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Los meses siguientes a aquella desagradable entrevista transcurrieron sin nada significativo que mencionar, con el trabajo rutinario de todos los días, peligroso muchas veces y movido siempre pero para quienes llevábamos años metidos en ese negocio claramente rutinarios.

Fue precisamente en un control normal de la policía cuando detuvimos a un ciudadano que llevaba varios meses en busca y captura. Esta vez no había error posible, era un conocido miembro del comando que había efectuado los últimos atentados en la margen izquierda del Nervión y su captura fue uno de nuestros más grandes éxitos. Nada más enterarse de la misma el coronel Garrido quiso apropiarse del detenido y posiblemente lo habría conseguido, ya que entre los asesores del ministro del Interior Garrido era un dios, si no hubiera habido en esos momentos cierto rifirrafe político entre los altos cargos del propio ministerio que, de rebote, me favorecieron.

El etarra detenido no era ningún blando pero fuimos lo suficientemente persuasivos como para obligarle a cantar. Además, y eso era mucho más importante, había sido un auténtico inconsciente que llevaba encima suyo una cantidad de documentación totalmente valiosa para nuestros intereses. Gracias a ello pudimos localizar a otros dos miembros del comando e intervenir sus teléfonos.

La intervención la efectuamos sin la previa autorización judicial. Estábamos convencidos de que, en caso de haberla solicitado, se nos hubiera contestado afirmativamente, tal era el cúmulo de datos concluyentes que poseíamos, pero nos temíamos que si alguien sospechara de la importancia del caso acabarían por quitárnoslo de las manos, sobre todo si tenemos en cuenta que al final los vencedores en el combate por el predominio ministerial habían sido los valedores de mi antiguo compañero de escuela. Fue una buena decisión ya que pudimos trabajar sin agobios ni ansiedades y finalmente, casi un año después, recogimos los frutos. Se avecinaba un atentado que pretendía conmocionar a toda la sociedad y yo era el único que tenía todos los datos en la mano.

Siete días antes de la fecha para la que estaba previsto el atentado me reuní con el teniente Rica, uno de los acólitos de Garrido al que la prensa había implicado en un oscuro asunto de tráfico de drogas. La reunión, a indicaciones mías, fue en un lugar secreto inmunizado contra todo tipo de escuchas ilegales. José Rica acudió vestido de civil, siguiendo mis instrucciones, y una vez que estuvimos los dos perfectamente instalados le conté a grandes rasgos lo que habíamos descubierto, guardándome los datos imprescindibles para poder seguir controlando toda la madeja. Cuando, después de revisar personalmente los documentos y datos que le había permitido ver, el teniente comprobó la veracidad de mis asertaciones, le hice una propuesta.

– Convendría -añadí- que nos reuniéramos con la víctima algunos días antes para prevenirle y, si es posible, contar con su colaboración en la caza de los terroristas. Aún no conozco la identidad del objetivo etarra pero en cuanto la descubra, que será muy pronto si mis informantes no me han engañado, se la comunicaré. Eso sí, debe quedar muy claro que no deseo que nadie más que nosotros dos y el coronel Garrido estén al tanto de la operación y se entrevisten con la víctima.

– ¿A qué viene eso? -preguntó suspicaz el teniente.

– No quiero que haya mucha gente metida en el ajo para que no se desbarate la operación. No es que tenga miedo a las infiltraciones pero el que evita el peligro evita la tentación, o como se diga. Además, hay un tema personal. No sé hasta qué punto goza usted de la intimidad del coronel pero debo confesarle que nuestras relaciones no son muy buenas debido a historias pasadas. He estado reflexionando sobre ello y aunque nunca podré considerarle un buen amigo creo que él tuvo razón la última vez que nos vimos cuando me dijo que estábamos embarcados en la misma nave y que debíamos colaborar. Sería absurdo que teniendo ambos importantes responsabilidades en la lucha contraterrorista por mezquindades personales y lejanos malentendidos perjudicáramos los intereses superiores de la patria.

– ¿Puedo repetir eso a mi coronel? -me preguntó el teniente, un tanto emocionado al oír ese discurso.

– Por supuesto que sí -le dije, indicándole que era el momento de despedirnos, no fuera a salirme con la frasecita de que ése quizá fuera el comienzo de una hermosa amistad.

Unos días después llamé por teléfono a Julio Blanco Rodríguez, un empresario bilbaíno desconocido para el gran público pero cuyos tentáculos abarcaban gran parte de las finanzas no ya vascas sino españolas y europeas engeneral. Sin necesidad de entrar en pormenores le expliqué que estaba en una lista que se había encontrado a un activista de ETA detenido y que aunque no parecía que fuera a sufrir un atentado de modo inminente le rogaba que accediera a tener una entrevista conmigo. Así mismo le pedí que la mantuviera totalmente en secreto.

– Por esta conversación no se inquiete -le dije-, ya que me he preocupado previamente de que no se pueda intervenir, pero le ruego que no se vaya de la lengua, por su bien y por el nuestro.

