El jesuita se persigna, reza y pide que le sean perdonadas estas blasfemias. «No sabe lo que dice», parafrasea al Evangelio. Francisco también pide disculpas para formular otro pensamiento. Hernández endereza el torso y aleja el mentón, como si estuviese por recibir un puñetazo.

– ¿No está relacionada mi condena a muerte -dice- con la poca confianza que ustedes depositan en su propia fe?

– Es absurdo… Por favor, por piedad, por el cielo… -implora el jesuita-. No se cierre a la luz, a la vida.

Francisco mantiene una calma sobrenatural y desmigaja sus ideas lentamente. Le repite que no combate a la Iglesia (ya dijo que ama al cristianismo porque ha desparramado la Sagrada Escritura y ha acercado millones de seres al Dios único). Combate por su libertad de conciencia. No tiene la culpa de que su libertad sea tomada como una impugnación.

Andrés Hernández se seca las mejillas y oprime el crucifijo con ambas manos.

– No quiero que lo lleven a la hoguera. Usted es mi hermano -exclama-. Le he escuchado decir de memoria las Bienaventuranzas con emoción cristiana. Su obstinación, aunque la atiza el diablo, implica coraje. Una persona como usted no debería morir.

Francisco levanta sus manos llagadas, calientes, y las apoya sobre las que oprimen al crucifijo.

– No soy yo -la ironía es triste- quien condena.

– Su testarudez lo condena.

– El Santo Oficio, padre, el Santo Oficio, y en nombre de la cruz, de la Iglesia y de Dios. En nombre de todos ellos. El Santo Oficio, ni siquiera para condenar a muerte, asume su responsabilidad. Pretende tener las manos limpias, hipócritamente, como Poncio Pilatos.

Hernández se arrodilla frente al reo, le oprime los hombros y lo sacude levemente.

– Se lo pido de rodillas. Me humillo para hacerlo despertar. ¿Qué más necesita para volver al redil?

Francisco cierra los párpados para frenar sus propias lágrimas. ¿Cómo hacerle entender que está más despierto que nunca? El sollozo se abre como un manantial avergonzado. Ambos han llegado al límite de sus fuerzas, pero sus pensamientos no logran confluir. Ambos sienten un desborde de cariño: admiran la respectiva perseverancia. Se despiden con un gesto que casi es un abrazo. El resplandor del ventanuco se intensifica, testigo de un hecho inverosímil.

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Con los párpados enrojecidos el jesuita Andrés Hernández informa al Tribunal sobre su fracaso y ruega misericordia por el reo. Mañozca insiste en que ese hombre ha perdido la razón, lo cual no modifica la sentencia: será quemado vivo en el próximo Auto de Fe.

Empieza entonces una carrera entre el aparato inquisisitorial y su víctima. Encerrado, desarmado y debilitado, Francisco apela a un último recurso para burlarles el espectáculo de su ejecución. ¿Qué se propone aún ese hombre lastimado y solitario? Ya no vienen a su celda los negros Pablo y Simón ni el nuevo alcaide: sólo interesa como carne para masacrar en público. Le proveen la colación reglamentaria y de vez en cuando retiran la bacina. Nada más. Es una ruina despreciable que vendrán a buscar para la humillación culminante. "Pero se llevarán una sorpresa -masculla Francisco-. ¿Cuánto tarda la preparación de un Auto de Fe?, ¿tres, cuatro, cinco meses? Es el lapso que necesito.» Recibe las pequeñas bolsas con alimentos y sólo guarda el papel, la harina y el agua. Al papel lo recorta amorosamente para formar hojas de cuaderno; con la harina y el agua prepara el engrudo que adhiere los trozos sobrantes para hacer más hojas. En estos meses se dedicará a escribir. Y no comerá. El Santo Oficio sabrá que no puede todo: es terrible pero no omnipotente. La carrera consiste en morir antes de que lo maten.

