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Dedicado a Miquel Barceló,

por sus virtudes:

la fe en nuestra novela,

la esperanza que ha puesto en ella,

y la candad de publicarla.

Y también para Ricard de la Casa,

Joan Manel Ortiz,

Pedro Jorge, y Andrés Rodrigo

Sacamos los pesados revólveres (de repente hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los dioses.»

Jorge Luis Borges,

Ragnarók

¿Dónde está el rayo que os lama con su lengua? ¿Dónde la

demencia que habría que inocularos?»

Mirad, yo os enseño al superhombre: ¡él es ese rayo, él es esa

demencia!

Cuando Zaratustra hubo hablado así, uno del pueblo gritó: «ya

hemos oído hablar bastante del volatinero; ahora, ¡veámoslo

también!».

Friedrich Nietzsche

Así habló Zaratustra

El refugio pic_2.jpg

500.000.000 a.C.

Habían pasado eones desde que los Primigenios descargaran su represalia en castigo a la Insurrección; sin embargo, Taawatu aún se hallaba atormentado por el miedo y la ira. Sumido, desde entonces, en un sombrío dolor.

Sólo algunos subindividuos habían escapado, refugiándose en aquel mundo de nubes eternas. Taawatu había dejado morir a la mayor parte de sus miembros, para que sus células originaran una vida anodina y quimiotrófica que poblara aquellos océanos de huracanes. Los obligó a desarrollarse, a convertirse en lo que ahora era: un enorme y solitario ser.

Estaba seguro de que los Primigenios nunca podrían encontrarle allí. Permanecer en aquel lugar para el resto de la eternidad era casi una tentación.

Pero eso no entraba en sus planes.

Planes de venganza.

Y, para cumplirlos, antes tendría que abandonar su refugio.

Por fin se decidió. Atravesó la gruesa capa de nubes y escrutó su entorno.

Nada. Ningún mensaje. Ninguna señal.

Realmente estaba solo.

¿Cuánta información había perdido? Imposible calcularlo. Las entidades como Taawatu se hallaban acostumbradas a una leve pérdida de información. Era algo inevitable, pues la información se degrada en ruido con el tiempo, como la energía degenera en calor y el Orden se corrompe en Caos. Pero la Guerra con los Primigenios había supuesto una pérdida catastrófica, y Taawatu se encontraba semiamnésico. Para una entidad como él, la enajenación de individuos que había sufrido era similar al efecto de una lobotomía. En su cuerpo (enorme, pero aun así insuficiente para contener toda la información, toda la riqueza que una vez había poseído su especie) habitaba todo lo que de él quedaba en el Cosmos.

Desarrolló una generación de subindividuos dotados de manipuladores. Construyeron sondas que envió a los planetas interiores, con la esperanza de que al menos algunas de sus extensiones vivieran todavía.

El Planeta IV había perdido la mayor parte de su atmósfera; ahora era un yermo desolado y estéril. En el III había vida, aunque irreconocible. Los más desarrollados eran criaturas marinas dotadas de exoesqueleto, con un sistema nervioso poco centralizado: caminos sin salida hacia la inteligencia. Y el Planeta II ofrecía también un aspecto desolador, giraba muy lentamente en forma retrógrada, cubierto por espesas nubes de vapores venenosos.

Taawatu sintió una punzada de dolor, y se permitió dos o tres milenios de tristeza por sus anexos destruidos. Sin embargo, no toleraría que su congoja se interpusiera en su sendero. Quedaba mucho por hacer; su camino hacia la venganza no iba a ser corto ni fácil.

Pero disponía de todo el tiempo del Universo.

2024 d.C.

Para Santiago Casanova, era un extraño espectáculo contemplar aquel huracán mudo de polvo y arena, estrellándose contra el parabrisas de su vehículo.

Las grandes ruedas balón del todo terreno traqueteaban sobre el quebrado suelo marciano, oscilando lentamente en amplios arcos. Los potentes faros halógenos no lograban taladrar el muro de polvo naranja que arrojaba el viento; al contrario, la luz reflejada en las partículas de polvo les impedía ver más allá de unos pocos metros.

El vehículo parecía encerrado en una burbuja rodeada de aire polvoriento y opaco.

A través de las paredes, los ocupantes podían oír el suave crujido de la arena bajo las ruedas, y el más suave susurro de la arena rasguñando las paredes del todo terreno. Pero la tormenta, que en la Tierra estaría acompañada de un aullido ensordecedor, era casi inaudible en la tenue atmósfera de Marte.

– Hola, Olympus. ¿Me oyes? -decía Casanova.

– Te oímos, transporte -dijo una voz en ruso. Era Vladimir Kaledin, transmitiendo desde la estación meteorológica en la cima del Olympus Mons.

Casanova se imaginó al melenudo meteorólogo, sorbiendo una de sus interminables tazas de té, examinando gráficos e impresos; mientras, fuera de la estación, se extendía la llanura de lava a veintiséis kilómetros sobre el suelo, sobresaliendo de la fina atmósfera marciana.

– ¿Cómo marcha la tormenta, Volodia?

– Tiene feo aspecto, padrecito. Desde la órbita no se ve ni un solo claro. Vientos de fuerza 10, sin signos de cambio.

