A poca distancia de su mazmorra el notario Juan Benavídez examina el cuerpo de Mencia de Luna y redacta su testimonio que se guardará junto a los demás libros que fijan para la posteridad la obra sagrada de la Inquisición. Los jueces habían procedido de acuerdo al reglamento: ella se negaba a delatar a otros judíos y el Tribunal tuvo que cumplir su deber. El notario no olvida escribir que los jueces pronunciaron la debida exculpatoria: «y si en el dicho tormento muriese o fuese lisiada o siguiere efusión de sangre o mutilación de miembros; "¡sea a su culpa y cargo y no al nuestro !». Se esperaba obtener de la joven una abundante información y en la siniestra cámara se reúnen los señores inquisidores (excepto Andrés Juan Gaitán, que aborrece mirar a las hembras). A las nueve de la mañana ordenan a la mujer que suministre nombres, pero ella no contesta. Se la manda desnudar y, con las vergüenzas al aire, se le repite la exigencia. Responde que no está en deuda con la fe. Ocho hombres, de los cuales la mitad son sacerdotes, contemplan a esa criatura obstinada que intenta cubrir inútilmente porciones de su cuerpo, que parece delicada y frágil como una virgen de altar, pero contiene la sangre infecta. La acuestan sobre el potro y le atan las cuatro extremidades para iniciar su descuartizamiento. Se resiste como un cabrito asustado, y grita a los inquisidores que si el dolor la impulsa a decir alguna cosa, no es válida. El verdugo gira el timón, se tensan las sogas, crujen las articulaciones, se desgarran los delicados músculos y trepida la piel que las antorchas pincelan de un rosado angelical. El notario describe lo que ve y anota, incómodo, que ella dice «judía soy, judía soy, y no cesa de decido». Mañozca indica al verdugo que no avance y le pregunta: «¿Cómo es judía?, ¿quién le enseñó?» Ella pronuncia un nombre y luego confiesa que también su madre y su hermana son judías. Mañozca pregunta: «¿Cómo se llaman su madre y su hermana?» Ella llora: «¡Jesús, que me muero, miren que me sale mucha sangre!» En sus coyunturas ya se rompen las venas, se forman hematomas y por las escoriaciones brotan hilos rojos. Castro del Castillo le pide más nombres, implacablemente, si no darán otra vuelta al limón. La cara de la mujer se deforma, no escucha qué le piden, no sabe qué ha dicho. El verdugo aprieta de nuevo y el eficiente notario escribe: «se quejaba diciendo ay, ay, y se estaba callando, y en ese estado, que serían cerca de la diez de la mañana, se quedó desmayada. Se le echó un poco de agua y aunque estuvo un rato de esta suerte, no volvió en sí, por lo cual dichos señores inquisidores dijeron que suspendían el tormento para repetirle cuando les pareciese. Y los dichos señores salieron de la cámara y yo, el infrascripto notario, me quedé con ella y con los funcionarios que asisten al tormento y que son el alcaide, el verdugo y un negro ayudante».

El dantesco informe narra que le desataron las extremidades y la echaron a un pequeño estrado junto al potro, por si se decide continuar la sesión. Pero la mujer no volvió en sí, por lo cual los inquisidores indican al notario que no se aparte de la víctima. A las once del día «no volvió en sí -añade-, estaba sin pulso alguno, los ojos quebrados, los labios de la boca cárdenos, el rostro y los pies fríos». El notario añade a su certificación que «aunque se le puso la luna de un espejo por tres veces encima del rostro, salía limpio; de suerte que todas las señales de dicha Mencia de Luna era de estar naturalmente muerta, de que doy fe. Y el resto del cuerpo se le iba enfriando, y el lado del corazón no hacía movimiento alguno, aunque le puso la mano sobre él. Todo esto pasó ante mí. Firmado: Juan Benavídez, notario».

