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– Vamos, libertario -le animó-, no te me quedes ahora a medias. Ya te curarán eso cuando estemos a salvo.

A Amador, que también había agotado sus municiones, ya no le quedaba más que tratar de seguir en pie hasta Sidi Dris y llevar hasta allí a su compañero. El camino que habían recorrido juntos desde el blocao de la avanzadilla de Talilit había sido tan largo y azaroso como increíble. Amador, que era supersticioso, presintió que no habría término medio: o libraban el pellejo los dos, o no lo libraría ninguno. Ya tenían a la vista la posición. Los policías seguían protegiéndolos, en un derroche de sacrificio y valor que conmovió a los más recelosos, pero en el trecho final el fuego de la harka se volvió insoportable. Los últimos metros vieron caer a muchos de los soldados que habían sobrevivido hasta allí, y los policías también pagaron un alto precio. El caballo blanco de Haddú se vino espectacularmente abajo, herido de muerte. Por muy poco se escapó el sargento de quedar aplastado bajo su montura. Cojeando, se unió a sus hombres y siguió replicando sin desmayo a los tiradores montañeses. Al final, los policías que entraron en Sidi Dris eran la mitad de los que habían salido. De los fugitivos de Talilit se habían salvado unas dos terceras partes. Si es que podía llamarse a aquello salvación.

En Sidi Dris reinaban a partes iguales la inquietud y el desaliento. Amador arrastró a Andreu hacia la enfermería, donde se amontonaban los heridos. El oficial médico vino a examinarlo al cabo de media hora. Le bajó el pantalón y se inclinó con gesto impasible sobre la herida. Le volteó para verla por atrás.

– Entrada y salida y sin tocar el hueso ni la arteria -concluyó-. ¿Tú juegas mucho a la lotería, chaval?

– No precisamente -respondió Andreu.

– Pues deberías. Voy a limpiarte la herida y a vendarla. Y no hay mucho más que hacer, hasta que venga el barco a sacarte.

En un catre cercano había un soldado con la cabeza vendada. Estaba inmóvil, mirando al techo. Canturreaba, en voz queda:

Los suspiros de Melilla
no llegan a mi ventana,
porque pasa el mar por medio
y se quedan en el agua.

– Es una condenación -dijo el médico, mientras desinfectaba a Andreu-. No hace más que cantar esa copla. Parece que se la decían a los quintos las mozas de su pueblo. Es lo malo de los tiros en la cabeza. A unos les da por cantar y a otros por gritar como si los estuvieran desollando.

– Mejor será que cante, entonces -masculló Andreu, aguantándose el dolor.

– Mejor sería que le hubieran dejado en el sitio -opinó el médico, brutal.

Afuera seguía el ruido de fusilería, de vez en cuando interrumpido por el bramido de los cañones. Conforme pasaban los minutos, aumentaba el número de los tiradores que rodeaban Sidi Dris. Los supervivientes de Talilit fueron distribuidos sin pérdida de tiempo por el parapeto, municionados y con una ración de rancho y otra de agua, cuya administración les encarecieron. La cosa, se dijo Amador, no podía ser más simple. Habían salido del infierno y habían vuelto a caer, infaliblemente, en el infierno.