Victorino Perdomo
Me esperas temblorosa como la piel de una potranca antes de la carrera, Amparo, yo me desamarré de militancias y de preocupaciones a la puerta de tu apartamento, dejé mis ideas dobladas como un periódico debajo de una botella de leche, dejé en el ascensor el minúsculo pizarrón de mi memoria donde está dibujado el plano del banco y la posición exacta de los cajeros, dejé también mi furor juvenil que reclama escombros y cenizas para edificar la justicia sobre la pureza del guarismo cero. Yo desnudé, imaginaba haber desnudado mi mente de importunas vestiduras, antes de desnudar mi cuerpo de telas convencionales para enfrentarme virilmente a ti que me abriste la puerta con tus manos olorosas a jabón y a ternura, envuelta en una bata de flores azules, alumbrada por una sonrisa que, por el camino vine exprimiendo recuerdos, reconstruyendo gozos y orgasmos, tantas muertes vividas en tu compañía desde el mediodía en que salpicaste de rojo tus sábanas y anunciaste la rasgadura del himen con un pequeño grito de ratón. Por el camino vine pasando revista a nuestras primeras torpezas, yo te enseñé a hacer el amor, yo aprendí contigo a hacer el amor, un alambique de curiosidad y deleite convirtió nuestras timideces iniciales en refinamientos, fuimos descubriendo un bosque denso y dulce de cuyas secretas brasas nadie nos había hablado, cuya descripción no habíamos leído en libros ni contemplado en pantallas de cine, Amparo de mi alma. Ahora no existe comisura de tu cuerpo que yo no haya conocido y saboreado, no existe arista de mi cuerpo que no hayan transitado tus manos y tus labios, has inventado palabras con tu cabeza presa entre mis rodillas, he bebido tu savia y tu sudor a la sombra de tus sollozos, hemos calcado las actitudes de los animales y de los dioses, hemos quemado nuestras jaleas blancas en una misma llama, hemos gemido bajo un mismo relámpago de leche y delirio.
Después del largo beso húmedo junto a la ventana, Amparo, caminas silenciosa hacia tu cama, te despojas de la bata florida, te extiendes morena desnuda desafiante en mitad de la blancura. El comandante Belarmino desarma al policía de guardia, un mulato ladino que le entrega el revólver sin mirarle la cara. Yo me quito la ropa lentamente, Amparo, dejo caer los calzoncillos a mis pies, mis sentidos me llevan a tu querida mariposa negra, a tus muslos serenos que la custodian, a las puntitas de tus senos endurecidas por mi presencia, a tu boca entreabierta y tus ojos cerrados, a ti, Amparo, la rosa entera. Tras los cristales del Chevrolet negro se entrevé el perfil tenso de Valentín, a su lado Carmina suspira con la beretta de cuarenta tiros entre las piernas. Voy hacia ti descalzo, tú adivinas mis pasos sin abrir los ojos, me reciben tus brazos extendidos, tu boca revolotea a caza de la mía, me muerdes tiernamente las palabras, me atraes hacia el fogaje de tu vientre. Yo le coloco el revólver a un milímetro de la frente, le grito ¡Levante las manos que es un atraco!, el cajero aterrado se. De golpe me sacude un presentimiento, Amparo, no voy a poder cumplirte, todo lo que hagamos será tiempo perdido, ineficaces tus caricias, inválidas mis armas, yerta mi sangre, carajo.
Y así sucede. Tus dedos no logran entender el lacio reposo que palpan, tus muslos desconocen la desvaída indiferencia que los desaira. ¿Te sientes triste?, preguntas. ¿Te sientes lejano? preguntas. ¿Te sientes enfermo, amor mío? preguntas, te ciñes como, yedra a mi sudor, tu boca se desenfrena dentro de la mía, toda tú eres un inmenso deseo desplegado, no voy a poder cumplirte, estoy seguro, Amparo, maldito sea.
Algún ángel te aconseja dejarme en paz, Amparo, te levantas sin ruido, mis ojos intimidados ven como se aleja tu espalda morena, te detienes pensativa junto al tocadiscos. Inunda tu cuarto una música que ha sido cómplice predilecto de nuestras más desvergonzadas entregas, de nuestras confesiones más serviles, de nuestros juegos más indecorosos. I can't say nothing to you but repeat that Love is just a four letter word, canta Joan Baez, su canción adquiere esta vez profundidades de salmo, congoja de elegía que ahonda mi trauma, mi único consuelo es saber que esta vaina va a finalizar pronto, dentro de unos minutos estaré lejos de aquí, me duelen las sienes, se me ha secado la garganta, lejos de aquí.
Pero tú no te resignas, Amparo, todavía desnuda y cavilosa enciendes un cigarrillo y te envuelves en humo, ahora estás de frente, la luz vermeer de la ventana cabrillea sobre tus senos, aplastas sobre el mármol de la mesa el cigarrillo recién encendido, vuelves hacia mí segura de tu esencia y de tu mojadura de mujer enamorada y de tu aroma y de tus manos. ¿Y si hay tiros?, si hay tiros será necesario saltar por encima de un cadáver para impedir que salten por sobre el tuyo, cono. De nada vale, Amparo, el cosquilleo de tu lengua en mis oídos, los capullos de tus pezones retozando a ras de mis labios, la ondulación suplicante de tu cuerpo sobre el mío, me causas daño físico en el sexo estrujado y afligido, te digo una vez más Hoy no es posible, tú replicas tercamente Siempre es posible, y así luchas contra mi desaliento hasta que te convences de que no es posible.
