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– Con todo -dice arrastrándome aparte- voté a favor. Recuérdalo bien, Emanuel, voté a favor. No estoy de acuerdo con lo que pasa aquí.

Y tampoco de acuerdo en comprometerse, estoy seguro.

– Debes extrañar -digo cortésmente- los paseítos en bici y los dos golpecitos de blanco en Malejac.

Me mira moviendo la cabeza.

– Los paseítos, no los extraño, porque, no lo vas a creer, Emanuel, pero ando con mi bici todos los días por la provincial. Es más bien porque ya no hay nada al final para compensarte. ¡Porque el vino del castillo, y bueno, puedes pasártela corriendo para que esos puercos no me den ni un dedal! -prosigue con una rabia contenida.

– Escucha -le digo en dialecto-. Ahora que la ruta está despejada, ¿por qué no te podrías estirar hasta Malevil de vez en cuando? Que la Menou no pediría nada mejor que pagarte un trago del tinto de nuestra viña, que bien vale el blanco de la Adelaida.

– Pero con mucho gusto -dice ocultando apenas el sentimiento de triunfo cuasi insolente que le aporta la idea de esta consumición gratis-. ¡Y eres muy atento, Emanuel! ¡Y que no se lo diré a nadie, a ver si aparecen de los que quieren abusar!

Dicho esto, me da una palmadita amable sobre la parte carnosa del brazo, me sonríe y guiña el ojo tirándose del bigote, pagándome así de antemano todo el vino que va a conseguir de mí. Y ambos nos separamos contentos, él por haber vuelto a encontrar una princesa, y yo, por haber establecido una relación regular y discreta con La Roque.

En el puesto de Lanouaille, el reparto llega a su fin. Una vez que la gente ha recibido su parte de pan y de manteca, se vuelven apurados a su casa, como si temieran ser despojados en el último momento.

– Y ahora -digo a Lanouaille- cortas la carne, sin tardar.

– Es que va a tomar una punta de tiempo -dice Lanouaille.

– Empieza, de todos modos.

Me mira -gentil muchacho, tan fuerte y tan tímido- luego va a descolgar la mitad del ternero, lo tira sobre su tabla de carnicero y empieza a afilar el cuchillo. No quedan en el puesto más que Marcel, Thomas, Cati y una chiquilina que ésta tiene de la mano. Jacquet, el reparto terminado, se ha ido a darle una mano a Colin, que algunos metros más adelante en el atajo, carga su chatarra en la carreta. La Falvina y Miette, que no veo por ninguna parte, deben estar en lo de algún amigo del burgo. En cuanto a la Negrita que, cosa rara, todo el mundo ha olvidado un poco ante la vista de las hogazas, está atada a una anilla a la derecha del gran portal verde, con el morro metido en una gavilla de heno que Jacquet tuvo la buena idea de traer.

Por fin tengo tiempo de detallar a Cati. Es más alta y menos metida en carnes que Miette, habiendo debido ser influenciada en La Roque por las revistas femeninas y su culto en la delgadez. Tiene, como su hermana, una nariz y una barbilla un poco fuertes, lindos ojos negros, pero muy maquillados, una boca sangrante de rojo y una cabellera menos abundante pero más elaborada. Usa un blue-jean bien ajustado, una blusa con muchos colores, un ancho cinturón con hebilla dorada, y en las orejas, alrededor del cuello, en las muñecas y en los dedos una buena cantidad de alhajas de fantasías. Así compuesta y adornada, parece salir de una de las mejores páginas de "Señorita de Tierna Edad"; y su actitud descarada, desenvuelta e indolente, con un brazo apoyado contra la pared del puesto y con la pelvis salida y proyectada hacia adelante, se me parece copiada de las fotos de los programas de espectáculos picarescos:

La Cati, para mí, no tiene la mirada tan dulce como Miette, pero debe estar cargada de una agresividad sexual muy eficaz, con sólo ver la manera como en unos pocos minutos ha atrapado, retenido y amarrado a Thomas, de pie delante de ella y transido. Cuando bajamos de la carreta, la Cati ha debido hacer su elección de una ojeada, y se fijó en quien está ahora frente a frente con una rapidez y una intensidad que, a mi modo de ver, no dejan ninguna posibilidad al interesado.

– Emanuel -me dice Marcel-, no conoces a mi sobrina nieta.

Le doy la mano a la sobrina nieta, le digo algunas palabras, ella me contesta, y al margen de la ceremonia social, me envuelve en una mirada experta y rápida. Ya me ha juzgado, aforado y pesado, no en mi ser moral, y aun menos en mi intelecto, pero sí en tanto que eventual pareja en la única actividad que le parece importante en la vida. Y me pone una buena nota, me parece. Hecho esto, la Cati dirige hacia Thomas todo el fuego de sus ojos. Lo que me sorprende en este asunto, es la extraordinaria rapidez con la cual el proceso de apropiación de Thomas se ha producido. Es cierto que nada es normal en la vida que vivimos después del día del acontecimiento. Lo prueba la manera en que el problema del reparto acaba de plantearse en La Roque. Lo prueba también el hecho de que ninguno de nosotros ha juzgado prudente sacarse la escopeta que lleva en bandolera, incluso Colin, a quien sin embargo le debe molestar mucho para cargar la carreta.

– ¿Y tú? -le digo a la chiquilina que Cati tiene de la mano y la que, dejada de lado por los intensos combates de miradas que suceden por encima de su cabeza, desde hace un tato se divierte siguiendo todos mis movimientos-. ¿Cómo te llamas?

