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Los encuentro enflaquecidos, y sobre todo bastante molestos. Me esperaba una recepción exuberante. Y aunque los ojos se ponen a brillar cuando Jacquet carga sobre su espalda la mitad de Príncipe y la suspende, ayudado por Lanouaille, en un gancho, este brillo se apaga pronto. El mismo fenómeno se repite cuando exhibo las dos hogazas y la manteca y se lo doy a Lanouaille que lo recibe, me doy cuenta, con una cierta vacilación y con aire un poco asustado, mientras que los larroqueses, en círculo alrededor de nosotros, miran el pan con miradas intensas, cargadas de tristeza.

– ¿Nos das todo esto para nosotros? -me dice Marcel Falvine con tono abrupto y casi violento, desprendiéndose del abrazo de su hermana y de su sobrina nieta y adelantándose hacia mí, con su delantal de cuero bamboleándose a cada paso.

Estoy asombrado por la agresividad de su tono, y lo miro. Lo conozco desde hace mucho, pero la mayoría de las veces lo he visto en su negocio, con la horma entre sus rodillas, en tren de remendar zapatos. Es un hombre de unos sesenta años, casi calvo, con ojos muy negros, una gran nariz que ostenta una verruga sobre la narina izquierda. Pero lo que más me choca, es el contraste entre sus piernas, cortas y torcidas, y sus hercúleas espaldas.

– Pero seguro -digo-. Es para todos ustedes.

– En ese caso -dice Marcel con voz fuerte dándose vuelta hacia Lanouaille- inútil esperar. Repartes en seguida. Empezando por las hogazas.

– No sé si el señor cura estaría de acuerdo -dice Fabrelâtre-. Sería mejor esperar.

Fabrelâtre es la ferretería-bazar de La Roque. Físicamente, un largo velón blancuzco de rasgos blandos, un bigotito gris como un cepillo de dientes bajo la nariz, ojos parpadeando detrás de unos anteojos de metal.

– Se le guardará su parte -dice Marcel sin mirarlo, con un violento gesto del brazo-. Y también la de Armand, de Gazel y de Josefa. No se le hará trampa a nadie, pierdan cuidado. ¡Carajo, Lanouaille, qué estás esperando, por Dios!

– Inútil blasfemar -dice Fabrelâtre con tono autoritario.

Un silencio. Lanouaille me mira como para buscar mi opinión. Es un muchacho de veinticinco años, tan sólido como el Jacquet, con unas mejillas redondas y ojos francos. Por lo que puedo ver está de acuerdo con Marcel, pero no se atreve a pasar por encima de la oposición de Fabrelâtre.

Estamos rodeados por unas veinte personas. Miro esas caras, unas conocidas, otras desconocidas, y en todas, leo el hambre, el miedo y la tristeza. Me doy cuenta que voy a intervenir y en qué sentido. Pero espero para captar mejor la situación.

Alguien se adelanta. Es Pimont. Atendía el kiosco de tabaco-papelería-diarios de La Roque. Lo conozco muy bien, y mejor todavía a su mujer, Inés. Treinta y cinco años los dos, Pimont ex centro-delantero del equipo que ganó a Malejac el día en que mi tío y mis padres se mataron en el auto. Pequeño, vivo, fornido, con los pelos en cepillo, sonriente. Pero su sonrisa, hoy, no existe.

– No hay razón para postergar la distribución -dice con tono tenso-. Aquí todos somos garantes de que será equitativa y que no nos olvidaremos de nadie.

– Sería de todos modos más cortés esperar -dice Fabrelâtre en tono seco, sus ojos parpadeando detrás de sus anteojos de metal.

Noto que ni Pimont, ni Marcel, ni Lanouaille miran a Fabrelâtre cuando habla. Y noto también que Marcel, vivo y efervescente como es, no se ha rebelado cuando Fabrelâtre, en público, lo retó por su improperio. Con ver los ojos ansiosos y famélicos que todos fijan sobre las dos hogazas, es claro que están de acuerdo con una distribución inmediata. Pero aparte de Marcel y Pimont, nadie se ha atrevido a hablar. ¡El blando, el opaco, el amorfo Fabrelâtre mantiene a raya a veinte personas!

