El convaleciente rabino consigue enviar un mensaje a su cuñado Sebastián Duarte, que también ha caído en prisión. Todo está perdido -le dice-; le recomienda confesar su condición y, por lo menos, ahorrarse la tortura. Toda resistencia no sólo será inútil: aumentará el padecimiento de los cautivos. Sebastián Duarte duda sobre la autenticidad del mensaje, dado el carácter indómito de Pérez; no obstante, prefiere considerarlo verdadero y se aviene a contestar las preguntas de los inquisidores. «Ha caído Jerusalén, no queda piedra sobre piedra, los vientos de la muerte enlutan a Sión.»

Francisco ata las numerosas hojas de choclo y confecciona una larga cuerda. Ya no se ocupan de él, excepto para traerle la alimentación escasa. Arrima la mesa al muro, coloca el rústico escabel sobre la mesa y sosteniéndose en los soportes a su alcance llega a un tirante del techo. Su mano izquierda lo agarra con fuerza mientras la otra empuña el diminuto cuchillo de hierro y empieza a roer el adobe en torno a uno de los barrotes de su ventanuco. Se cansa y marea, sabe que no está en condiciones de exagerar. Desciende, acomoda los muebles -aunque es difícil que vengan a esa hora- y dormita un rato. Después reanuda la tarea. El ventanuco da a un patio interno rodeado de celdas. Sobre los techos apenas se distingue la siniestra y alta muralla exterior. Consigue mover el barrote; lo empuja hacia acá, hacia allá, lo hace girar, vuelve a empujarlo y finalmente lo arranca. Le sonríe como a una desamparada víctima y lo acomoda entre los tirantes. Baja, recoge la soga y prueba en cada nudo para certificar su resistencia. Trepa de nuevo y la ata a uno de los barrotes inmóviles, Asoma la cabeza. Siente el aire fresco de la noche como una loca bienvenida de la libertad. Lentamente, agarrándose de la cuerda, saca el cuerpo y desciende la alta pared. Su mazmorra parecía estar en un foso, pero la tierra firme del patio semeja un abismo. No entiende el desnivel: es parte de la irracionalidad que impone el Santo Oficio en todo. Se acuclilla en las sombras, adherido al paramento y mira cuidadosamente. El aire contiene aromas del Rímac. No ve guardias, ni sirvientes, ni perros, aunque deben estar acechando.

En sus años de cárcel ha conseguido confeccionar un plano imaginario de este laberinto y sabe que han instalado cepos, puertas falsas y corredores con abismos disimulados que engullen a los que intentan huir. Camina con sigilo, explora las irregularidades de la tierra, aparta unos arbustos pequeños y divisa la huerta que cultivan los esclavos del Santo Oficio. Es un cuadrado en el que respira la vida vegetal, sorda a los suplicios de las prisiones. El olor de las hortalizas embriaga. Acaricia la pulida piel de un tomate, lo oprime suavemente e imagina su color rojo cuando llegue el día; lo arranca, lo muerde y goza su sabrosa carne. ¿Cuánto hace que no toca una planta ni desprende su fruto? Avanza hacia los muros adyacentes. Su imaginación no le ha fallado: encuentra el pasillo por donde ingresan los negros a la huerta. Una languideciente antorcha instalada en el fondo le permite ingresar de nuevo en el laberinto. Hacia la izquierda han abierto un arco en el muro que conduce a las nuevas mazmorras. Francisco se pega al muro, no es más que parte del tizado revoque, pero sus manos perciben una vibración: alguien se acerca. Debe apurarse. Las sucesivas puertas son idénticas y elige una.

Muy despacio levanta la tranca. Entra, cierra tras de sí y hace gestos tranquilizadores a los dos presos que se levantan sobresaltados. Permanece en silencio con el índice cruzándole la boca, hasta cerciorarse de que nadie ha ingresado en el pasillo. Sólo se escuchan las ranas del patio interno. La quietud se hace material, gruesa. Francisco enciende un pabilo con su yesca. Les habla en voz susurrante, les transmite solidaridad. Los cautivos están pasmados, creen que son objeto de otro ardid del Santo Oficio: esta aparición nocturna pretende engañarlos como la vez anterior, para que confiesen. Y confiesan: uno dice que es bígamo y el otro es un fraile que contrajo matrimonio en secreto. Francisco se decepciona, porque no busca perseguidos de esta naturaleza, sino la gente que mandarán al altar de fuego por lealtad a sus convicciones. Sale al pasillo tenebroso y se arrastra en la dirección opuesta. Prueba en otra mazmorra. Dos hombres se sobresaltan también. Francisco se presenta. Dice llamarse Eli Nazareo , a quien conocían como Francisco Maldonado da Silva. Eli es el nombre del profeta que combatió a los idólatras de Baal y significa «Dios mío» en hebreo; Nazir, Nazareo, es quien se consagra al servicio del Señor.

– Soy un indigno siervo del Dios de Israel -exclama con la autohumillación propia de su tiempo.

Los cautivos se miran entre sí y dudan. ¿Quién no está enterado de los espías y provocadores que contrata el Santo Oficio para quebrar su reticencia? No existen claves ni contraseñas garantizadas: el truco incluye frases en hebreo, referencia a festividades e historias conmovedoras; a veces los funcionarios tienen, para exhibir como prueba, un catálogo más grande de ritos que los mismos prisioneros y consiguen que éstos se entreguen sollozando gratitud. Francisco insiste en su carácter de prisionero. Su figura provoca un sagrado temor: tiene la barba larga con manchones grises y una cabellera partida al medio que desciende blandamente sobre los hombros. Evoca la imagen de Jesús avejentado. Es de elevada estatura, quizá exagerada por su delgadez. La nariz fuerte y los ojos penetrantes ayudan al tono persuasivo de Su voz. Uno de ellos, finalmente, dice que lo reconoce.

