Victorino Peralta
Victorino ha traído el Maserati para que lo bauticen los ojos de Malvina, a Malvina se le han humedecido las palmas de las manos igual que si él hubiera venido en burro o en trineo, lo importante es que haya venido, ella lo ha esperado desde el desayuno vestida de blanco, ha simulado regar los capachos del jardín. Malvina es alta, casi tan alta como Victorino, cultiva violetas en las ojeras, de esas que ya no se estilan, mira pensativamente. Está enamorada de Victorino desde la primera vez que trepó a la parrilla de su motocicleta, el algodón de su franela le alborotó los senos recién nacidos, para ese entonces ella chupaba caramelos de menta y leía con ardiente credulidad las tiras cómicas, Victorino podría ser Superman, o Mandrake, o Popeye, lo que él quisiera. A medida que crecieron los dos, a Malvina se le ahondó el sentimiento y se le oscurecieron las ojeras, sobre su conciencia pesan dos años de besos culposos y de caricias prohibidas, Victorino se empeña en ir más lejos, hasta el límite nada menos, se lo ha suplicado muchas veces, ha intentado hacerlo sin suplicárselo, pero ella lo conoce muy bien, le adivina los reflejos del alma, desde el cumplimiento de la posesión no la querrá igual, no por prejuicios sino porque no la querrá igual como no quiere igual a las cosas cuando ya le pertenecen, ella está segura, por eso se debate suspirando fiebre entre sus brazos, Malvina se muere por abrirse como una almeja bajo las rodillas insistentes de Victorino, No seas mala mi amor, él la besa como besaba el rey Salomón, le pide la dulzura que ella quisiera darle, no puede darle. El resto de la vida de Malvina no vale la pena, un bachillerato en colegio de monjas francesas (Je vous salue, Marie, pleine de gráce, Le Seigneur est avec vous, etcétera), un piano amaricado por los valses románticos menores, dos amigos cuarentones de la familia que pretenden casarse con ella, la lectura intoxicante de novelas rosas antes de dormirse, su madre no le permite leer novelas con espinas, hoy es el cumpleaños de Victorino y esta es la hora en que no ha venido a verla, lo único trascendental bajo las nubes es el forcejeo pecador entre los brazos de Victorino, los no y no y no trémulos que le espesan el aliento y le siembran de violetas las ojeras.
Victorino deja el Maserati en la avenida y se acerca a Malvina que lo añora enmarcada por margaritas y heléchos, nimbada por el perfume mundano de los malabares, competida por la aristocracia puntillosa de las orquídeas. Entran en la casa, ya Malvina deshojó asombros y lisonjas ante las formas rutilantes del automóvil, Es algo de ensueño, atraviesan un frágil sendero de capodimontes y limones, el arroyo cardenalicio de las alfombras los conduce hasta la biblioteca.
No me invitaron a la fiesta de los Londoño dice él, se detiene ante la puerta, le cede el paso. Entonces yo tampoco iré, dice ella, la respuesta que él había previsto.
La biblioteca es la viscera más sosegada de la casa, vagabundea en su ámbito un efluvio de pergaminos y gamuzas, de Harún Al Raschid y Víctor Hugo, la ventana azulenca domestica el claror del patio, es imprescindible encender las luces si se quiere diferenciar las doradas letras mortecinas, si se pretende descifrar los lomos herrados de los libros. Victorino y Malvina no encienden las luces.
Un único cuadro cuelga en la penumbra del salón, ejerce su patrimonio acuartelado entre el brocado de la cortina y la caoba de los estantes, es un retrato del doctor Jacinto Peralta Heredia, abogado de nacimiento, ex senador de la República, directivo y accionista de compañías anónimas, propietario y señor de esta casa, padre de Malvina, tío de Victorino. Su luminaria jamás se apaga dentro de la estancia, el sol cernido que trasciende del patio se empoza casi íntegro en sus rasgos preclaros, al atardecer las criadas encienden un hilillo de neón que le contagia su resplandor enfermizo, no le permiten quedarse a solas ni un segundo con sus terciopelos interiores. Los conceptos jurídicos fluyen en espirales de la despejada frente, los cupones bancarios pregonan su liquidez en el oriente de la gruesa perla que le manumisa la corbata negra. Es un óleo académico pero expresivo, obra de un pintor español debidamente afamado, retratista de Alfonso XIII y de la Bella Otero, don Jacinto Eulogio no arriesga su fisonomía a las pinceladas anarcoides de los artistas nativos.
"Todo triunfo es fruto de un largo y mantenido esfuerzo" (es el retrato quien dispara los aforismos), el corpóreo don Jacinto Eulogio, acaparado por el trino de los teléfonos, el ronroneo de las juntas directivas, el correteo de los cocteles a los matrimonios, a los divorcios, a los entierros de sus innumerables amigos, el don Jacinto Eulogio de carne y hueso carece del reposo requerido para un apacible filosofar. "Un voluntarioso y concienzudo esfuerzo es mi biografía, he levantado este hogar con una sola pero virtuosa hija, no dilapido la indilapidable fortuna heredada de nuestro padre, esto lo digo por mi hermano Argimiro, ni la desaprovecho en lirismos visionarios como Anastasio, mi otro hermano, el menor, Anastasio le ha dado por improvisar industrias en un país irreparablemente prestamista. Mis depósitos personales el retrato de don Jacinto Eulogio deplora in pectore que el pintor no lo proveyera de una sonrisa boyante de reserva en el British American Bank, ¡después de lo de Cuba uno no sabe lo que puede ocurrírsele a esta negrada novelera que nos circunda!, bueno, mis depósitos personales montan a 840.807,83 dólares colocados al 8 y 5/8 por ciento anual, el informe lo recibí hace una semana, aún recuerdo las cifras con lujo de decimales, tengo una memoria justiniánica".
