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La tarde pasó sin más novedad que el incordio constante del paqueo. Parecía que la harka necesitaba reorganizarse, o quizá era, pensó sombríamente Molina, que tenían demasiado trabajo en otro lado. El teniente jefe reunió a los oficiales, el otro teniente, el médico y dos alf éreces, y a dos de los mandos subalternos, el suboficial y Molina. Juntos examinaron la situación.

– No tenemos ninguna noticia del regimiento -constató el teniente artillero. Eso quiere decir que no han podido o ni siquiera han intentado pasar. Estamos bastante lejos de la posición más cercana y no creo que tengamos hombres para intentar salir y llegar hasta allí. ¿Tú qué opinas, Rivas?

– Que no lo conseguiríamos -confirmó el otro teniente, afectando solvencia. Molina se acordó de cuando aquel oficial novato había perseguido pistola en mano al mono, y se preguntó, de paso, dónde se habría escondido el bicho. Desde que había empezado la función, ni se le había visto el pelo.

– Por otra parte -prosiguió el teniente artillero-, me da muy mala espina que nos hayan atacado como lo han hecho. No quiero imaginar lo que está pasando con el resto de las fuerzas de la comandancia.

– Imagínelo, mi teniente -intervino uno de los alféreces, un muchacho pelirrojo y bastante osado-. Los mojamés nos han pillado a todos cagando.

– No nos amargues, Andrade -le reprendió el teniente Y ten cuidado con lo que dices, que roza la insubordinación.

– No me insubordino, mi teniente -protestó el alférez-. Digo que están muy crecidos para no tenernos bien agarrados.

El teniente artillero soltó un bufido.

– En fin, no vamos a darle más vueltas. Sólo nos queda una solución. Hacernos fuertes y esperar a que venga la Armada a socorrernos. Si la cosa está mal en todo el frente, los barcos deben haber salido y tarde o temprano pasarán por aquí. Habrá que contar con ellos para lo que sea.

El teniente jefe quedó en silencio, mirando a sus subordinados. El era quien daba las órdenes, pero en momentos como aquellos, en los que se jugaba la vida de todos y estaban abandonados a su suerte, no quería cargar él solo con la responsabilidad. Necesitaba compartirla con alguien, aunque fueran aquellos infantes de los que se sentía tan lejano. Había momentos, pensó Molina, en que no era bueno que el jefe estuviera solo. El teniente los fue recorriendo uno por uno. Andrade parecía irritado por algo que le impedía respaldarle, pero Rivas, el médico y el otro alférez asintieron. Lo mismo hizo el suboficial, quien desde el comienzo de los combates parecía embobado y ausente. Molina no dijo nada, ya que allí era el último de todos.

– De acuerdo entonces -concluyó el teniente- Mañana empezaremos por replegar la avanzadilla. Recuperamos la ametralladora para proteger el recinto principal y de paso evitamos que nos dejen cortados a los que están allí. ¿A alguien se le ocurre algo más?

– Hay otro problema, mi teniente -apuntó Molina, cautelosamente.

– ¿Cuál?

– La aguada. No disponemos de gente para hacerla en esta situación. Habría que dejar el campamento vacío.

– Tiene razón, sargento. Suboficial, ocúpese de racionar el agua.

Los soldados de Afrau acogieron con angustia la noticia de que el agua quedaba racionada. Hasta el más lerdo se percataba de la gravedad del asunto. El sol fue cayendo hasta el sumidero de un atardecer incendiado e intenso, como sólo se daban en África. Recostados contra el parapeto, los soldados devanaban las peores dudas sobre su inmediato porvenir. Aquella noche de julio las estrellas parecieron temblar, tan aterradas como ellos, con cada balazo que les enviaban los incansables tiradores de los montes.