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Crisanto Guánchez, ensimismado bronce de cadáver, no lo interrumpe.

Ahora no somos choritos de quince años, ni estamos desarmados, ni serán dos contra uno, yo despacho a Caifas mientras tú le das bollo a Perro Loco, todo bien combinado, pana, la misma noche allá en La Leona, a puñalada limpia, a chuzo limpio, ¿qué te parece, pana?

Crisanto Guánchez se levanta del taburete donde está sentado, se endereza como un juramento, habla con una voz ulcerada que Victorino no le conocía.

No te acepto que menciones lo que pasó esa noche, no se lo acepto a nadie, no pasó nada esa noche, ¿sabes?, ¡no pasó nada, carajo!

Y regresa a su resentimiento de pedernal, Victorino comprende que el más pequeño comentario suyo agravaría la situación, no quiere agravarla, Crisanto Guánchez lo mira con un odio que nunca le ha tenido, le nace en este momento el odio y le durará las dos horas que faltan para. El domingo de ramos se corta porque Victorino regresa dando tumbos de sus nubes grifas, lo acompañan unas ganas alegres de pelearse a puños con alguien, lo acompaña más adentro un hambre sobrenatural, un hambre de cien náufra

gos, el tobillo le duele igual que antes, un silbido de la Venadita florece entre los ruidos prometedores de la cocina, qué hambre tan arrecha tiene.

Tocan la puerta. El pierrot desdentado salta despavorido y acezante desde su rincón, dijo que se llamaba Guillermo, salta como rana. Victorino lo tranquiliza:

Abre sin miedo, es mi amigo Crisanto Guánchez.

Pero aquel Santo Tomás sin dientes no confía en adivinaciones metafísicas, se acerca sigiloso a la puerta, comprueba la realidad por un agujero, es Crisanto Guánchez por supuesto.

Crisanto Guánchez se secreteó con Victorino más de media hora. Volveré a las siete de la noche, dijo al despedirse, y volvió tal como había prometido, a las siete en punto, esta segunda vez el desdentado, se llama Guillermo, se adelantó a abrirle la puerta sin desconfianza. Ya no siento el dolor del tobillo, pensaba Victorino, se había tragado no sé cuántas aspirinas, dormitó veinte minutos derrumbado sobre el mullido instrumento de trabajo de la Venadita, el afectuoso desdentado lo ayuda a levantarse y a caminar hasta la puerta, Victorino sale de la casa apoyándose en el hombro de Crisanto Guánchez, la Venadita le dice adiós con una sonrisa que es el postrer testimonio de su ducal (de Guermantes) hospitalidad, pegado a la acera trepida levemente un Oldsmobile azul recién capturado en La Rinconada, su ex propietario es un hípico empecinado, sobre el piso del carro se mezclan en desorden revistas de carreras y fotografías de caballos en el recinto de vencedores, Victorino conoce de vista al individuo que está al volante, lo ha oído mentar elogiosamente por Crisanto Guánchez, tiene un apellido inglés o trinitario que en este instante Victorino no recuerda, Robinson o algo así o Matison, al lado del conductor está sentado Careniño que lo saluda con un silbido de arrendajo, Victorino se desliza a lo largo de los asientos posteriores, su rodilla choca con la de otro tipo cuyos rasgos se pierden en la oscuridad, Victorino reconoce la voz en cuanto le habla, es el Curita, lo llaman el Curita porque se persigna antes de cada atraco, en El Edén estuvo a punto de pelearse a cuchillo con él, la discusión fue acerca del poderío de cada uno con una puta debajo del esqueleto, el Curita se cree muy macho, Siete polvos seguidos, gritó, mejor es olvidarse esta noche de aquel inconveniente, fueron vaina de tragos, Crisanto Guánchez evitó, la pelea, se metió por el medio cuando ya los fierros estaban afuera, Crisanto Guánchez los reconcilió un mes después, ahora el Curita va sentado a su lado, el Curita le facilita amistosamente el trueno que le hace falta, es un cañón largo reglamentario de policía, Victorino comprueba al tacto las, Crisanto Guánchez disimula una ametralladora corta entre las piernas. ¿Y tú Careniño? Careniño lleva en el bolsillo una pistola belga último modelo, ¿Y tú Curita?, el revólver del Curita es un Colt 38 sin estrenar, Vamos en góndola, el inventario lo realiza a viva voz Crisanto Guánchez mientras el Oldsmobile abandona las calles pobretonas de Pro Patria, trepa una loma árida para caer en San Martín, atraviesa las avenidas frondosas de El Paraíso, trastabilla dentro del tráfico en Puente Hierro, los faros de los otros carros y el neón de los comercios le caen encima como llovizna, por fortuna este Oldsmobile es una máquina insospechable, patente de pasajeros sin tacha, a Dios gracias todos (menos Victorino con su camisa moradaarzobispo) se han vestido como para apadrinar un matrimonio, lo mejorcito que tenían en el closet, Victorino se disminuye discretamente entre Crisanto y el Curita, toman sin inmutarse la ruta del Este, con el arsenal que llevamos, Blanquita, me sale que vamos a un achaque en grande, no me molesto en preguntar un carajo, Blanquita, estoy resteado.