Vibran los muros con el nombre de la joven. Los viejos y los nuevos presos rezan por ella.

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Cada nuevo reo es forzado a efectuar delaciones y todo portugués -o individuo que haya residido en Portugal- es irremediablemente sospechoso. De esta forma el caudal de arrestos se torna incontenible. Se amplía el número de calabozos, inclusive se incorpora la casa del alcaide para dar cabida a tantos acusados. Los inquisidores aprovechan el resonante éxito de la represión para elevar al Rey otra queja por la concordia de 1610 (que aplicó en Lima el marqués de Montesclaros): «V.A. nos tiene atadas las manos -protestan- prohibiendo que estorbemos a nadie en su viaje, ni obliguemos a pedir licencia a los que desean hacerla; pero la necesidad actual nos indicó negar el pasaje cuando no medie una autorización del Santo Oficio.» No titubean en añadir: «Ha de mandar V.A. se corrija y enmiende (la concordia ).» El entusiasmo del Tribunal es indescriptible: «Se prosigue en todas las causas y descubrimos judíos derramados por todas partes. Las cárceles están llenas.» La clandestinidad a que se ven obligados por la persecución es interpretada como hipocresía: «generalmente no se prende uno -informan con desdén- que no ande cargado de rosarios, reliquias, imágenes, cinta de San Agustín, cordón de San Francisco y otras devociones y muchos con cilicio y disciplina; saben todo el catecismo y rezan el rosario y, preguntados cuando ya confiesan su delito por qué lo rezan, responden que para no olvidar las oraciones en el tiempo de necesidad, que es este de la prisión». No falta en los mensajes una explícita referencia al actual virrey que, a diferencia de los malignos conde de Villar y marqués de Montesclaros (la memoria siempre los repudie), «acude con afecto a cuanto se le pide en estas materias»; «se ha de servir V.A. -solicitan- de rendirle las gracias por lo que hace, y en particular por haber dado orden a los soldados del presidio, caballería e infantería de que ronden toda la noche la cuadra de la Inquisición» [51] .

Entre los apresados de la primera gran redada figura un destacadísimo personaje de Lima. El Santo Oficio había lanzado el zarpazo a las doce y media, cuando las calles hervían de gente. Los oficiales y sus carruajes se distribuyeron estratégicamente y en una hora concluyeron el operativo. «Quedó la ciudad atónita y pasmada», escriben los inquisidores. La más alta autoridad de los judíos limeños es engrillada al muro de su oscura mazmorra: se trata de don Manuel Bautista Pérez. Francisco había oído hablar de él en la Universidad como de un hombre cultísimo y generoso, estimado por eclesiásticos y seglares. Lo iban a festejar en agradecimiento a sus donativos. Después se enteró de que le ofrecieron un homenaje lleno de dedicatorias en presencia del cuerpo docente y los alumnos. Dicho Manuel Bautista Pérez contribuía con sus iniciativas al mejoramiento de la Ciudad de los Reyes y era tenido en gran estima por el virrey y el Cabildo. Se comportaba como un cristiano devoto: oía misas y sermones, cuidaba las fiestas del Santísimo Sacramento, confesaba y comulgaba. Era un hombre de crédito y moral. No obstante, el Santo Oficio reunió las delaciones forzadas de treinta testigos: el reo no podría resistirse a tal alusión. Era evidente que practicaba el judaísmo en secreto y ejercía el liderazgo de la abominable comunidad. Algunos lo habían calificado «oráculo de la nación hebrea», otros «rabino». Según las delaciones, efectuaba reuniones en los altos de su casa, presidía oficios religiosos y enseñaba la ley muerta. En su biblioteca se descubren libros cristianos destinados a encubrir su identidad y otros, también útiles al cristianismo, pero destinados a exaltar sus creencias erróneas. Se trata del «capitán grande», a quien conocen, respetan y aman los otros sesenta y tres arrestados, incluida la difunta Mencia de Luna.

