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el padre de usted les abriría una linda cuenta en el National City Bank, don Victorino Peralta criador de caballos pura sangre, don Victorino Peralta criador de becerros holstein y de pollitos W. horn, ese es él, su bella esposa Malvina Peralta de Peralta montada en una yegua baya, esa es usted, qué apabullante felicidad, qué fastidio rural, Malvina, Victorino prefiere escaparse de este país, viajar con el recuerdo de usted bajo el brazo como un portafolios, que le den una puñalada en una taberna de Rotterdam, él no es sino un patotero triste, Malvina, la juventud es la más confusa de las tristezas, él la llama desde la deprimente soledad que enfrenta el motor de su automóvil, usted no le responde, le responde el redoble de las nubes pizarra que se aglomeran allá lejos, la llama nuevamente porque tiene hambre de su cuerpo, Malvina, le responden tan sólo las nubes oscuras con su trémolo de cuatro timbales, la llama y la llama desde sus torreones claudicantes, Malvina, ni siquiera las nubes sucias le responden, Victorino tiene que huir de este silencio. Victorino aceleró la velocidad del Maserati, apremiado por el baquetazo de los timbales, por el contraluz guerrero de las trompetas, por el rezongo enconado del contrabajo, arrastrado por el brisote de todos los arcos, sometido a la constante acentuación de la Marcha al Cadalso, el Maserati desplazaba raudales de aire impávido, contra los cristales morían crucificadas las mariposas amarillas, el Maserati era un relincho de plata que bajaba de la montaña como la voz de Jehovah, ¿Soy o no soy el grande de la patota? pensó Victorino, sí es, Malvina, Victorino Peralta enciende un fogón para quemar los caletres del bachiller en filosofía, a Victorino Peralta le dan vómitos las componendas falderas del hijo de familia, Victorino Peralta le tira una trompetilla a las poses heroicas del joven revolucionario, Victorino Peralta se caga en el raquitismo y en la inspiración del poeta hermético, Victorino Peralta no tiene otra profesión sino el orgullo de no tener ninguna, duro de pectorales, Malvina, duro de bíceps, duro de maseteros, duro de corazón si viene al caso, propietario y piloto de esta máquina prepotente que obecede a sus manos y a sus pies y a sus gritos, Malvina, como un burrito de panadería. Los cauchos desafinan en las curvas, los cauchos chillan azuzados por la zalamería del fagote, espoleados por el pizzicato neurálgico de los violines, el velocímetro marca 110 cuando pasan al viejo Dodge cremoso, 120 cuando pasan al Buick azul, 125 cuando pasan al Cadillac negro, Victorino maneja con una precisión invulnerable, la izquierda en las 11 de un reloj imaginario, la derecha en las 3 de un reloj imaginario, 130 cuando pasan al camión de carga que pretendía estúpidamente no dejarse pasar, el camionero grita una insolencia que se la lleva el viento, Soy un machete pelado como volante, pensó Victorino, Victorino tiene sobrado derecho a correr a 140 kilómetros por hora, Malvina, Victorino domina este tremendo Maserati como si fuera un burrito de panadería, Victorino lleva grabada en el cerebro la explicación de cada tuerca, de cada alambre, de cada gota de gasolina, y luego la pericia de Victorino, sus músculos sus reflejos sus nervios, este descenso a 150 kilómetros por hora es un pasatiempo tan inofensivo como el paseo de un bebé en su cochecito de encajes, Victorino logrará algún día fugarse de este país, Malvina, disputará verdaderas, disputará auténticas carreras de automóviles, en Monza y en Le Mans, Victorino Peralta de casco y sonrisa, la insuperable estrella suramericana, el nuevo Fangio, ramos de flores y besos de muchachas rubias a la llegada, lástima que se haya matado el campeón inglés en la última curva, lo asaltan los fotógrafos, Malvina, lo arrinconan las buscadoras de autógrafos, Victorino Peralta ha batido el record mundial gritan los altavoces, Malvina, eso sí será correr contra los relojes y contra la muerte, no esta excursión de aficionados, esta procesión a 160 podridos kilómetros por hora, repitiendo una ruta que conoce como la palma de sus manos, Malvina, en una aparatosa máquina ornamental que domina como un burrito de panadería. De repente comenzó a llover sobre los campos y sobre el macadam, Victorino había corrido al encuentro de las nubes pizarra que se aglomeraban en la lejanía, al encuentro de un aguacero hosco que ahora caía sobre él en grandes goterones sesgados, greñas de pantano se desprendían del cerro y atigraban de ocre la carretera, el limpiaparabrisas desbarataba espesas telarañas de agua, los platillos de la Filarmónica de Berlín rechinaron a la luz de un relámpago, Victorino no disminuyó la velocidad, no era necesario disminuirla, no era, en la curva donde pusieron el cartel de la Orange Crush, ahí fue la cosa, las ruedas traseras del Maserati perdieron adhesión, los cauchos patinaron sobre el cemento húmedo, la mole violenta del automóvil se ladeó en diagonal buscando el talud del cerro, Victorino sabía perfectamente que en esos casos no se frena, no se frena jamás en las derrapadas, Victorino

