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– Hijos de puta, moracos sarnosos gritaba el sargento, mientras vaciaba el último cartucho de su cargador.

El sargento estaba erguido bajo el fuego, con el juicio visiblemente perdido. Tiró el cargador vacío y metió el otro, con parsimonia. Montó la pistola y apuntó hacia uno de los montes. No llegó a apretar el gatillo. Un balazo le deshizo el cráneo y cayó de bruces, como un espantapájaros derribado por el viento. Amador comprendió que no había nada que hacer.

– A la carrera todos -gritó.

Los moros saludaron la desbandada recrudeciendo el fuego. Los soldados que seguían en pie, una minoría, corrían con toda su alma hacia el parapeto de la posición de Talilit. Alguno tiró el fusil para ir más rápido. No fue ése el caso de Rosales. Mientras arrastraba trabajosamente el fusil, con su único brazo disponible, vio su carrera truncada por un tiro que le atravesó de parte a parte. Andreu, al verle caer, retrocedió para socorrerle. Se agachó junto a él y le observó la herida. Era un agujero pequeño y redondo, a la altura del pulmón derecho. Incorporó al cabo para echárselo al hombro y en ese momento vio la herida por la espalda. La bala, al salir, había abierto un cráter de piltrafas sanguinolentas por el que asomaba una costilla.

– Se acabó, muchacho -murmuró Rosales.

– Te cargaré a la espalda -dijo Andreu.

– Ni se te ocurra. Lárgate, no seas imbécil.

Andreu volvió a dejar a Rosales sobre la tierra y miró a su alrededor. Los moros se acercaban, los heridos lloraban de dolor y desde Talilit no daban señales de vida. El sol de aquella nueva mañana Africana empezaba a calentar, implacable. Andreu dudó un segundo y volvió a ponerse en pie.

– Antes de irte hazme un favor -pidió Rosales.

– Tú dirás.

– Pégame un tiro, como hizo el sargento con aquellos dos.

– No puedo hacer eso.

– Ya sabes lo que me harán ellos. Te lo conté.

Andreu no quería recordar, pero recordó. Tiró del cerrojo y le apuntó a Rosales a la cabeza. Después apartó los ojos y apretó el gatillo.

Echó a correr otra vez hacia Talilit. Un poco más adelante vio a Amador, que avanzaba a trompicones y con la cabeza gacha. De pronto un moro le salió por la izquierda y se le echó encima con una gumía en la mano. Amador acertó a inmovilizarle el brazo con el que sujetaba el cuchillo, pero el moro le derribó y consiguió montársele encima. Andreu avivó más su carrera, mientras los dos forcejeaban. Amador, aturdido, veía el rostro desencajado y renegrido del harqueño, apenas a unos centímetros del suyo. El otro le insultaba en el dialecto de las montañas, a la vez que le escupía y empujaba la gumía hacia su pescuezo. Llegó Andreu. Sin pensarlo dos veces, le hincó la bayoneta en la espalda al moro, que ya estaba a punto de vencer la resistencia de Amador. El cuerpo del moro le pareció duro como un saco de arena, pero le entró con tanta fuerza que estuvo a punto de ensartar a su propio compañero. Éste se liberó como pudo del peso de aquel cuerpo y volvió a coger su fusil, mientras Andreu tiraba para sacar la bayoneta.

– Gracias -dijo Amador, jadeante.

– De nada -repuso Andreu-.Vamos, que ya casi estamos.

Andreu y Amador, los dos últimos supervivientes de la avanzadilla, cubrieron bajo el fuego enemigo el trecho que les separaba del parapeto de Talilit. Pudieron pasar sin dificultades por la alambrada, que estaba abierta, y saltaron dentro de la posición. Lo que allí se encontraron, visto lo visto, no les sorprendió. Había decenas de heridos y muertos, algunas tiendas ardían y ya sólo quedaban en el recinto los artilleros, que desmontaban a toda prisa los cierres de los cañones. Los demás hombres útiles terminaban en aquel justo instante de salir por la retaguardia de la posición.

– Joder, se largan -constató Amador.

– Aprieta, cabo, que si no los alcanzamos no valemos una gorda.

Los moros llegaban ya a la alambrada. En cuestión de segundos pondrían el pie en Talilit. Los heridos que seguían empuñando su fusil les disparaban con una furia terminal, enloquecida. Algunos, probablemente los más veteranos, guardaban la última bala para sí. Se quitaban como podían una de las alpargatas, se ponían el cañón en la boca y apretaban el gatillo con el pulgar del pie. Los que no habían tomado esa precaución, cayeron en seguida bajo las gumías inclementes de los harqueños. Los artilleros echaron a correr con los cierres de las piezas, en un desesperado intento de impedir que el enemigo pudiera utilizarlas. Su teniente, el andaluz rubio y altivo que siempre había disgustado a Andreu, permanecía en pie junto a los cañones, empuñando un fusil. Cubría la retirada de sus hombres, mientras les apremiaba:

– Corred más deprisa, me cago en Dios.

El teniente artillero manejaba bien el máuser. Disparó sus cinco cartuchos contra los asaltantes, haciendo carne más de la mitad de las veces. Después soltó el fusil, empuñó su pistola y gastó cinco de los seis tiros. El último, cuando ya se le echaba la harka encima, se lo descerrajó en la sien.

