CARTA III. LA EMPERATRIZ.
Sentí la respiración de la primavera, y acompañando la fragancia de violetas y de lirios del valle oí el delicado cantar de los elfos. El riachuelo murmuró, las copas de los árboles crujieron, las hierbas susurraron, los innumerables pájaros cantaron en coro y las abejas zumbaron; por todas partes sentía la respiración de la naturaleza alegre, viva.
El sol brillaba delicada y suavemente y una pequeña nube blanca colgaba sobre los bosques.
En el medio de un prado verde en donde florecían los primores, vi a la Emperatriz sentada en un trono cubierto con hiedra y lilas. Una guirnalda verde adornaba su pelo de oro y, sobre su cabeza, brillaban doce estrellas. Detrás de ella se levantaron dos alas nevosas y en sus manos llevaba un cetro. Todo alrededor, bajo de la dulce sonrisa de la Emperatriz, flores y brotes abriendo su cubierta de rocío, verde hojas. Su vestido entero estaba cubierto con ellos como si cada uno abriera nuevamente la flor que era reflejada en ella o se había grabado sobre eso y se había convertido así parte de su ropa.
El signo de Venus, la diosa del amor, estaba cincelado sobre su trono de mármol.
"Reina de la vida," dije, "¿porqué todo es tan brillante y alegre alrededor de usted? ¿No conoce el gris, el cansado otoño, el invierno blanco y frío? ¿No conoce de la muerte y de cementerios con negras, frías y húmedas tumbas? ¿Cómo puede sonreír tan alegre sobre las flores abriendo, cuando todo está destinado a morir, incluso lo que aún no ha nacido?
Por respuesta la Emperatriz miró en mí aún sonriente y, bajo influencia de esa sonrisa, sentí repentinamente una flor de algún claro entendimiento abriéndose en mi corazón.