El hombre de la nariz ganchuda se disponía a cerrar la puerta de la joyería, un dependiente lo acompañaba con sumisión de sacristán, Victorino y Crisanto Guánchez saltaron desde la sombra, ¡Espere un momento!, Victorino ya no cojeaba ni volvería a cojear en su vida, su mano derecha agarró al dueño de la joyería por la raíz del cuello, lo empujó rabiosamente contra el escaparate de los relojes, los ríñones del dependiente latieron bajo la presión de la ametralladora de Crisanto Guánchez, el Curita se lanzó en picada sobre la caja registradora, Careniño rompió el vidrio de una vitrina con la cacha de su pistola, las manos de Careniño se afanaron rastreando collares y sortijas a través del boquete, el revólver de Victorino fue timoneando los pasos del dueño hacia el trasfondo del local, ¿Dónde guardas los papeles?, Crisanto Guánchez abandonó al dependiente y se sumó a la pesquisa, ¡Habla o te jodemos!, el hombre callaba, ¿Dónde están los papeles, cabrón?, Victorino lo golpeó en la cabeza con el mazo del revólver, un gusanito de sangre le coloreó el marfil de la calva, Crisanto Guánchez le entrompó la metra en las costillas, entonces el hombre de la nariz ganchuda usó los ojos despavoridos para señalar la escalera que conducía a los altos, que trepaba a una disimulada buhardilla, subieron detrás de él, la ametralladora de Crisanto Guánchez le apuntalaba las nalgas mosaicas, el dinero de las ventas mayores estaba atesorado en una caja de cuero negro, la caja de cuero encerrada en la gaveta de un escritorio, el escritorio lo está abriendo el joyero abrumado por la congoja de quien se desgarra voluntariamente las entrañas, Crisanto Guánchez deja la ametralladora en tierra para recibir el dinero, Crisanto Guánchez consagra dos minutos a amarrar al tipo con nudos indescifrables de bulto postal, después lo amordaza, sus ojos de Habacuc quedan relampagueando profecías entre las patas del escritorio, "El Señor Dios es mi fortaleza y El me da pies ligeros", Crisanto Guánchez lleva las armas cuando descienden la escalera, Victorino acuna en sus brazos la caja de cuero, abajo está el dependiente en quietud irreparable de faraón embalsamado, ha sido un trabajo primoroso del Curita, mecate de cien vueltas en los tobillos, las muñecas de ecce homo cruzadas sobre el vientre, un trapo enmudecedor bajo la nariz, Careniño ha atiborrado de joyas su maletín, Victorino sale en primer término, luego Careniño, de tercero el Curita, Crisanto Guánchez cubre la retaguardia, pegado a la acera el Odsmobile trepida suavemente, Madison se endereza de su fingido sueño y se aferra al volante con ambas manos, la calle se despliega solitaria y provinciana, apenas una obesa pareja matrimonial contempla una vidriera en la acera de enfrente, ha sido un lindo golpe, ¿verdad Curita?, la macolla debe pasar de los treinta mil, ¿verdad Victorino?, Me voy a gastar toda mi parte en putas, dice Careniño acariciando las redondeces del maletín, Yo le compraré un rancho a la vieja, dice el Curita hipócritamente, Todo en Etiqueta Negra y putas, insiste Careniño, los demás no hablan de sus proyectos, yo me voy a Colombia por un tiempo, Blanquita, si estos cabrones de la Judicial me ponen la mano, Blanquita, me van a desgraciar a palos, yo los conozco, me largo a Colombia, lástima que tú estés herida en un hospital, te llevaría conmigo a bailar cumbia, qué gozadera, Blanquita, en Santa Marta.