cambió la velocidad, Victorino pisó el acelerador, era la maniobra indicada para evitar el encontronazo a la izquierda, para evitar el despeñamiento a la derecha, Victorino la ejecutó limpiamente, entonces brotó de la lluvia, entonces apareció en sentido contrario aquel autobús color violeta atestado de pasajeros y gallinas, desbordante de niños y canciones, Victorino enfurecido por su puerco destino dio un manotón violento al volante, el Maserati torció su embestida hacia el precipicio, Victorino no, Malvina, miperrita linda, carajo, Mami, pensó Victorino, los aterrados pasajeros del autobús color violeta sólo vieron un relincho de plata que cruzaba el tejido de la lluvia, los niños del autobús enmudecieron para escuchar un estruendo de yunques y trombones que daba tumbos entre los peñascos hasta detenerse en un clamoroso rígido iracundo acorde final.

Pero la sinfonía no había terminado, Malvina. En virtud de un milagro de Orfeo, hijo de Apolo, o en su defecto de Santa Cecilia, esposa de San Valeriano, la Filarmónica de Berlín continuó tocando en la entraña del abismo, en medio de un amasijo de heléchos aplastados, hierros retorcidos, humareda y despojos, sí, Malvina, despojos. También sonaba el estrépito del aguacero pero tan vocinglero que costaba trabajo precisar si era rumor del agua o algazara de brujas empecinadas en celebrar un inadmisible aquelarre matutino en torno al cadáver de aquel adolescente. El aguacero estridente y burlón (la lluvia montada en palos de escoba) decía con extravagancia goyesca de clarinete requinto:

Tú pensabas escapar de este hermoso país, pobre muchacho muerto, usaremos tu semen como ungüento para empinar nuestras tetas flácidas, usaremos tu sangre como bálsamo para alisar nuestras nalgas arrugadas, tu semen mezclado con belladona y mandragora, tu sangre perfumada con opio y cicuta, pobre muchacho muerto que soñabas con desertar de este maravilloso país.

Fue preciso que acudiera el viento en alegato de los restos de Victorino, un viento tan encarnizado que no se sabía si era el viento o si hermandad de frailes encapuchados que entonaban la más nefaria versión del Dies Irae que imaginarse pueda:

Dies irae, dies illa
solvet saeclum in favilla,
Lucifer con su morcilla se frota la rabadilla,

eran los frailes del viento juramentados para malograr el aquelarre de las nubes.

Las abominables hechiceras se hallaban en manifiesta desventaja a esa hora temprana, sin murciélagos ni tinieblas, bajo esa luz del día refractaria al vuelo de las escobas, y a las misas negras y a las tarantelas sicalípticas. Para complemento, desde una ermita solitaria repicaron, en auxilio de los monjes oficiantes, las parcializadas campanas del papa romano.

Dies irae,
dies illa solvet saeclum in favilla,
Lucifer con su morcilla
se rasca la rabadilla.
Judex ergo cum sedebit
quidquid latet adparebit
debéis alzarle el rabebit
para besarle el culebit.

Huyeron finalmente en ritmos encabritados las brujas de la lluvia, vencidas por la implacable solemnidad del canto llano. Escampó a todo lo ancho del valle. Un arcoiris de postal azucaró los cielos. En jaspeada gritería descendían por las vertientes los pasajeros del autobús, encabezados por sus niños cantores, y descendían con ellos los trajes rojos de los bomberos, y el verde oliva de los guardias nacionales, y los pañolones blancos de las campesinas, una muchedumbre bajó por las Vertientes en un tutti orquestal, para asombro y desbandada de las lagartijas. Ahí sí terminó el concierto de Berlioz, Malvina. El pajarraco negro que se había posado en la frente apaciguada de Victorino, huyó en un aleteo rastrero y grotesco.