Victorino y Malvina encauzan sus anhelantes hormonas, costeando sillones de cuero y enciclopedias abrumadoras, hacia el trasfondo de la biblioteca donde una muralla de textos jurídicos erige su gnosis amparadora. ¡Va a comenzar el juego, damas y caballeros! Malvina frontal y codiciosa se ha arrinconado voluntariamente, de espaldas a los anaqueles romanistas, sólo los heliotropos de su aliento la separan del equipo contendor, el balón está situado en el centro del campo, el arbitro escruta su cronómetro y pita, el centro delantero entra en acción.
"El resto lo tengo colocado en acciones inconmovibles e hipotecas precavidas. Y es justicia añadir sigue perorando el retrato ciceroniano de don Jacinto Eulogio que la médula esencial, digamos el sésamo ábrete de mis éxitos, ha sido mi habilidad para captar en sus fibras más íntimas la psicología de este país, mejor dicho, la psicología de la gente que manda en este país, a saber: los generales de uniforme, los políticos pragmáticos y las compañías (también mandaban los latifundistas in illo tempore, hogaño han devenido vejetes de buena familia, momias antisépticas, mendicantes de subsidios, ¿a quién se le ocurre conspirar con un hacendado de cacao pudiendo hacerlo con el gerente de la Standard Oil?) petroleras. Psicología del general de uniforme: la aspiración institucional del general de uniforme es infundirnos miedo, ergo, hay que tenérselo. Psicología del político pragmático: al político pragmático es preciso demostrarle que uno es capaz de jugar tantas cartas al mismo tiempo como las que él juega, o sea, las cuarenta del paquete. Psicología de las compañías petroleras: ninguna, no tienen psicología sino lógica, adaptémonos a su lógica".
Victorino y Malvina se han emulsionado en un beso que las trompetas del apocalipsis no lograrán destrenzar. Ella siente reptar la lengua de él bajo la suya como una pequeña serpiente deliciosa y cálida, otea el deslizamiento de una mano corsaria en abordaje de sus senos, desgonza su primer no desmayado y condescendiente. La otra mano de Victorino le ha aprisionado dulcemente las nalgas, punto de apoyo para impulsar el vientre de ella hacia su raíz de hombre, Victorino interrumpe a medias el beso para humedecerle sobre los labios una procesión de posesivos contradictorios: mi reina, mi perrita, mi albaricoque, mi anafe caliente, mis pelitos queridos, mi diabla suelta, mi santa, mi amor.
"Además la efigie de don Jacinto Eulogio se prodiga parlanchina y sociológica en este lúcido mediodía de noviembre que le telegrafía mensajes de optimismo a través del velado cristal de la ventana uno de los basamentos capitales de mi solidez ciudadana, de mi peso específico nacional, es un hecho concreto aparentemente abstencionista: nunca me he propuesto ser ministro, nunca he sido ministro, nunca seré ministro. ¡Cuántos porvenires espléndidos se han frustrado en Venezuela, precipitados por esa manía tontivana de repantingarse en un Cadillac negro con matrícula de números dígitos! Un hombre público que se estime no tiene derecho a comprometer con ningún gobierno su reputación hasta el extremo de aceptarle a ese gobierno una cartera ejecutiva. Pensad, amigos míos, en las responsabilidades, complicidades solidarias que las funciones ministeriales acarrean. La conciencia del ministro de Comunicaciones carga con un porcentaje de los cadáveres que aporta al régimen el ministro del Interior; el buen nombre del ministro de Justicia es subsidiario de los cráteres que inhabilitan el sistema carretero del país; sobre los hombros del ministro de Sanidad gravita una cuota considerable de los contrabandos que ingresan a través de las aduanas celestinas. Y si el día menos pensado cae el gobierno, lo derroca un cuartelazo como suele suceder, a la media hora bajan las turbas de los cerros, ansiosas de saquear la biblioteca del ministro de Relaciones Exteriores y de orinarse en sus Utrillos y en sus porcelanas chinas. Amigo del gobierno siempre, ministro jamás. Tal sería el emblema que orillaría los flancos de mi escudo, si en nuestro país se acostumbraran esas güevonadas heráldicas".
Las caderas de Malvina se adaptan al ritmo de Victorino, la cadencia los lleva por encrespados mares de agua miel, ella le clava las uñas dementes en la espalda, arrulla como paloma versos que no ha pensado, sacude sus pétalos mojados contra los huesos combatientes de Victorino, él se quema en, dame tu boca amor que la he perdido, muere conmigo amor que ya estoy ciego.
Ahora se enfrenta al trance irrespetuoso de pasarle por delante, con los pantalones evidentemente empegostados, al retrato de su tío Jacinto Eulogio, ¡adelante Victorino!, él estará sumido en los tremedales del Derecho Canónico, o se hará el desentendido, si Dios quiere.
ni cuando invitaron a pasear en sus pintorreados automóviles a tres maricones callejeros, la más loca del trío solfeó en aceptación arrumacos inadmisibles, "gracias, colegas de la jailaif, hermanas nuestras!", los tres maricones se pavoneaban bajo las arcadas desprestigiadas del Centro Simón Bolívar, era medianoche, los acarrearon hasta el hoyo 18 del club Valle Arriba, allí los dejaron en cueros a merced de una llovizna banderillera de frío y humillaciones, cruzados a correazos los culitos contranaturales, embadurnadas de pintura negra las barriguitas rastreras;