El «abogado defensor» que lo visitaba en su mazmorra y había usado recursos teológicos, retóricos y emocionales para hacerle abjurar, comunica al Tribunal que renuncia a seguir prestando su ayuda a un hombre tan obcecado. La pluma rasga el pliego con nerviosismo porque la situación de un cautivo se agrava sensiblemente cuando hasta los abogados defensores lo abandonan. Gana terreno la postura de Gaitán: aplicarle más aislamiento, menos comida, nada de lectura, mucha oscuridad y suspensión de entrevistas y audiencias hasta que brinde claros signos de rectificación. El Tribunal ya está harto de este energúmeno que no advierte su traza miserable, su desamparo absoluto: todavía está erguido como si lo invistiera una serena dignidad y habla como si tuviese razón. El alcaide no se priva de amonestarlo durante la caminata por el tétrico laberinto y hasta los negros se permiten decide que está loco, que busca la hoguera.

Su conducta bizarra, sin embargo, es la que va demorando la firma de su condena. Tras otros siete penosos meses de cárcel rigurosa, Francisco decide efectuar una nueva escaramuza: pide a los negros que llamen al alcaide y manifiesta que desea su salvación, por lo cual solicita le provean un Nuevo Testamento (desconfiarían si pidiese el Antiguo), libro se devoción cristiana y hojas de papel en los cuales redactar sus dificultades. El alcaide traslada el pedido. Gaitán olfatea la picardía y se niega: los otros dos inquisidores aceptan satisfacerlo [45] porque tal vez el Señor ha decidido iluminarle el alma.

Francisco recibe los volúmenes, pliegos, pluma, tinta y muchas velas: un regalo de príncipe. Acaricia los volúmenes como si fuesen cálidos animalitos, los hojea y se regocija con la animación de letras que le hablan. De las páginas brota una fragancia de campo abierto, de flores silvestres, de bosquecillos. Durante días y noches relee los Evangelios , los Hechos y las Epístolas . Frecuenta hermosos espacios que le sugieren ideas y le aceleran el corazón. Después lee los libros de devoción cristiana y una Crónica que interpreta forzosamente las hebdómadas de Daniel. Cuando se fatiga de la lectura empieza a escribir. Pero no redacta con prudencia, sino como el gladiador que salta a la arena del circo con la espada en ristre. Llena todos los pliegos concentrando su argumentación en dos aspectos. Al primero lo expresa de entrada. Dijo San Pablo -anota-: «¿Ha rechazado Dios a su pueblo Israel? ¡De ninguna manera!, porque también yo soy judío, de la descendencia de Abraham, de la tribu de Benjamín. No rechazó Dios a su pueblo a quien de antemano conoció.» ¿Tiene el Santo Oficio más poder que el Eterno?, ¿puede el Santo Oficio odiar y exterminar al pueblo que fue bienamado por el Señor? El segundo pivote de su escrito gira en torno a las hebdómadas de Daniel y es una estocada al esternón. «Cuando a ustedes les conviene -escribe- toman algunos versículos fuera de contexto los interpretan en forma literal, pero cuando el método los desfavorece, entonces afirman que se trata de un símbolo, una alegoría o una oscura metáfora. Si las hebdómadas deben interpretarse en forma tan rigurosa y unilateral, también habría que hacerlo con algunas afirmaciones de Jesús sobre la inminencia del Fin del Mundo.» A continuación cita que en Mateo X-13, 23, 39, 42 y 49 Jesús lo anuncia para el término de su siglo; en Mateo XVI-28, Marcos IX-1 y Lucas IX-27 asegura que algunos de sus discípulos «no morirán hasta haber visto al Hijo del Hombre viniendo en su Reino». ¿Se ha producido el fin del mundo? Acepta Francisco, sin embargo, que las palabras de Jesús pueden interpretarse de diversas formas porque su mensaje es muy rico, pero entonces también se pueden interpretar de diversas formas las hebdómadas de Daniel. Esto prueba que se interpreta para acomodar la Sagrada Escritura a la convicción de uno y no a la inversa. «Dicho más claro, el objetivo es torcerme la convicción.»