– ¡Ah, vaï -dice de pronto el viejo Pougès dirigiéndose a Lanouaille en dialecto (y al punto, tengo la certeza que Fabrelâtre no comprende el dialecto)- distribuye, pequeño, que ya tengo la boca hecha agua, con esa hogaza!

Del viejo Pougès hablaré más tarde. Se ha expresado riendo en tono de broma, pero nadie hace eco a su risa. Cae un silencio. Lanouaille me mira y mira luego el gran portal verde del castillo, como si temiera verlo abrirse de golpe.

Como el silencio se prolonga, comprendo que ha llegado el momento de intervenir.

– ¡Vaya una discusión! -digo con una risita jovial-. ¡Pero miren que hacen historias, para nada! Me parece que si están en desacuerdo, no tienen más que decidir por mayoría de los presentes. Vamos -empalmé yo levantando la voz- ¿quién está a favor del reparto inmediato?

Hubo un momento de estupor. Luego Marcel y Pimont levantan la mano. Marcel con una violencia contenida, y Pimont más mesuradamente, pero de una manera por completo resuelta. Lanouaille baja los ojos, con aire molesto. Al cabo de un segundo, Pougès avanza un paso y levanta el índice derecho mirándome con cara de entendido, pero sin despegarlo de su pecho, de tal modo que Fabrelâtre delante de quien está colocado no puede verlo. Esa pequeña astucia me da vergüenza por él y no cuento su voto.

– Dos a favor -digo sin que él proteste-. ¿Y ahora quién está en contra?

Fabrelâtre, solo, levanta el dedo y Marcel se ríe con burla bien fuerte, pero siempre sin mirarlo. Pimont sonríe con sarcasmo.

– ¿Quién se abstiene?

Nadie se mueve. Paseo mi mirada sobre los larroqueses. Es increíble: ni siquiera se atreven a abstenerse.

– Por dos votos contra uno -digo con voz pareja- el reparto inmediato es votado. Se efectuará bajo el control de los donantes. Thomas y Jacquet serán los responsables.

Thomas, que prosigue una animada conversación con la Cati (acoto para detallarla más adelante con tiempo), se adelanta, seguido de Jacquet, y la muchedumbre se abre ante ellos con docilidad para dejarlo entrar en el puesto de Lanouaille. Echo una rápida ojeada a Fabrelâtre, amarillo y corrido. Tiene que ser muy estúpido, ése, por haberse prestado a mi elección y por haber votado él mismo, demostrando así su aislamiento. En sí mismo, me doy cuenta, ese gran papanatas no es nadie. Es la fuerza que está detrás del portal verde la que dirige el juego.

Lonousille se pone al trabajo con diligencia y mientras empieza a cortar las hogazas, veo que Inés con su bebé en los brazos se queda un poco aparte, dejando a su marido que haga la cola. Me parece un poco enflaquecida, pero siempre tan agradable, con sus cabellos rubios brillando al sol, sus ojos marrón claro que me dan siempre la impresión de ser azules. Me acerco. Al verla, siento despertar la antigua pequeña debilidad que tuve por ella. Y ella, de su lado, me mira con ojos afectuosos y tristes, como diciéndome: y bueno, ya ves, mi pobre Emanuel si te hubieras decidido hace diez años, hoy, sería en Malevil donde estaría. Lo sé muy bien. Esa es otra de las cosas que no hice en mi vida. Y lo pienso con frecuencia. Mientras intercambiamos así nuestros pensamientos, la conversación se anuda al nivel de las palabras. Acaricio a su bebé en la mejilla, el bebé que hubiera podido ser el mío. Me entero por Inés de que es una nena y que va a tener ocho meses.