Y comienza el ayuno más severo del que se tiene memoria. Ayudará a Dios a despegar su alma de la materia antes de que lo lleven al fuego. No les dará el gusto de un eventual arrepentimiento (falso, impuesto por el terror), ni gemirá por las quemaduras. Tiene que ganarle de mano a los verdugos. Su pulso se acelera con la loca expectativa de llegar a tiempo en esta competencia final. La desventaja de Francisco, sin embargo, reside en desconocer la fecha del Auto. Su ayuno, por consiguiente, debe ser severo, eficaz. Durante los primeros cuatro días le acosan le los conocidos malestares de ayuno anteriores: mareos, retortijones, desaparecen los ruidos del intestino, se esfuman sus dolores, navega hacia otra dimensión. El pequeño cuchillo que antes fue clavo, y la pluma que antes fue hueso de pollo, lo acompañan en su labor cotidiana. Durante muchas horas fabrica los materiales de su escribanía y durante otras tantas redacta sus pensamientos. Después los esconde.

La prolongada abstinencia consume la ya magra contextura de Francisco. Puede mantenerse menos tiempo de pie y reduce las horas de trabajo. Lo arropa una suave debilidad. Su decaimiento físico es la contrapartida de su vigor espiritual. La cercanía de la meta sopla clarinadas de victoria. Día que pasa es día ganado. Cuando vengan a leerle la sentencia y ponerle el sambenito infamante para llevarlo al altar del sacrificio no encontrarán más que sus insensibles restos.

El alcaide descubre un poco tarde la impresionante jugada y corre a descargar su culpa ante los jueces. Teme con razón que le apliquen un fuerte castigo. Arguye que el prisionero recibía sus alimentos regularmente y que había dejado de reclamar audiencias. No había nada que justificase un control especial. ¿Cómo podía sospechar su ardid? ¿Cómo iba a pensar que un judío confeso sería capaz de someterse a una privación semejante, sólo registrada en la historia de los santos? Cuando entró en su mazmorra -dice- encontró un esqueleto forrado por piel fina como seda. Yacía tendido en la cama, casi muerto. Le habló y gritó, pero no oía. Le puso la mano en el pecho y, aliviado, reconoció que aún respiraba. Lo dio vuelta y descubrió que su piel estaba rota en varias partes y sustituida por úlceras.

El Tribunal escucha el nervioso informe y exige al alcaide que calcule el tiempo de ayuno. El compungido funcionario suma con los dedos, le parece estar equivocado, suma nuevamente y, en tono vacilante, dice:

– Alrededor de ochenta días [50] .

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Flota entre los tules de la semiconciencia. La boca reseca apenas articula su negativa a comer. Está cerca de su objetivo, sabe que va a ganar. Le ofrecen pasteles, frutas, guiso, leche, chocolate. El médico ordena moverlo delicadamente para que las zonas escaradas queden al aire y cicatricen. Hasta el jesuita Andrés Hernández y el franciscano Alonso Briceño son mandados a persuadirlo de que interrumpa su ayuno.

Otro hecho, sin embargo, imprime un giro a la vida de Francisco y a toda la historia de la Inquisición en Lima. Los oídos del reo, apagados por efecto de la cruel desnutrición, alcanzan a descifrar unas palabras que transmiten los golpes: complicidad grande, arrestos masivos, judíos descubiertos . Por el lúgubre corredor pasan soldados, gente, lamentos y tras los muros se amontonan adobes, se cavan zanjas, se multiplican las celdas. Una denuncia poco relevante ha exhumado un filón de judíos secretos que enfebrece la codicia del Santo Oficio. El hastío de los largos procesos a escasos infelices se ha convulsionado por el arresto de figuras notables.

El inquisidor Gaitán rompe la nueva solicitud que elevaba a España para ser relevado de sus funciones: ahora prefiere quedarse en Lima; nunca sospechó que vendría a sus manos un botín semejante. El Auto de Fe para condenar a unos cuantos frailes, hechiceras, judíos arrepentidos (y tan sólo uno al fuego) se cancela. Ahora deberán trabajar duro con la interminable fila que penetra, como una serpiente, en la oscuridad de las cárceles. Cuando se realice el Auto de Fe, serán incorporados decenas de increíbles pecadores y el acontecimiento estremecerá al mundo.