Le retiran los pliegos llenados con su prolija letra, los libros, la pluma y el tintero. El Tribunal entrega el escrito a los calificadores y deja pasar tres meses antes de convocarlos para la nueva disputa. El reo aparece con mayor deterioro físico. Escucha en silencio la minuciosa contraargumentación. Los cuatro teólogos desmontan sus frases, las refutan, aplastan y echan a un lado como basura. Francisco se incorpora con dificultad, alza la frente y responde que se mantiene leal a la fe de sus mayores. Un rayo de furiosa impotencia sacude la tarima. En menos de un minuto la augusta sala queda vacía. Los inquisidores, en su hermético despacho, mastican cólera y dejan filtrar mutuos reproches.

Tres meses más adelante Francisco intenta repetir la escaramuza. Se reedita la audiencia, pero sin facilitarle previamente lectura ni pliegos. Durante dos horas los calificadores demuestran que dominan la teología, la oratoria y su impaciencia mientras bañan al tenaz reo con una catarata de luz. Pero el reo no es conmovido por la sonoridad de los discursos: a su término vuelve a incorporarse, jura por el Dios único y se proclama fiel a sus raíces.

En los meses sucesivos volverá a solicitar nuevas audiencias, pero no le otorgarán audiencias, ni libros, ni pluma, ni velas.

132

El jesuita Andrés Hernández implora a los inquisidores Mañozca y Castro del Castillo que le permitan realizar otro intento para que tan elevado espíritu enriquezca las milicias del Señor.

– Ya pertenece al diablo -replica Mañozca.

– ¡Qué sabio es el Manual del Inquisidor ! -exclama el jesuita-. Bernardo Guy lo escribió hace más de dos siglos con sabiduría de eternidad.

Mañozca se acaricia la mandíbula ante el giro insólito, propio de la retorcida mentalidad jesuítica.

– Ese Manual -afirma Hernández- apoya mi ruego, Ilustrísima. Lo acabo de releer. Dice que «en medio de las dificultades, el inquisidor debe mantener la calma y no caer en la indignación». Este reo puede alterar a cualquier persona, menos a un juez del Santo Oficio. También dice Bernardo Guy que el inquisidor «no debe ser insensible hasta el punto de rechazar una prórroga o un alivio de la pena, según las circunstancias y lugares; debe escuchar, discutir, someter a un diligente examen todas las cosas».

– ¿No hemos escuchado y discutido bastante?

Andrés Hernández se retira sin éxito. La insistencia de Francisco sin embargo -que transmite el alcaide- incomoda la conciencia del inquisidor. Mañozca, tras meditarlo largo rato, decide aceptar otra vez. Convoca a Hernández y a otros dos padres de la Compañía de Jesús para repetir la controversia. El alcaide se asombra de que el irritante judío sea llevado nuevamente al Salón.

– Usted tiene la protección del diablo -le dice con respeto mientras cierra los grillos en torno a las flacas muñecas.

– De Dios -le aclara Francisco.

Los jueces lo estudian desde sus sillas abaciales. El encierro y la privación le están minando la salud, evidentemente. ¿Cuántos meses más tardará en doblegarse? Solicitan a Francisco que exponga sus dudas, ya que eso ha estado reclamando desde su celda. Los teólogos adelantan la oreja y pretenden estar bien dispuestos; le sonríen como maestros bondadosos. El alumno apoya sus manos en las rodillas para incorporarse, pero le resulta tan penoso que Hernández solicita al Tribunal se le permita hablar sentado. Los jueces acceden con un movimiento de cabeza. Entonces brota de los labios débiles una arenga en verso latino de ática hermosura. Los jueces y los eruditos enderezan el tronco, atónitos. En la oscuridad y mugre de la mazmorra le habían germinado frases que ahora bordan un manto tan reluciente como el que José recibió de su padre Jacob. Y como el bíblico José, Francisco suscita envidia. Los jesuitas -en particular Andrés Hernández- estaban enterados de su talento, pero no esperaban tan imponente despliegue. Cuando termina, flota el silencio durante varios minutos, como si los testigos de la pieza no se atreviesen a romper su sortilegio. Las pupilas giran extraviadas, evitando unir la imagen del miserable despojo sentado con las bellas oraciones que magnetizan el aire. Un hombre flaco, lívido, de barba sucia y desmadejada ha conmovido a sus maestros y verdugos.