Victorino arrebata de un manotón la ametralladora que yace muda junto a la cadera de Crisanto Guánchez, del cadáver de Crisanto Guánchez para ser más exactos. El tiro fue en la nuca, un balazo de esos que no conceden indulgencias de Ay mi madre, traen la muerte escriturada desde que los vomita el fusil. Victorino hace trizas la ventanilla posterior del carro con la culata de la metra, se pone a disparar por entre el tragaluz de vidrios rotos.

Un atraco tan limpio, una faena tan concienzuda como fue la de la joyería, quién iba a imaginarse este desenlace, acorralados por cinco, más bien cincuenta patrullas, por un hormiguero de policías que tiran a sacarte las tripas, pataleando como ratas en la trampa de una calle ciega, no hay salida para ninguno, salvo para Careniño que ha huido por los tejados con el maletín de joyas y la caja de cuero, tampoco hay salida para Careniño, será un milagro de la Providencia si llega.

Habían dejado muy lejos la joyería, y los guiños publicitarios de Sabana Grande, y el vivac circular de la Plaza Venezuela, y los estadios ululantes de la Avenida Roosevelt, ya el Oldsmobile enfilaba hacia las murallas del Cementerio, hacia el sitio donde se dispersarían para encontrarse de nuevo al clarear la madrugada. En la Roca Tarpeya, en el rancho de la Negra Clotilde, repartimos el botín, nos bebemos un par de botellas, tú, Curita, te quedas a tirar con ella como siempre, dijo Crisanto Guánchez. La Negra Clotilde los esperaba contando los minutos, embullada por sus tres pecados capitales favoritos: la avaricia, la lujuria y las ganas de beber ron.

Victorino dispara sin esperanzas, con el entrecejo arrugado de los violentos y los labios crispados de los temerarios, el David del Bernini con una ametralladora entre las manos. La tartamuda es una bicha francesa, una Hotckiss que chisporrotea alegremente su mensaje. Victorino se ve obligado a apartar de un codazo el cadáver de Crisanto Guánchez que se le viene encima, le estorba los movimientos con su hemorragia pegajosa y su petrificada pesantez. El Curita dispara el revólver de vez en cuando desde la portezuela izquierda. Ni hablar de Madison, herido desde la primera ráfaga, se queja broncamente, esgarra doblado sobre el aro del volante.

La culpa fue de Madison, quién iba a sospecharlo. Madison tan veterano, tan verraco, tan sangre fría, no existe en el hampa criolla otro chofer que lo iguale en el trance de conducir una huida. Madison esta noche perdió la serenidad como un principiante, parece increíble. Se toparon con una radiopatrulla que venía de Los Rosales, una inofensiva patrulla en recorrido de vigilancia rutinaria, jamás se habría fijado en ellos si Madison no se desgobierna, aceleró sin necesidad, dobló atolondrado a la derecha en la primera esquina, no hizo caso de la luz roja, se metió contra la flecha.