El correo de los muros transmite el nombre de Manuel Bautista Pérez-rabino. Su caída en las garras de la Inquisición quiebra la única columna que sostiene la esperanza de los prisioneros.

Francisco solicita un mínimo cambio de dieta para romper su ayuno. El jesuita Andrés Hernández y el franciscano Alonso Briceño atribuyen a su persuasión el cambio manifestado por el reo y se apuran en elevar un informe que destaca esta muestra de arrepentimiento. Los inquisidores, sin embargo, no quieren perder más tiempo con Maldonado da Silva: están muy atareados con el aluvión de peces gordos que afluyen a las cárceles. Hernández y Briceño no sospechan que la actitud de Francisco es el primer peldaño de una intrépida acción.

El digno rabino es llevado a la cámara del tormento para romper su negativa a confesar. Camina con paso tan firme que el alcaide no se atreve ni a tironearle la cadena. El verdugo, al chocar con sus ojos, desvía los propios para concentrarse en las argollas de los tobillos y muñecas. Le desgarran las ingles en el potro y los inquisidores ordenan interrumpir la sesión: es una pieza demasiado valiosa para malograrla en seguida. La tortura, además, tiene un efecto acumulativo sobre el alma de estos pecadores. Es devuelto desmayado a su celda y atendido por el médico.

Francisco se entera, días después, que algo grave ocurre al «capitán grande», pero no le llegan los detalles. Manuel Bautista Pérez había ocultado entre sus medias un cuchillo de estuche y, cuando se recuperó de la tortura, intentó matarse. Se infligió seis puñaladas en el vientre y dos en la ingle.

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Los funcionarios de la Inquisición frustran su muerte, pero no consiguen impedir la de otro cautivo llamado Manuel Paz, un hombre de cuarenta años que exhibía larga residencia en Lima. Paz no soporta el cautiverio ni las torturas. En el informe que el notario escribe para la Suprema de Sevilla dice lacónicamente: «se ahorcó de la reja de una ventanilla alta que caía sobre la puerta de su cárcel, de un modo extraordinario». Ni el alcaide ni los inquisidores logran descifrar la técnica que usó para conseguir su propósito. El informe sugiere: «se echó de ver que el demonio había obrado en él, porque se ahorcó de una forma que sin ayuda parecía imposible». Gaitán propone que ante esta prueba de culpa sea relajado en efigie, sus bienes totalmente confiscados y sus huesos arrojados a las llamas cuando tenga lugar el próximo Auto de Fe. Su iniciativa es apoyada por los demás inquisidores y la totalidad de los consultores convocados.

A la mazmorra de Francisco entra la primera partida de choclos que ha solicitado a cambio del pan. No surgieron obstáculos ni sospechas. Le arranca cuidadosamente el envoltorio, lo esconde bajo la cama, deja a la vista las barbas rubias y cocina los granos en la olla que ahora le permiten tener sobre el brasero. Recupera lentamente el apetito y efectúa movimientos con todas las articulaciones, inclusive las de columna. Sobre sus úlceras se han reformado costras de cicatrización. Oye menos y duerme mucho. Se va recuperando como un pájaro herido que abandonaron en la intemperie: ahora respira mejor, crecen las plumas y abre los párpados rojos de pesadillas. Debe recuperar algo de su remota agilidad.

[51] El conde de Chinchón, virrey del Perú, escribió al soberano por correo aparte el 13 de mayo de 1636. Informaba que brindó asistencia al Santo Oficio para arrestar muchos portugueses, recomendaba que el Consejo de Indias y la Suprema agradecieran el recelo del Tribunal limeño, y pedía mayor vigilancia en el pasaje de portugueses a América. Pero enfatizaba que los inquisidores debían restituir al fisco real una alta suma por la voraz apropiación de bienes que estaban efectuando. Era éste el nudo del conflicto y el monarca no echaría en saco roto semejante veta.