colin, la monto y tomo un poco la delantera, seguido al momento por Thomas. En cuanto llegamos a la primera curva, me pongo al paso, temiendo que Malabar no ande demasiado ligero si pierde de vista a las yeguas. Enseguida Thomas se coloca bota a bota conmigo y da vuelta hacia mí, pero sin decir una palabra, una cara que no tiene ya nada de impasible.

– ¿Thomas?

– Sí -dice con un ardor contenido.

– En la próxima curva vas a poner a Morgane al trote y tomarás la delantera. A cinco kilómetros de aquí hay un cruce con una cruz de piedra. Me esperarás allí.

– Más misterios -dice Thomas de mal humor, pero dándole a pesar de todo un golpecito de talón a Morgane. Sale en seguida, con su trote bien acompasado.

Reflexión hecha, lo alcanzo.

– ¿Thomas?

– Sí -siempre de mal humor y sin mirarme.

– Si ves algo que te sorprende, acuérdate que estás sobre Morgane, y no levantes el brazo derecho. Te encontrarías al instante en el suelo.

Me observa con estupor, y luego comprende. En seguida su cara se ilumina y olvidando su miedo a Morgane, se pone a galopar. ¡El loco! ¡Sobre el macadam! ¡Si por lo menos hubiese tomado la banquina!

Yo retengo a Melusina. Malabar, a cincuenta metros atrás de mí, inicia una bajada suave y no es el momento de hacerla trotar demasiado rápido. No estoy descontento de estar solo, para poder repensar en nuestra pequeña visita a La Roque. Quince kilómetros apenas de Malevil. Otro mundo. Otro tipo de organización. Toda la ciudad baja, que el acantilado del norte no protegía, o no bastante, destruida. Las tres cuartas partes de la población aniquilada. Ni sombra de una vida comunitaria, como lo ha observado muy bien Marcel. El hambre, la ociosidad, la tiranía. Y además, la inseguridad. Plaza fuerte mal defendida, a pesar de sus buenas defensas. Armas suficientes, pero que no se animan a distribuir. Las tierras más ricas del cantón, pero cuyos productos cuando los trabajen, se repartirán injustamente. Pequeño pueblo desgraciado, hambriento y desunido, cuyas probabilidades de supervivencia son mediocres.

No les tengo más miedo a los larroqueses. Sé ahora que Fulbert no los hará nunca marchar contra mí. Pero tengo miedo por ellos, los compadezco. Y en ese momento, levantándome al compás del trote de Melusina, tomo la decisión de ayudarlos con todas mis fuerzas en las semanas y meses por venir.

Al caer mi mirada sobre las riendas, me sorprende ver mi mano sin anillo. La escena en el box me vuelve. ¡Qué idiota ese Armand! ¡Lo mismo que darle una piedra! ¡Como si el oro, dos meses después del acontecimiento, tuviera valor! No estamos más en eso, o si se prefiere, aún no estamos en eso.