– Malas noticias.

– Lo siento, padrecito, no hay otras.

– Gracias. Cambio y fuera.

– Esto es una completa locura -dijo Luis, que conducía-. Reza, amigo mío, porque lo más seguro es que desaparezcamos por una grieta en los próximos minutos. ¿Qué dice el radar?

Luis Álvarez era el mejor conductor de todo terreno que podía uno encontrar en Marte. Casanova se había sentido más tranquilo cuando supo que la Velwaltungsstab les había asignado al corpulento colono para llevarles hasta su incierto destino.

Pero ahora parecía nervioso; esto ya era demasiado para Casanova. Si él estaba asustado, había que empezar a tomarse las cosas en serio.

– Hay un cráter de quinientos metros de alto -dijo Casanova-, a un kilómetro al Oeste.

– Bien, podremos guarecernos a sotavento…

– ¿Es eso seguro?

– Es un riesgo menor.

– Voy a informar a nuestros pasajeros.

Luis dudó un momento.

– Supongo que deberían saberlo. De acuerdo, ve.

Casanova se puso en pie con cuidado y se dirigió a la parte posterior de la caja, sorteando los pesados embalajes con comida y equipo.

A la pálida luz de un generador de emergencia, un jesuíta, vestido con un mono color caqui, consultaba una serie de fotografías de satélite y mapas cartográficos, extendidos sobre sus rodillas. Un dominico observaba sus movimientos agazapado en el otro extremo de la mesa.

No habían sido una compañía muy alegre en aquel viaje.

– Padre Markus… -dijo Casanova.

El jesuíta levantó la cabeza de sus papeles y le miró con frialdad a través de un par de gruesos anteojos.

Su cabeza recordaba la de un tiranosaurio: frente estrecha y mandíbulas anchas. El padre Markus era una de esas personas a las que la Naturaleza había obsequiado con un rostro trapezoide. Estaba calvo en su mayor parte, salvo un semicírculo de mechones color arena en torno a la nuca. Sus fríos ojos grises se entrecerraron.

– ¿Sucede algo, Jaime? ¿Algo en lo que yo pueda ayudar? -Su voz era suave y cortés.

– Hay visibilidad cero y avanzamos sobre terreno desconocido.

– ¿No tienen navegación por satélite? ¿Radar? ¿Mapas? Me sorprende. -Su sorpresa se hallaba teñida de irónica frialdad-. Me temo que en esas cuestiones no pueda serle útil.

– Tenemos todo eso, padre, aunque ninguna de las tres cosas nos advierten de una posible grieta en el suelo de cuatro o cinco metros de ancho, en el que este vehículo cabría perfectamente.

– Esto es terreno caótico -dijo el dominico con una mueca de desagrado-, lo peor que hay en Marte para un vehículo.

Markus le dirigió una mirada de desprecio y volvió a concentrarse en Casanova.

– Entiendo. ¿Y qué van a hacer ustedes?

– Por lo pronto, resguardarnos del viento tras un cráter.

El dominico agitó su mano.

– No me gusta, Jaime. Estaremos resguardados para ser sepultados poco a poco en el polvo.

– Poco a poco, padre Enrique. Podemos salir con palas a despejar el terreno. Y allí podremos esperar a que amaine la tormenta.

– Sin duda usted bromea -dijo Markus con una mirada fija-. Esta tormenta cubre Marte de polo a polo. No se trata de un fenómeno local, lleva ya diez semanas en marcha. ¿Sugiere que aguardemos sentados sobre nuestros traseros otras diez semanas, sin otra diversión que desenterrar nuestro vehículo de vez en cuando?

Más o menos esa es la idea.

El padre Enrique se mostró inseguro.

No sé si haríamos mejor en regresar ahora mismo. Esta expedición me pareció una completa locura. Desde el principio.

Markus entrecerró aún más los ojos.

– ¿He oído bien? ¿Ignoran que yo soy el jefe de esta misión?

Casanova sonrió con frialdad. ¿Qué diría Markus si supiera que las cosas eran muy diferentes a como imaginaba? El padre Enrique Kramer era un funcionario de la Curia, enviado por la Santa Sede para vigilar a Markus. Según las órdenes selladas podía asumir el mando en cualquier momento de la misión, de acuerdo con su criterio. Se las habían mostrado a Casanova, pero no al padre Markus.

– No lo ignoramos -dijo Casanova, con voz suave-. Sin embargo, sucede que quien está al mando del vehículo es Luis; y eso le confiere la autoridad absoluta del comandante de un barco.

– Ya veo. ¿Cree que su autoridad durará mucho cuando informe de su desobediencia? No volverá a conducir nada más complicado que una carretilla.

– Es posible que no, padre. Pero Luis y yo preferimos ser conductores de carretilla vivos, a héroes muertos y deshidratados por la atmósfera marciana.

Markus se encogió de hombros.

– Como quiera. Pero admita que su incompetencia nos hará perder un tiempo valiosísimo.

Casanova necesitó todo su autocontrol para no darle un puñetazo.

– Permítame recordarle que tanto Luis como yo desaconsejamos un viaje así en esta época del año.