Esa misma noche, sin darles tiempo para que me prepararan ninguna jugarreta, avisé al teniente Rica y, a través suyo, al coronel Garrido de los términos de nuestra entrevista. Para que todo pareciera natural la posible víctima no debía cambiar en nada sus hábitos. Todos los jueves iba a cenar con su mujer a un conocido restaurante bilbaíno. Era al parecer una costumbre que mantenían desde la época de su noviazgo y que muy pocas veces, por viaje o enfermedades, habían roto. Aunque la mayoría de las veces cenaban solos no era extraño que de vez en cuando se sentaran a su mesa, siempre la misma, algunos amigos a los que previamente habían invitado a compartir con ellos cuchillo y mantel. El teniente Rica estuvo de acuerdo conmigo en que el local era discreto y que, aun en el caso de que otras personas les vieran, nadie tendría por qué extrañarse de la cita. Los invitados serían diferentes pero la situación reproduciría la de cualquier jueves.

La cena solía empezar a las nueve de la noche y a las nueve menos cinco de un poco ostentoso Mercedes salían don Julio Blanco Rodríguez y señora que, mientras el vehículo conducido por su chófer particular se alejaba, entraban como todos los jueves en el local. Muy poco después, a las nueve menos tres minutos, otro vehículo se detenía frente a la puerta del restaurante y de su interior surgieron las figuras del coronel Garrido y del teniente Rica, así como la mujer del primero. Por lo que podía comprobarse el coronel había decidido dar más verosimilitud a la reunión llevando a su propio cónyuge.

Aquella noche todo el mundo fue extremadamente puntual, incluso los terroristas. A las nueve y diez un comando irrumpía en el local y tras conseguir fácilmente que todos los asistentes se paralizaran llenos de pánico, se acercaron a la mesa en la que estaban tranquilamente sentados el industrial y sus contertulios, esperando al último invitado, un comisario de policía llamado Emilio Vázquez, y les ametrallaron brutalmente. No fueron necesarias muchas ráfagas para acabar con las vidas de los cinco comensales, que se desplomaron como muñecos de guiñol a los que se les hubiesen cortado las cuerdas. En el fondo eso es lo que eran, ni más ni menos.

Tan sólo una cosa había cambiado con respecto al plan de los terroristas. Aquella noche, cuando salieron del restaurante, un contingente policial que se encontraba bajo mis órdenes les estaba esperando. Sin perder el tiempo en darles una absurda voz de alto disparamos contra ellos, matándolos a todos en menos tiempo que el que ellos habían utilizado para hacer lo mismo con el empresario y sus invitados. La operación apenas duró unos segundos pero según declaraciones a la televisión de los testigos presenciales, parecía que había sido eterna.

Minutos después el juez de guardia ordenaba el levantamiento de los cadáveres, nueve en total, y yo me dirigí al Gobierno Civil para preparar, junto al gobernador, el borrador de un comunicado así como la posterior rueda de prensa que tendría lugar. A la opinión pública se le informó de que el objetivo del comando terrorista era tan sólo el señor Blanco Rodríguez y que, por una desgraciada casualidad, se encontraban comiendo con aquél dos importantes miembros de la Guardia Civil a los que se les concedió, a título postumo, la medalla al mérito militar. Casualmente, un contingente policial se hallaba en las cercanías del lugar del atentado, dedicado a menesteres muy diferentes, cuando al tener rápida noticia de lo sucedido se desplazó hasta el restaurante llegando tarde para evitar el atentado pero consiguiendo localizar a los terroristas. Por desgracia, en el tiroteo que se produjo al verse descubiertos los asesinos, murieron todos, no quedando vivo ninguno de ellos. La actuación policial se había ajustado en todo momento a la legalidad y así lo corroboraban las primeras diligencias judiciales y forenses.

La versión que recibió el gobernador y que con buen criterio decidió no hacer pública era diferente. El comando asesino había sido detectado hacía tiempo por efectivos de la policía a mi mando pero el coronel Garrido me quitó el caso de las manos alegando que él y sus hombres estaban más capacitados y preparados para culminarlo felizmente. Ciertos documentos que aparecieron en su despacho y que había introducido en unas carpetas preparadas al efecto el teniente Daniel Arroyo, un antiguo hombre de confianza de Garrido postergado tras la ascensión del teniente Rica y que, por dicho motivo, no puso objeción alguna a colaborar conmigo, avalaba esa versión. Mis hombres y yo habíamos sido, según la misma, marginados del caso y tan sólo por un golpe de suerte pudimos llegar, desgraciadamente tarde, a la escena del crimen. Fue ésta la que se impuso entre las altas esferas, aceptándose sin duda alguna, acrecentando de rebote mi prestigio y consolidando el apoyo que tenía por parte de los mandos del Cuerpo Nacional de Policía dedicados a la lucha contra el terrorismo.

La auténtica versión, la que nunca se publicó ni llegó a oídos de los jerarcas del ministerio sólo la conocía yo, porque todo había transcurrido de acuerdo a lo por mí planeado, como homenaje a las enseñanzas que había recibido en su momento del bueno de Julián Sánchez. La verdad es que yo sabía que el atentado estaba previsto para ese día, a esa hora y en ese lugar, y que envié al coronel Garrido y a su teniente al matadero. La muerte de la esposa del coronel no estaba prevista pero, como solía decirme Julián en los buenos tiempos, novato, las cosas son como son y no hay que darle más vueltas o se nos reblandecerá la sesera. Sin embargo, pese a los sabios consejos de mi añorado compañero, la sesera se me reblandecía por momentos.