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XI

La noche que sigue a mi elección, la lluvia cae en tromba al punto de tenerme despierto durante horas, no por el ruido que hace sino por un sentimiento casi personal de gratitud que siento por ella. Siempre he amado el agua viva, pero era un amor negligente. Uno se acostumbra a lo que lo hace vivir. Termina por creer que va de suyo. Y no es verdad, nada es dado para siempre. Siempre, todo puede desaparecer. Y el saberlo y el volver a ver de nuevo el agua me da la impresión de estar convaleciente.

He elegido para dormir esta habitación en que estoy, porque su alto ventanal da al este sobre los Rhunes y sobre el encantador castillo de Rouzies, ahora en ruinas, del otro lado del valle. Es por esta ventana que a la mañana el sol entra y me despierta. No puedo creer a mis ojos. Como lo predijo Peyssou, todo viene al mismo tiempo. Me levanto, sacudo a Thomas con fuerza, y juntos, miramos el primer sol desde hace dos meses.

Recuerdo un paseo de veinticinco kilómetros, de noche, en la bici con los compañeros del Círculo, luego una subida de una buena hora y media para alcanzar el punto culminante del departamento (512 m) y ver levantarse el sol. Es el tipo de cosas que uno hace a los quince años, con una euforia que se pierde en seguida. Y es una lástima. Se debería vivir dando más atención a la vida. No es tan larga.

– Ven -digo a Thomas-. Vamos a ensillar los caballos e ir a ver esto desde la Poujade.

Y es lo que hacemos, sin lavarnos y sin comer. La Poujade, por encima de Malejac, es la colina más alta del rincón. Tomo a Malabar y como de costumbre, dejo a Amaranta para Thomas, porque Malabar necesita todavía mucha atención mientras que Amaranta es la docilidad misma.

Me marco ese paseo al alba a la Poujade, con Thomas, no porque sucediera algo -no hubo nada más que el sol y nosotros- y no porque se hubo dicho algo de importancia, no se abrió la boca. Ni siquiera, porque lo que se vio de la Poujade fuera lindo: una región calcinada, granjas en ruinas, campos ennegrecidos, esqueletos de árboles. Pero sin embargo, sobre todo eso, existía el sol.

El tiempo necesario para alcanzar la colina y su círculo ya alto sobre el horizonte ha virado del rojo al rosa y del rosa al blanco rosado. Aunque da un buen calor, aún se lo puede mirar sin pestañear, de tal modo está velado. La tierra empapada en agua humea de todos lados. Deja libre una bruma que parece tanto más blanca como que la gleba, carbonizada, es de color tinta.

Con nuestros caballos a la par, cara al este sobre la Poujade, esperamos sin decir una palabra que el sol se desprenda de sus vapores. Cuando lo consigue -y eso sucede de golpe- la yegua y el padrillo apuntan al mismo tiempo sus orejas hacia adelante, como si estuvieran sorprendidos por un fenómeno insólito. Amaranta hasta deja oír un pequeño relincho de miedo y gira la cabeza del lado de Malabar. Él le mordisquea en seguida la boca, lo que parece tranquilizarla. Como su cabeza está dada vuelta hacia mí, veo que pestañea con una rapidez sorprendente, mucho más rápido, me parece, que un humano. Es verdad que Thomas, como si sus párpados no bastaran a su cometido, ha puesto la mano delante de los ojos. Lo imito. El resplandor es apenas soportable. Nos damos cuenta, por el dolor que nos significa, que hemos vivido durante dos meses en una penumbra de sótano. Con todo, cuando ya me he acomodado, la euforia sucede al dolor. Mi pecho se dilata. Cosa curiosa, huelo el aire con fuerza como si la claridad fuera algo que se respira. Tengo también la impresión de que mis ojos se abren mucho más de lo que nunca han hecho, y que yo me abro con ellos. Al mismo tiempo, al bañarme en esta luz, experimento un sentimiento inaudito de liberación, de liviandad. Le hago dar una vuelta a Malabar para sentir sobre las espaldas y la nuca el calor del sol. Y con el objeto de presentarle sucesivamente todas las partes de mi cuerpo, me pongo a dar vueltas al paso sobre la cumbre de la colina, seguido luego por Amaranta que no le pide permiso a Thomas para imitar al padrillo. Miro la tierra a mis pies. Amasada y penetrada por la lluvia, ya no es más polvo. Ha vuelto a tener un aspecto vivo. En mi impaciencia, hasta busco en ella el rastro de un brote fresco y miro los árboles menos quemados como si pudiera distinguir en ellos algunas yemas.

Al día siguiente se decide sacrificar a Príncipe, el becerro. En Malevil tenemos ya a Hércules, el toro del Estanque. En La Roque igualmente tienen un toro. Conservar a Príncipe ya no tiene ningún sentido, y puesto que vamos a dar a la Negrita a La Roque, y que por otra parte Marquesa alimenta a sus mellizas, nos hace falta la leche de Princesa.

El "sacrificio" -tal es el término hipócrita que se emplea en las revistas especializadas para el asesinato de un animal- fue algo horroroso. Porque desde el momento en que le sacamos a Príncipe, Princesa se puso a mugir como para arrancarnos el corazón. Miette, que había acariciado a Príncipe hasta el último minuto, se sentó en las baldosas y lloró a lágrima viva. Lo que por lo menos tuvo un efecto feliz, porque este género de "sacrificio", hasta entonces, excitaba a Momo al más alto grado y le hacía pegar unos gritos salvajes durante todo el tiempo que duraba la vergonzosa operación. Al ver a Miette bañada en llanto, Momo se calló, trató de consolarla y al no conseguirlo se sentó a su lado y se puso a llorar con ella.