– Evelina -dice teniendo fijos en mí con seriedad unos ojos azules ojerosos y hundidos que ocupan más de la mitad de su cara flaca, encuadrada por largos cabellos rubios completamente lacios que caen hasta el pliegue del codo. La tomo con las dos manos debajo de las axilas y la alzo hasta la altura de mi cara para besarla, pero al punto, pasa sus dos piernas de cada lado de mis caderas y sus dos brazos flacos alrededor de mi cuello. Mientras me devuelve los besos con una expresión de felicidad, se prende de mí con las manos y los pies con un vigor que me sorprende.

– Oye -dice Marcel dándose vuelta hacia mí-, si tienes un momento, me gustaría verte en mi negocio antes de que los otros puercos se presenten.

– Con mucho gusto -digo-. Ustedes dos -esto dándome vuelta hacia Cati y Thomas- vayan a ayudar a Colin a cargar la carreta. Baja, Evelina, suéltame -sigo haciendo un esfuerzo para abrir sus bracitos flacos, mientras que Cati toma a Thomas de la mano y lo arrastra por la calle.

– No, no -dice Evelina pegándose contra mí-. Llévame así a lo de Marcel.

– ¿Te bajarás, si te llevo?

– Prometido.

– No acabarás nunca si le cedes a esa mocosita -dice Marcel.

Y agrega:

– Vive en casa desde la bomba. Cati es la que se ocupa de ella. Y créeme, a veces es muy penoso, dado que tiene asma. Las noches que nos hace pasar son algo…

Es entonces la huérfana de la que ha hablado Fulbert y de la que "nadie en La Roque consiente en ocuparse". Qué ser desagradable. Miente como respira, hasta cuando no le sirve para nada.

Marcel me lleva no a su negocio, donde podríamos ser vistos, sino a un minúsculo comedor cuya ventana da a un patio apenas más grande. En seguida me llaman la atención sus lilas. Protegidas entre cuatro paredes, se han chamuscado, pero sin quemarse.

– Has visto -dice Marcel con un destello de alegría en sus ojos negros-. ¡Tengo brotes! ¡No se jodieron, mis lilas van a volver a salir! Pero siéntate, Emanuel.

Obedezco y Evelina se pone en seguida entre mis piernas, con sus dos manos me agarra de los pulgares y dándome la espalda, los cruza sobre su pecho. Hecho esto, se queda quieta.

Al sentarme, miro por encima de la cómoda de nogal los anaqueles donde Marcel guarda sus libros. Nada más que de los de "bolsillo" y del Club del libro. Porque los de "bolsillo" se compran en cualquier parte, y los del Club, uno no se ve obligado a entrar en una librería para obtenerlos. El primer asombro que me brindó Marcel fue a los doce años. Antes de tomar un libro que quería mostrar a mi tío, lo vi jabonarse largamente las manos bajo la canilla de la cocina. Y cuando volvió, comprobé que no estaban más blancas que antes. Unas grandes manos curtidas como el cuero e incrustadas de negro en el espesor.

– Nada para ofrecerte, mi pobre Emanuel -dijo sentándose frente a mí.

Se pone a menear la cabeza con tristeza:

– ¿Has visto?

– He visto.

– Mira, hay que ser justo. Fulbert, al principio, fue útil. Fue él quien nos hizo enterrar a los muertos. En un sentido, hasta nos devolvió el coraje. Fue poco a poco que, con Armando, se puso a apretar las clavijas.

– ¿Y ustedes no reaccionaron?

– Cuando quisimos reaccionar, era demasiado tarde. Más bien fue porque al principio no desconfiamos lo suficiente. Es un pico de oro, Fulbert. Nos dijo: del almacén, hay que transportar todas las existencias al castillo, para evitar el pillaje, dado que los propietarios han muerto. Bueno, eso parecía razonable y lo hicimos. Mismo razonamiento para la tienda de embutidos. Después nos dijo: no tienen que quedarse con las escopetas. Van a terminar por matarse unos a otros. Hay que almacenarlas también en el castillo. Bueno, eso también, no era idiota. ¿Y qué sentido tenía conservar las escopetas, si no había más caza? Y un buen día, ves, nos dimos cuenta de que el castillo tenía de todo: el forraje, los granos, los caballos, los cerdos, los chacinados, el almacén y las escopetas. Ni siquiera hablo de la vaca que nos has traído. Y aquí estamos. Es el castillo el que, cada día, distribuye las raciones a la gente. Y las raciones varían de un tipo al otro, ¿me comprendes? Y también, de un día al otro, según el favor del patrón. Es así como nos tiene en mano, Fulbert. Por las raciones.

– ¿Y en todo esto qué tiene que ver Armando?

– ¿Armando? Es el brazo secular. Es el terror. Fabrelâtre es el servicio de informaciones. Fabrelâtre es más bien un estúpido que otra cosa, como te habrás podido dar cuenta.

– ¿Y Josefa?

– Josefa, es la empleada doméstica. En los cincuenta años. Ah, nada de muy lindo para ver. Pero de todos modos no hace solamente la limpieza, si te das cuenta de lo que quiero decir. Vive en el castillo con Fulbert, Armand y Gazel. Gazel -prosiguió- es el vicario que Fulbert te destina para cuando le haya dado el último toque.

– ¿Y qué tipo es ese Gazel?

– ¡Es una mujer! -dice Marcel poniéndose a reír, y me hace bien verlo reír, porque siempre lo he visto alegre en su trabajo, con los ojos negros chispeantes, la verruga trémula, sus hercúleas espaldas agitadas por una risa que debe contener a causa de todos los clavos que tiene en la boca y que toma uno a uno para clavarlos en sus suelas. ¡Ay, cómo me gusta su manera de plantarlos, bien derechos, bien a plomo, sin errarle jamás a uno, y a qué velocidad!