¿Qué había pasado? Un hombre joven llamado Antonio Cordero que había residido en Sevilla y trabajaba ahora en la Ciudad de los Reyes para un rico mercader, comentó que no vendía los sábados ni domingos, y tampoco le gustaba el cerdo. Su fanfarronada fue transmitida a un familiar. Los inquisidores -apremiados por el ahogo financiero- olfatearon una presa fecunda y resuelven modificar la rutina por primera vez: secuestran a Cordero con sigilo y no proceden a confiscarle los bienes para evitar que los amenazados tomen precauciones. El cautivo, tan valiente cuando gozaba de la libertad, en la cámara de torturas produce el mayor desastre que podían esperar sus hermanos: delata a su patrón y a dos amigos, que inmediatamente son chupados por la lúgubre fortaleza. La comunidad judía que se fue constituyendo en la ciudad no advierte el peligro que implicaba la desaparición de estas personas; descartan el protagonismo de la Inquisición porque en ningún caso se produjo la confiscación de costumbre. El 11 de agosto de 1635, sin embargo, se despliega una redada súbita que saca de sus viviendas a decenas de personas, enluta a familias de prestigio y se extiende como una onda terrorífica hasta los confines del Virreinato del Perú.

Es tan grande el entusiasmo del Santo Oficio que parten hacia España nerviosas cartas con datos y pronósticos. En una de ellas afirman los inquisidores: «hay tantos judíos que igualan a las demás naciones», «las cárceles están llenas», «andan las gentes como asombradas y no se fían unos de otros porque cuando menos piensan se hallan sin el amigo o compañero a quien valoran tanto», «tratamos de alquilar todas las casas vecinas» al edificio original porque éste ya no da abasto: No disimulan su satisfacción: «no se le ha hecho en estos reinos» a Su Majestad y la Iglesia «mayor servicio que el actual». Subrayan la amenaza que constituyen los judíos: «esta nación perdida se iba arraigando de manera que, como mala hierba, había de ahogar a esta nueva cristiandad». Y no dudan en aplicar una rotunda etiqueta: son «una secta infernal, predicadora del ateísmo». También informan que, «cuidadosos siempre en estas materias, escribimos a todo el distrito encargando a nuestros comisarios que, con toda brevedad, cuidado y secreto, nos procurasen enviar el número cierto de portugueses que cada uno tuviese en su partido, y algunos comenzaron a ponerlo en ejecución».

Entre los arrestados figuran tres mujeres. Estiman los jueces que su menor fortaleza física las inducirá a proporcionar otros nombres. En la primera etapa -antes de sustanciar los juicios- urge atrapar el mayor número de delincuentes; algunos ya han fugado a la selva o la montaña o tratarán de embarcarse clandestinamente.

El correo de los muros transmite reiteradamente un nombre: «Mencia de Luna.» «Mencia de Luna, joven-judía-torturada.» No ha vuelto a la prisión. Resuena su nombre como un desesperado homenaje. Francisco se esfuerza en contar los golpes, construir palabras, salir de su lechoso sopor. A pocos metros ha sido sacrificada una joven mujer. Bebe unas gotas de agua y mastica lentamente la carne de una aceituna. En su cerebro magullado nace un pensamiento vacilante; lo rodea una multitud de víctimas y no debe abandonadas. ¿Cómo? Escupe en la mano el hueso de aceituna y lo contempla extrañado: ha roto el ayuno, involuntariamente. ¿Por qué? Se frota las sienes y abre grande los ojos como si pudiera leer en el tiznado muro el mensaje que explica su cambio repentino. No lo ha hecho por temor a la cercana muerte ni por complacer a las súplicas de Hernández y Briceño: una desgracia barre la capital del Virreinato. Coge el pan, lo parte y mastica lento. Debe recuperar fuerzas para urdir la próxima acción. Se admira de que su organismo y sus reflejos se hayan adelantado a su mente, porque entendieron en seguida que el cambio de circunstancia exigía un cambio de estrategia. No obstante, debe pensado mejor. Trata de enterarse sobre la catástrofe. Un viento mefítico circula por la fortaleza inquisitorial. ¿Qué hacer? Estuvo junto a la muerte, pero ahora, casi como un resucitado, debe prestar ayuda. ¿Cómo, por Dios? Se da cuenta de que apenas mueve las extremidades, que su oído oye poco. El muro sigue transmitiendo «joven-judía-torturada».

[50] En la relación del año 1639 que los tres inquisidores elevaron a la Suprema informaron textualmente: «…habiendo pasado el reo una larga enfermedad, de que estuvo en lo último de su vida, por un ayuno que hizo de ochenta días, en los cuales pasando muchos sin comer, cuando lo hacía eran unas mazamorras de harina y agua, con que se debilitó de manera que no se podía rodar en la cama, quedándole sólo los huesos y el pellejo, y éste muy llagado.»