– ¿Me reconoce?

Mueve afirmativamente la cabeza blanca. Es un anciano de edad indefinible. Lo invita a sentarse a su lado, sobre la cama revuelta. La piel de su rostro está arrugada como una nuez.

– Me llamo Tomé Cuaresma -se identifica.

– ¡Tomé Cuaresma! -Francisco le aprieta las manos secas y frías-. Mi padre…

– Sí, tu padre -levanta los párpados hinchados de dolor-. Tu padre me conocía y te habló de mí, ¿verdad?

En el sector nuevo de las cárceles secretas estos dos hombres consuman su tardío encuentro durante el tramo profundo de la noche. Tomé Cuaresma es uno de los galenos más populares de Lima a quien Francisco, curiosamente, nunca había podido ver en persona. Su padre se había referido muchas veces a ese profesional incansable, a quien siempre recurren los nobles cuando deben hacer atender a uno de sus negros, aunque no lo reclaman para sí mismos por considerado poco refinado en su vestimenta y distante del ambiente universitario. En realidad, era el médico que asistía a los judíos secretos de la ciudad.

Francisco escucha la voz cavernosa del viejo que relata su fulminante arresto en la calle, cuando salía de la casa de un paciente. Lo asaltaron como ladrones del camino, le enrollaron una soga en torno a las muñecas y lo obligaron a trepar a un carruaje. El alcaide le hizo el interrogatorio de recepción y después lo encerraron en esta mazmorra junto a otra víctima, porque parece que no les alcanzan las celdas individuales. El otro reo se presenta, a su vez:

– Soy Sebastián Duarte.

– Cuñado de Manuel Bautista Pérez -completa Cuaresma-. Ese lazo de parentesco ya es un crimen para la Inquisición.

– ¿De Manuel Bautista Pérez? -se asombra Francisco-. Tengo que verlo, hablar con el rabino.

– Me ha ordenado confesar todo -Sebastián Duarte abre las manos con resignación-. Y pedir clemencia.

Francisco no le cree.

– La confesión no tiene límites -replica molesto-: quieren datos y nombres y luego más datos y más nombres. Pedir clemencia es inútil: aumenta la soberbia de los inquisidores y no disminuye el sufrimiento de las víctimas.

Lo contemplan azorados.

– ¿Esto sugirió Pérez? -insiste Francisco con vehemente incredulidad-. Lo habrá hecho bajo el imperio de las torturas… No vale.

– Intentó matarse -lo justifica su cuñado-, ha sufrido mucho.

– Mi padre pidió clemencia -cuenta Francisco-: pidió clemencia y fue reconciliado; pero con sanciones y la vestimenta del sambenito. Téngalo presente: ni la confesión borra nuestra culpa, ni la clemencia nos devuelve la libertad. Sobre nosotros pesan dos condenas y debemos elegir: una es la condena a recibir pasivamente las arbitrariedades del Santo Oficio. La otra es luchar contra el Santo Oficio hasta que Dios decida. No existe ya para nosotros otra libertad que la del espíritu. Conservémosla, defendámosla.

Tomé Cuaresma y Sebastián Duarte lo miran escépticos. Es una arenga irreal. Francisco les aprieta las manos, pronuncia el Shemá Israel y recita versículos del salterio. Los conmina a no rendirse. Con apasionamiento les recuerda cómo luchó Sansón contra los filisteos.

– Si de morir se trata, que a ellos no les resulte ligera nuestra muerte.

Apaga la llama, abre la puerta sigilosamente y se introduce en la celda vecina. Se repite el susto de los reos y los gestos tranquilizadores de Francisco. Uno de los cautivos cae de rodillas al confundido con Jesús.

– No soy Jesús -sonríe y lo ayuda a levantarse-: soy su hermano. Soy judío. Mi nombre es Eli Nazareo, siervo del Dios de Israel.

Los alienta a resistir, les recuerda que cada hombre tiene una chispa divina, que el Santo Oficio exhibe mucho poder pero no es todopoderoso.

– Los jueces son hombres y nosotros somos hombres. Somos iguales, somos sagrados.

Regresa al corredor donde la trémula antorcha languidece y se desliza hacia el patio interno. Decide celebrar el éxito de su escaramuza con otro jugoso tomate. Se arrastra hacia el muro y, adherido al paramento, avanza hasta la soga que aún cuelga de su ventanuco. Trepa ayudándose con los pies descalzos y las rodillas que se afirman en los nudos como le enseñó Lorenzo Valdés en su infancia. Antes de penetrar en el ominoso encierro llena sus pulmones con el aire de la noche. Saca el barrote que escondió entre los tirantes y lo reubica en su sitio. Es necesario ocultar las pistas de su acción para volverla a repetir. Ese hombre que estuvo cerca de la muerte por su descomunal ayuno, que irritó los nervios del Tribunal y no se dejó someter por los mejores eruditos del Virreinato, pone ahora en movimiento una oculta reserva de energía que sus guardianes no pueden siquiera imaginar.

No existe documentación que atestigüe el encuentro de Francisco Maldonado da Silva con el capitán grande Manuel Bautista Pérez. Ambos tienen la misma edad, aunque sus vidas, goces y suplicios no han cursado por el mismo andarivel. Sin embargo, llama la atención que Manuel Bautista Pérez súbitamente volviese a mandar mensajes a los cautivos ordenándoles retractarse de las confesiones extorsivas. Su cuñado Sebastián Duarte lee el texto en clave que le entrega un sirviente sobornado: contiene las mismas palabras pronunciadas noches atrás por esa fantástica aparición llamada Eli Nazareo: «no confesar ni pedir misericordia; defender nuestra libertad de creencia».