Es Gaitán, finalmente, quien emite un bramido sordo.

– Que ahora los padres de la Compañía de Jesús deshagan estos sofismas -ordena.

Los tres padres, sucesivamente, se empeñan en destejer la preciosa arenga, también en latín, pero no en verso. A cada argumento responden con otro, a cada pregunta ofrecen una respuesta; los libros sagrados y la abundante producción patrística están preñadas de material. Francisco los escucha con atención oscilante: conoce la mayoría de esas citas y pensamientos. Transcurren tres horas y los inquisidores, fatigados, creen que alcanza para conmover a las piedras. Agradecen la contribución de los teólogos y se dirigen al reo. Francisco se incorpora sobre sus rodillas herrumbradas; jura por el Dios único, alza la frente y dice:

– No han respondido a mis proposiciones [46] .

133

El 26 de enero de 1633, a casi seis años de encierro y a cinco días de la duodécima estéril disputa teológica, el Tribunal del Santo Oficio se reúne para finiquitar el enojoso caso. Gaitán, Mañozca y Castro del Castillo escuchan la opinión de cuatro consultores [47] aunque saben de antemano que no aportarían sustanciales ideas para la causa. Todos los hechos están ya probados, todas las preguntas han sido contestadas. A la paciencia, misericordia y audiencias brindadas, el reo ha devuelto una odiosa obstinación.

Los altos funcionarios se confiesan previamente, asisten a misa, comulgan y evocan las pautas que deben seguir en tan grave circunstancia. El Manual del Inquisidor de Bernardo Guy ordena «que el amor a la verdad y la piedad, que siempre deben habitar en el corazón de un juez, brillen ante su mirada, para que sus decisiones no resulten jamás dictadas por la crueldad o por la concupiscencia».

Uno de los consultores pregunta si no se debiera agotar la demanda de audiencias que aún pide el reo. Las huesudas manos de Gaitán se aprietan delante de su nariz y replica que nunca se agotará la demanda porque es una treta dilatoria. Los otros inquisidores coinciden: no habrá más gestos benevolentes. El secretario lee la sentencia y los jueces la firman con su rúbrica sonora.

Escueta y brutalmente dice que el bachiller Francisco Maldonado da Silva es condenado «a relajar a la justicia y brazo seglar y confiscación de bienes». En otras palabras: muerte y expropiación.

[45] La enemistad de Andrés Juan Gaitán y Juan Mañozca se remontaba al principio de su encuentro, cuando Mañozca había llegado como visitador e informó que en el Perú «todo estaba muy mal». Gaitán, que era el inquisidor más antiguo, se negó a recibir a Mañozca y también a ofrecerle alojamiento. Tanta era su tirria que criticó al virrey y otras personalidades por acoger al visitador y su séquito. Mañozca denunció a Gaitán ante la Suprema de Sevilla. La Suprema nombró a Antonio Castro del Castillo y, a partir de entonces, se estableció cierto balance entre los tres jueces. Pero las brasas de antiguas heridas continuaban ardiendo.


[46] El Tribunal le concedió una enésima, décima y undécima disputa ante la perspectiva de que por fin iba a ceder. Ocurrieron con mucha distancia entre sí, porque los jueces sentían un indisimulable fastidio al escucharlo. Según la documentación enviada a la Suprema de Sevilla, las disputas tuvieron lugar el 17 de diciembre de 1631, el 14 de octubre de 1632 y 21 de enero de 1633.


[47] Los consultores eran ministros no asalariados del Santo Oficio de reconocida ilustración. Intervenían en las causas de fe y estaban autorizados a votar por la detención de una persona, someterlo o no a las torturas y también condenarlo en la sentencia definitiva. Podían ser requeridos por el Tribunal cuando no había acuerdo entre los inquisidores mismos y para ayudar en los conflictos de jurisdicción del Santo Oficio con el poder civil o eclesiástico.