Príncipe tenía ya más de dos meses y cuando Jacquet lo hubo despedazado, se decidió darle la mitad a las gentes de La Roque y pedirles en cambio azúcar y jabón. También se llevaron dos hogazas y manteca, pero a título de regalos. Y también dos perforadoras para sacar los troncos de los árboles que, el día del acontecimiento, habían debido caer al través del camino.

Salimos al alba, el miércoles, en la carreta tirada por Malabar, yo, con el corazón apretado por quitar Malevil, aunque fuera por un día. Colin contento de volver a ver su negocio, Thomas contento de cambiar de panorama. Los tres armados, con la escopeta en bandolera.

Los del Estanque rebosan de alegría de volver a ver a Cati y a su tío Marcel. Miette, con los cabellos lavados el día anterior, y vestida con un vestidito floreado por el que la felicitamos todos (grandes gestos para agradecernos). Jacquet, afeitado y peinado.

Y la Falvina trémula de júbilo, porque al placer de volver a ver a su hermano se agrega el de escapar por algunas horas a las tareas domésticas y a la tiranía de la Menou.

Esa felicidad es demasiado grande para ella: apenas hemos dejado Malevil que ya se puso, como dice Colin, a hablar a mares. Comprendemos el origen de su euforia y nadie tiene alma como para retarla. Preferimos, al encontrar el primer árbol, bajar los cuatro de la carreta, seguidos por Miette, y no volver a subir a ella, salvo en las bajadas, dejando que Jacquet soporte solo su verborragia. De todos modos, no es cuestión de ir al trote. La Negrita está atada detrás de la carreta y sigue como puede. Necesitamos más de tres horas para franquear los quince kilómetros que nos separan de La Roque. Durante todo ese tiempo, Falvina sin que nadie la escuche, no para. Una o dos veces escucho para comprender el mecanismo del flujo. No tiene nada de misterioso: una cosa trae la otra, por un simple juego de asociación de ideas. La conversación de Falvina se devana como un rosario. O mejor dicho, como un papel higiénico. Se tira de un extremo y se larga el rollo.

Llegamos delante de la puerta sur de La Roque a las ocho.

Y nos encontramos con el pequeño batiente recortado en la puerta. No tengo más que empujarlo para penetrar en el interior, correr los cerrojos y abrir los dos batientes. Estoy en la plaza, y nadie en la proximidad. Llamo. Nadie responde. Es cierto que la puerta da a la parte baja de la ciudad y dado que ésta está quemada y en ruinas, no tiene nada de extraño que no esté habitada. Pero que la puerta no esté vigilada ni incluso cerrada, es algo que dice mucho sobre la inconsciencia de Fulbert.

La Roque es un pequeño burgo encaramado, adosado a un acantilado, completamente cerrado por murallas en su parte baja y coronado en su cima por un castillo. Hay una buena docena de burgos de ese estilo en Francia, antes muy gustados por los turistas; pero La Roque es uno de los más homogéneos, porque todas las casas son antiguas, ninguna ha sido estropeada, y las murallas son continuas, con dos lindas puertas flanqueadas de torres redondas, una al sur -la que acabamos de cruzar- y la otra al oeste, abriendo sobre la carretera secundaria que lleva a la capital del departamento.

Cuando se entra por la puerta sur, se presenta ante uno un dédalo de estrechas callecitas, luego se desemboca sobre la calle mayor. Es apenas más ancha que las otras, pero la llaman así en razón de los negocios que la flanquean. Esta calle mayor tiene otro nombre: el atajo.

Sus negocios son muy lindos porque cuando sonó la hora de la modernización, Monumentos Públicos prohibió que se tocara a los medios puntos de las aberturas. El resto es de aparentes piedras doradas con unas junturas muy discretas, los techos de piedras chatas, y las partes reconstruidas lo han sido en tejas de pizarra nuevas, claras y cálidas, zigzagueando en medio de las manchas gris-negro de las tejas de pizarra antiguas. Las grandes baldosas desparejas tienen como las casas cuatrocientos años y están magníficamente pulidas por los hombres que han visto pasar.

Esta calle mayor sube de manera muy empinada hasta el portal del castillo, exornado, monumental, pero sin castillete de entrada, sin matacanes, sin troneras, porque esas "defensas" en la época tardía en que fue construido habían pasado de moda. Incluso la puerta fue pintada de verde oscuro por los Lormiaux, lo que a primera vista llama la atención porque todos los postigos en La Roque están pintados de rojo oscuro como lo exige la tradición. También el castillo es de muros corridos contra los cuales se apoyan en colgadizo casas que tienen su misma edad, y es enteramente del siglo XVI, habiendo sido reconstruido sobre el emplazamiento de una fortaleza que se incendió. Delante de él, se extiende una pequeña explanada de cincuenta metros por treinta de donde se goza de una extensa vista -con tiempo claro, se ve hasta Malevil- y donde los Lormiaux han hecho acarrear enormes cantidades de mantillo para dotarse de un cuadro de césped inglés. Y detrás del castillo, el acantilado que lo domina y lo protege.

Al salir de las callecitas macadamizadas, los cascos de Malabar y las ruedas de la carreta hacen un lindo estruendo sobre las baldosas gibadas del atajo. Las cabezas comienzan a aparecer en las ventanas. Le digo a Jacquet que se detenga delante de Lanouaille, el carnicero, para descargar la mitad del ternero. Y apenas nos detenemos, la gente ya está en el umbral de sus puertas.