Entonces has mirado el reloj. Falta muy poco para el regreso de tu madre, ya salió del trabajo, subió al autobús, viene rodando por entre semáforos y pregones, Vístete ligero, me visto más ligero de lo que pensabas, lo importante es encontrarse lejos de aquí, sufrir o resignarse pero lejos de aquí, tú sonríes afectiva sencilla adorable reconfortante: Qué tonto eres, te espero mañana a esta misma hora, chico, ¿y si hay tiros, Amparo?
(Hubo una época idílica en que todos estuvimos de acuerdo, nemine discrepante, nadie lo imaginaría al vernos tirándonos de las greñas, existió verídicamente aquella Jauja del espíritu, aunque usted no lo crea, lector escéptico, le explicaré. Todos a una nos sentíamos hasta la coronilla del dictador, quosque tándem esa vaina, un regordete engreído, mediocre, cruel, que se creía Napoleón y no alcanzó al ombligo de Tartarín cuando le llegó la hora de demostrar qué tipo de héroe francés le correspondía. Lo bochornoso fue que logró infundirnos pánico bíblico, tan armado hasta los dientes andaba, tan decidido a perpetrar crímenes se mostraba, tantos había perpetrado. Pero el día menos pensado el rebaño se volvió avispero, y lo tumbé, lo tumbaste, lo tumbó, lo tumbamos, lo tumbasteis, lo tumbaron. Y al despertar nos sacudió la euforia fuenteovejúnica de haberlo tumbado, como una tribu africana que danzara alrededor del hipopótamo muerto acribillado por sus flechas. El señor ateo salió a pasear del brazo con el señor obispo, y el señor obispo compartió su chocolate con el señor ateo, Sírvase una taza más. El compañero capitalista palmoteo con efusividad indulgente las espaldas sudadas del compañero obrero, y el compañero obrero le pidió la bendición al compañero capitalista. El camarada joven se postró vasallo ante la experiencia canosa del camarada anciano, y el camarada anciano cantó loas a la rebeldía barbuda del camarada joven. Los militares cortaron miosotis en los jardines públicos ante el asombro civilista de las maritornes. Los campesinos llevaron sus niños al banco para que arrojaran cacahuetes a la Junta Directiva que les hacía guiños sandungueros detrás de la reja. La inmarcesible Liberté degeneró en diosa de medio pelo, la apetitosa Egalité se unió al menoscabo de su hermana, los incensarios perfumaron exclusivamente a los pies de la tercera, la excenicienta, mademoiselle Fraternité, signorina Unitá, miss Concord, fráulen Einigkeit. Entre tanto, el dictador fugitivo trasegaba nostálgicos tom collins en el bar del hotel Fontainebleau, Miami Beach, revisaba las cifras de sus depósitos bancarios, sumaba dólares con francos suizos, pasaban de 120 sus millones, y se reía, se reía, como el espíritu burlón de un poeta español llamado Emilio Carrere, injustamente olvidado).
Estamos sentados los tres a la mesa, como antes, ante el humo aldeano de la sopa y la mansedumbre de los panes. Mi padre, Juan Ramiro Perdomo, ha regresado de su cárcel lejana, aureolado por un prestigio público que jamás ha solicitado. Los periódicos hablan de su estoico comportamiento en las torturas, de cómo afrontó los salivazos del interrogatorio, el hambre y la sed dosificadas con la intención de ablandarlo, los filos metálicos que le tasajeaban los pies, no le puso atención a las preguntas viles, los mandó al carajo, esa fue su única declaración. Los periódicos hablan también de sus años de reclusión en la cárcel de Ciudad Bolívar, allá sembró hortalizas, enseñó gramática, historia, geografía a los presos del pueblo. Sus amigos vienen a visitarlo, lo abrazan orgullosos de ser sus amigos, le dicen Eres un verdadero comunista, ese es el único elogio que le satisface oír.
Porque mi padre, Juan Ramiro Perdomo, no hace alarde de las prisiones que ha sufrido, no les atribuye rango de proeza, las considera un accidente que ha podido ocurrirle del mismo modo a cualquier otro de sus compañeros de fila. Justamente por eso es que yo digo en todas partes, sin que me lo pregunten, Juan Ramiro Perdomo es mi padre. Está sentado a la cabecera de la mesa, entre Madre y yo, desdobla su servilleta, se sirve la sopa que Madre ha cocinado con verduras y amor, y dice:
¡Cuéntenme cosas! ¡Cuéntenme cosas!
Quiere enterarse de los grandes acontecimientos que ocurrieron en el mundo durante su ausencia, cómo y cuándo los soviéticos lanzaron el sputnik, qué fue lo que dijo Kruschef contra Stalin en el veinte Congreso, él estaba preso e incomunicado, a su celda no llegaba sino el ladrido de los perros. Madre lo va informando con su dejo de maestra de primaria, a veces me cede la palabra:
Ese otro asunto lo conoce Victorino mejor que yo.
Mi padre quiere saber minuciosamente cómo tumbé, tumbaste, tumbó, tumbamos, tumbasteis, tumbaron al dictador. No se da cuenta de que él, desde su calabozo, participó en el derrocamiento con mayor contundencia que nosotros los de afuera. Fueron ustedes, los presos, quienes en realidad lo tumbaron. Yo, Victorino Perdomo, estudiante de segundo año de Sociología que se batió a pedradas contra las ametralladoras de la policía, pequeño burgués que subió a los cerros para incorporarse a la furia endemoniada del populacho, yo hacía eso por sacar mi preso, porque a toda costa quería hacerme digno de mi preso, por más nada.
No idealices, Victorino, no idealices dice mi padre. Explícame más bien cómo los sindicatos deshechos pudieron organizar una huelga general, quién agrupó a los intelectuales, en qué forma se solidarizaron los marinos, de dónde sacó armas el pueblo.