La noche en que apareció el cabrero, Julián acababa de beber la infusión que le permitiría instalarle en el sueño.

– Daos prisa, hoy la noche no está muy clara; debemos aprovecharla para llegar cuanto antes.

Julián le siguió temiendo dormirse por el camino, aunque en realidad lo que más temía era caer en manos de los cruzados, a los que no podría explicar qué hacía escalando riscos con el cabrero en dirección al castillo maldito.

Una vez más perdió la noción del tiempo; no supo cuánto había caminado, aunque le pareció que mucho más que en ocasiones anteriores. Le dolían los pies.

Cuando doña María apareció, de repente, como un fantasma, le costó reconocerla.

El rostro de la dama se había afilado aún más a causa de las privaciones y un cerco violeta enmarcaba su mirada, ahora apagada. Doña María había perdido, además de lozanía, la vivacidad de antaño. Se la notaba extenuada.

Le abrazó con afecto como hacía mucho tiempo que no lo hacía.

– Ven, siéntate, no tenemos mucho tiempo -le dijo, invitándole a compartir junto a ella un saliente de la roca.

– Mi señora, os noto cansada.

– Lo estoy, vuestras catapultas no nos dan tregua. Ese demonio de obispo con sus infernales máquinas… en fin, ya falta menos, pero no es de guerra de lo que quiero hablar, sino de mi hijo.

– ¿De Fernando? Señora, yo… perdonadme, pero no he tenido noticias suyas.

– Lo imaginaba. No te has atrevido a indagar.

– Señora, es difícil saber lo que sucede tras los muros de las encomiendas del Temple; los caballeros sólo responden ante el Papa.

– Pero podrías acercarte a visitar a Fernando.

– Vos sabéis que los caballeros templarios no reciben visitas. Les está prohibido, son monjes, señora.

– Bien, pues si no vas tú, iré yo.

– ¡Vos! Pero no podéis hacerlo.

– Claro que puedo. ¿Sabes? No sólo las máquinas del demonio de tu obispo me impiden dormir; la suerte que haya podido correr Fernando me atormenta, porque me siento responsable si ha sufrido algún mal. Una cosa es saber que puede morir en combate luchando contra los sarracenos y otra muy distinta que esté en una mazmorra pudriéndose. Eso no lo podría soportar.

– Había un caballero, Armand de la Tour, un físico, que parecía profesarle afecto…

– Entonces, Julián, intentad poneros en contacto con ese caballero. Que os dé noticias de Fernando.

– ¡Pero, señora, eso no es posible!

– Pues tendrá que serlo -sentenció doña María-. Dentro de dos semanas te mandaré a buscar. Creo que al menos otras dos semanas resistiremos -murmuró para sí.

– Señora, no sabéis lo que pedís.

– Sí, claro que lo sé. He de morir con la conciencia tranquila, y no falta mucho para que eso suceda. Tú mismo me juzgarás y enviarás a la hoguera.

Julián bajó la cabeza, abrumado por las palabras premonitorias de doña María. No pudo evitar las lágrimas.

– Vamos, hijo, no llores, las cosas son así, tú te has empeñado en servir a esa Iglesia que no es otra cosa que una Gran Ramera, haciendo caso omiso de mis recomendaciones.

– ¡Vos quisisteis que fuera dominico!

– Eso fue antes de encontrar a los Buenos Cristianos.

– Señora, vos pretendéis que los demás creamos en lo mismo que vos, y que dejemos de creer cuando vos dejáis de creer, y que veamos el día cuando es el crepúsculo, y la noche cuando amanece…

– ¡Basta, Julián! No te atormentes, no te voy a exigir que cambies de creencias, ya no tengo tiempo para ello; además, a tu manera, también tú eres un hereje.

– ¡Dios se apiade de mí!

– Eso no lo sé -bromeó doña María sin que Julián alcanzara a captar el matiz guasón de su voz.

El cabrero se acercó a ellos haciendo una señal a la dama. -Es verdad -dijo doña María-, se ha pasado el tiempo y debes irte. Te mandaré a buscar para que me des noticias de Fernando.

– ¿Habéis vuelto a saber de Teresa? -preguntó Julián con apremio en la voz.

– Ya te mandé decir que Teresa está bien. A finales de enero regresó Matèu, uno de los perfectos que la acompañaron a la corte de Raimundo. Pero no hemos vuelto a tener noticias.

– ¿Uno de esos hombres regresó?

– Claro, ya te lo he dicho. Creíamos que vendría con refuerzos, pero sólo trajo dos hombres de armas. Pèire Rotger de Mirapoix cree que se debe volver a intentar.

– ¿Volver a pedir ayuda al conde?

– Mirapoix ha convencido al señor del castillo, su parienteRaimon de Perelha, de que es necesario mantener la esperanza en los hombres; por eso ha vuelto a pedir a nuestro obispo, Bertran Martí, que envíe de nuevo a Matèu o a otro de los diáconos a hablar con Raimundo. Ya ves cuánto confío en ti, que te desvelo nuestros más íntimos secretos y la angustia de nuestra situación.

– No os deseo ningún mal.

– Tú eres bueno, Julián, sólo que ahora estás en el lugar equivocado. Te ha faltado perspicacia para darte cuenta del error. Crees que convertirte en un buen cristiano es un salto en el vacío, pero en realidad lo eres más de lo que siquiera puedas imaginar.