– Parece, Inés, que si no le hubiéramos dado la vaca a La Roque, no hubieras querido confiar tu hijita a Malevil. ¿Es cierto?

Me mira con ojos indignados.

– ¿Quién te ha dicho eso? ¡Ni siquiera se ha hablado de eso!

– Sabes muy bien quién.

– ¡Ah, ese! -dice con una cólera contenida. Pero noto que baja la voz, ella también.

En ese momento, veo con el rabo de ojo a Fabrelâtre que se dirige de manera furtiva hacia el portal verde.

– ¡Señor Fabrelâtre! -digo bien fuerte.

Se detiene, se da vuelta y todos los ojos convergen en él.

– ¡Señor Fabrelâtre -digo sonriendo con jovialidad, mientras avanzo hacia él-, me parece en usted muy imprudente alejarse durante la distribución!

Siempre sonriendo, lo tomo del brazo sin que reaccione, y le digo con tono agridulce:

– No vaya a despertar a Fulbert. Es un hombre, como usted sabe, de salud frágil. Necesita dormir mucho.

Siento su brazo fofo y sin músculos temblar bajo el mío, y sin aflojar mi apretón lo llevo hacia el puesto, pasito a pasito.

– Pero, es necesario que el señor cura sea prevenido de su llegada -dice con una voz sin timbre.

– No hay ningún apuro, señor Fabrelâtre. ¡Apenas son las ocho y media! Mire, por qué no va a ayudar a Thomas a distribuir las porciones.

¡Y me obedece, ese gran velón! ¡Se somete! Es lo bastante blando y lo bastante estúpido como para participar en el reparto que ha desaprobado. Marcel, con los brazos cruzados sobre su delantal de cuero, se permite reír en grande, fuerte y solo, sin que nadie lo imite, salvo Pimont. Pero tengo ahora un poco de vergüenza de mirarlo a Pimont, después de la conversación un poco demasiado tierna que acabo de tener con los ojos de su mujer.

Me voy a acercar a Cati cuando el viejo Pougès me intercepta. Lo conozco muy bien. Si mis recuerdos no me engañan, acaba de cumplir setenta y cinco años. Es bajito, tiene poca grasa, pocos cabellos, pocos dientes y muy poco ardor en el trabajo. Lo único que tiene en abundancia, es su bigote, de un blanco amarillento, que cae a lo largo de cada lado de sus labios y del que está orgulloso, creo, porque lo alisa de buena gana con cara de pícaro. Yo, Emanuel, me decía cuando me lo encontraba en Malejac, no lo parezco, pero se la di bien a todos. Primero, mi mujer que revienta. Y va una. Una víbora, tú la conocías. Después, a lo sesenta y cinco años, mi jubilación de cultivador y en seguida, meto a la granja a que me dé una renta vitalicia. Y listo, yo bien tranquilo en La Roque, cobrando de los dos lados, que vivo como quien diría, a expensas del Estado. No laburando nunca. ¡Y ya van diez años que dura y no ha terminado! Hasta los noventa con que me moriré, como papá. ¡Lo que me significa que tengo por delante unos quince años de esta buena vida para tirar! ¡Y los demás que paguen!

Yo me encontraba con Pougès y su bigote en Malejac, porque todos los días, hasta con nieve, hacía en bicicleta los quince kilómetros que separan La Roque de Malejac para venir a tomar dos vasos de vino blanco en el bar que en el ocaso de la vida la Adelaida había abierto al lado de su almacén. Dos vasos, no más. Uno que se pagaba él. Y otro que ella le ofrecía, siempre buena chica para sus ex. Y ahí también, Pougès aprovechaba. Al vaso gratis, lo dejaba durar. -¿Y cómo pasó -me dice Pougès en voz baja tirando del bigote, y mirándome con aire pícaro- que no me contaste el voto?

– No te vi -dije con una sonrisa-. No debes haber levantado la mano suficientemente alto. La próxima vez, tendrás que ser más decidido.