Amador y Andreu corrían a través de la desolada extensión que unas horas antes había sido la posición de Talilit. Aquellas imágenes espeluznantes se iban sucediendo ante sus ojos como la más delirante de las pesadillas. Mientras tanto los dos apretaban los dientes, para soportar mejor el pinchazo que les atravesaba el vientre a causa de la galopada. Las balas silbaban por encima de sus cabezas cuando llegaron al extremo oriental del parapeto, por donde acababan de retirarse los últimos efectivos de la guarnición. Casi se dejaron caer ladera abajo, para unirse a sus compañeros. Andreu advirtió a los soldados de la sección que iba cerrando la marcha:

– No tiréis, que somos de los vuestros.

Los otros aguantaron un poco, para esperarlos. Cuando Amador y Andreu llegaron a su altura, estaban ya al límite de sus fuerzas. Uno de los soldados, que había venido con Amador desde Afrau, le reconoció:

– Me alegro de verte, cabo. Ya os dábamos por perdidos.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Amador.

El sargento que mandaba aquella sección le dio la respuesta:

– Parece que el frente se ha hundido. Ayer supimos que Igueriben había caído en manos de la harka. Y hace media hora nos ordenaron desde el campamento general que nos replegáramos como pudiéramos sobre Sidi Dris.

– ¿Hundido, el frente? -repitió Amador, incrédulo.

– Hundido, cabo -dijo Andreu-. Por eso nos dejaron a nuestra suerte en la avanzadilla. Maricón el último, ya te lo advertí.

– La harka nos estaba atacando muy fuerte. Y ya no quedaban disparos de cañón -se justificó el sargento, un poco avergonzado.

– Lo que usted diga, mi sargento -asintió Andreu, sin apiadarse-. Pero allí la han diñado todos, como perros.

Los moros aparecieron en lo alto del monte y empezaron a hacer fuego sobre los fugitivos. Los cien hombres escasos que retrocedían hacia el mar devolvieron el fuego trabajosamente. Iban dando traspiés, amontonados, pasando verdaderos apuros para disparar sin herirse los unos a los otros. El capitán jefe acudió junto a la última sección, que protegía la retirada de los demás. Trató de dar ánimos a aquellos soldados.

– Resistid, que van a venir a apoyarnos desde Sidi Dris -prometía.

– A quién querrá engañar -se preguntó uno.

– A él mismo, sin ir más lejos -dedujo Andreu, mientras colocaba en el máuser su penúltimo peine de munición.

Pero resultó que el capitán estaba en lo cierto. Al pie del monte, y antes de que tomaran el duro camino de herradura que llevaba hacia Sidi Dris, se les unió un destacamento a caballo de la policía indígena, que era la avanzada de otra sección de infantería que marchaba hacia allí. Los enjutos jinetes morunos llegaron desde atrás y se colocaron al momento en la parte más expuesta de la columna. Aunque apenas fueran una veintena, los soldados recibieron con júbilo la llegada de aquellos moros leales, que dominaban sus monturas con los talones mientras apuntaban sus fusiles. Hacían fuego sin parar y con una pasmosa eficacia. Andreu reconoció al sargento del caballo blanco, el mismo que solía venir con el convoy cuando Talilit aún existía. También le reconoció Amador, y cuando Haddú le vio a su vez entre los restos de la maltrecha guarnición de Talilit, le saludó con un breve ademán.

La llegada del resto de las tropas indígenas permitió a la columna organizarse mejor. Los policías no perdían en ningún momento el orden de combate, pese a la dificultad que para ello pudiera ofrecer el terreno, y sabían siempre adónde disparaban. Los que los acosaban se dieron pronto cuenta del cambio y se mantuvieron a distancia, sin permitirse más que algunos tiros sueltos sobre la columna. La mayoría de la harka prefirió quedarse en la posición de Talilit, celebrando la victoria y agitando los fusiles en actitud amenazante hacia los que huían. Los moros habían conseguido un abundante botín, que había que acopiar y luego repartir debidamente. En Talilit quedaban armas, munición, incluso el cierre de uno de los cañones. El artillero que lo llevaba había caído mientras intentaba saltar el parapeto.

Los fugitivos de Talilit y su escolta de policía indígena recorrieron a marchas forzadas el camino hasta Sidi Dris. Cuando el mar apareció ante sus ojos, con su infinita calma azul, muchos creyeron que lo peor había pasado. Pero la posición de Sidi Dris también estaba sitiada, lo que planteaba la necesidad de romper el cerco para poder acogerse a ella. La policía tomó la vanguardia, como le correspondía, y abrió paso a los extenuados europeos. Las alturas que rodeaban Sidi Dris eran un magnífico refugio para los tiradores de la harka, y aquel tropel en retirada, un blanco tan generoso como apetecible. Los policías tuvieron que emplearse a fondo, mientras los soldados de Talilit colaboraban con las pocas energías y las pocas balas que les quedaban. Andreu gastó su último cartucho contra un moro que asomó sobre un risco próximo, y al que derribó de un certero impacto en la frente. Pero apenas un minuto después, una bala le atravesó el muslo. Casi no sintió nada, porque el proyectil pasó sin tocar hueso. El dolor vino más tarde, como un ardor y a la vez un frío de muerte.

– Maldita sea, la pierna -dijo.

La herida podía ser mala, muy mala. Decían que un balazo en la femoral era una de las maneras más lindas y más rápidas de quedarse en el sitio. Andreu, renqueando, se llevó la mano al muslo herido. La vista se le nublaba, pero no salía mucha sangre. Si te partían la arteria, decían, brotaba a borbotones, como un manantial caliente con el que se te iba la vida en un santiamén. Amador, que andaba cerca, vino a ofrecerle rápidamente su hombro. No olvidaba la deuda que había contraído con Andreu.