Julián se quejó a fray Pèire de que no le quedaba ni una brizna de las hierbas del físico templario, y que sin ellas le volvía a martirizar el dolor de vientre, amén de que no podría conciliar el sueño.

El bueno del fraile intentó convencerle a su vez de que no podía enviar a nadie a la encomienda, con la muy extraña petición de que les surtieran de hierbas para un dominico. Además, fray Ferrer no lo autorizaría.

Durante dos días Julián guardó cama quejándose de un dolor insoportable en el abdomen; incluso se dejó sangrar por el físico del senescal, consiguiendo aumentar la palidez de su ya blanco color de piel.

A regañadientes, fray Ferrer accedió a los ruegos de fray Pèire y consintió en enviar un paje al castillo del Temple situado en Agen, la encomienda templaria de Armand de la Tour y el hermano de Julián.

El paje fue recompensado con una bolsa de monedas, con la promesa de recibir otra más si aparte de traer las apreciadas hierbas conseguía noticias de Fernando.

– Es mi hermano -explicó Julián-, saludadle de mi parte si os es posible y si no lo fuera dadle esos saludos al caballero De la Tour para que se los transmita cuando tenga ocasión.

Hasta una semana después no regresó el paje y Julián no tuvo las ansiadas noticias.

– Siento haber fracasado en el encargo, no pude ver a ese físico -dijo.

Julián palideció temiéndose lo peor.

– Pero no os preocupéis, los caballeros me dieron un zurrón lleno de esas hierbas que tanto os alivian.

– ¿Y mi hermano? ¿Qué sabéis de él?

– Poco. Un servidor de los caballeros me contó que unos cuantos de ellos habían estado en prisión después de regresar de un viaje. Al parecer habían cometido un acto de desobediencia. Creo que vuestro hermano está entre ellos. El sirviente me contó que las mazmorras del castillo no son dignas ni de las alimañas, y que los hombres enloquecen en esos agujeros adonde no llega ni una brizna de luz, y que por todo alimento reciben medio vaso de agua al día y media hogaza de pan.

– ¿Cómo sabéis que mi hermano estaba entre ellos?

– Estuvo aquí con otros cuatro caballeros no ha demasiado tiempo. Los caballeros castigados formaban parte de ese grupo, de manera que no hay que pensar mucho para saber dónde está. Me prometisteis una recompensa si os daba noticias ciertas y éstas lo son -le recordó con codicia el paje.

Julián le entregó la bolsa. No sabía si podía creer en sus palabras, pero no tenía otra opción que darlas por buenas. Temblaba al pensar en el momento de transmitirle las novedades a doña María pero, sobre todo, temía su reacción.

11

Corba de Lantar ayudaba a vestirse a doña María. La esposa del señor de Montségur, Raimon de Perelha, no había dudado ante el requerimiento de su amiga: doña María necesitaba ropa de dama, de la que carecía puesto que era una perfecta y su traje habitual era una saya pardusca y un manto negro. Pero de esa guisa no podía presentarse en el castillo de Agen y enfrentarse al maestre de la encomienda donde estaba preso Fernando.

Raimon de Perelha había intentado hacer desistir a doña María de su aventura, pero todos sus argumentos habían chocado contra la tozudez de la dama. Tampoco Pèire Rotger de Mirapoix había tenido más suerte en el intento.

– A lo mejor no os volvemos a ver -comentó Corba mientras ayudaba a colocarse la toca a su amiga.

– Volveré, correré la misma suerte que cuantos estáis aquí, pero he de intentar salvar a mi hijo.

– Lo sé y os comprendo, pero no deberíais sentiros culpable por la suerte de Fernando.

– ¿Sabéis, Corba? Con este hijo nunca he hecho las cosas como debiera. Siempre he sabido que si ingresó en el Temple fue más por rebeldía que por vocación. Creo que lo hizo para castigarme. No puedo dejarle abandonado a la suerte de esos monjes soldados que tan extraños me resultan.

– Puede que el maestre no os reciba.

– Me recibirá, no tendrá más remedio que hacerlo.

Doña María había rechazado prendas costosas, y se envolvía en un vestido de color azul oscuro acompañado de un manto del mismo color ribeteado con una piel de conejo. Se había recogido el cabello e intentado dar color a sus mejillas.

No le fue fácil dejar el castillo sin que los cruzados la vieran. Ese mes de febrero, los hombres del senescal podían observar desde sus puestos los demacrados rostros de los defensores.

De nuevo Pèire Rotger de Mirapoix tuvo que buscar la complicidad de los soldados cruzados de su región, a los que regaló dos bolsas de monedas para que tuvieran a sus compañeros ocupados mientras doña María se deslizaba entre las sombras de la noche.

La dama cabalgó escoltada por un paje hasta el castillo de Agen. No aceptó ningún descanso. Quería salvar a su hijo, pero también regresar cuanto antes a Montségur para correr la misma suerte de sus hermanos. El obispo Bertran Martí la había bendecido encomendándola a Dios.

Dibujándose en la línea del horizonte, el castillo de Agen resultaba imponente. Doña María indicó al paje que se detuviera para refrescarse y peinarse, además de poder acomodar sus vestimentas y presentarse como la dama que era al maestre templario.

Su llegada al castillo provocó estupor. Se anunció con altivez: «Soy doña María, señora De Aínsa».

Un sirviente le pidió que aguardara en una estancia donde tan sólo había un banco de piedra donde sentarse. Pero estaba demasiado tensa para descansar, de manera que cruzó la estancia varias veces a la espera de que apareciera el maestre.