Raimon de Perelha y Pèire Rotger de Mirapoix habían añadido a sus preocupaciones la de hacer salir sin peligro a los dos diáconos.

Esta vez el traidor estaba del lado de los cruzados, aunque ¿era un traidor? Aquel soldado del país, que servía con las armas a un rey al que no profesaba ninguna simpatía, tenía a su hermana y sobrinos dentro de Montségur. El hombre aceptó arriesgar su vida para atender el ruego de su hermana y el señor De Mirapoix.

Era un hombre de Camon, el feudo de Pèire Rotger de Mirapoix, el cual le había prometido una buena recompensa por «no ver» cómo escapaban dos diáconos.

Fijaron la noche de la fuga en la que él y otros compañeros de Camon estarían de guardia; sólo había un paso por el que escapar, difícil y tenebroso, el único que no contaba con fuerte vigilancia de los cruzados.

Teresa lloraba abrazada a su madre. El obispo Bertran Martí le había dado el consolament , asegurándole un lugar en el cielo. La pequeña no quería separarse de su madre ni de aquellos con los que había compartido tantas desventuras en los meses del asedio. Odiaba con toda su alma a los cruzados, a los que creía soldados del Maligno, y suplicaba a su madre que le permitiera dejar este mundo maldito junto a ella.

Doña María no encontraba palabras para el desconsuelo de su hija.

– Le he dado mi palabra a Fernando, y él sólo accede a ayudarnos porque irás tú con los diáconos. ¿Quieres que cuanto poseernos caiga en manos de los cruzados? Ese oro y esa plata servirán para mantener nuestra Iglesia, para salvar a muchos hermanos. Tú misma les condenarás a la hoguera si no accedes a salvarte. Nuestra fe necesita más tiempo para arraigar en otros corazones. Si después de destruir Montségur no hay nadie que pueda dar testimonio de nuestra fe, ¿de qué habrá servido el sacrificio? Tú tienes esa misión, Teresa, has de vivir para que la fe de los Buenos Cristianos permanezca. El hermano Matèu tiene además la misión de ir a la corte del conde de Tolosa y explicarle nuestra situación. Si hay una oportunidad de salvar Montségur depende de ti, hija mía.

– ¿Y dónde me llevará Fernando? -preguntaba la niña sollozando.

– Os pondrá a salvo. Luego tú irás con Matèu a la corte de Raimundo, con tu hermana y su marido.

Fernando aguardaba impaciente entre la espesura del monte. El cabrero les había guiado hasta allí apenas había caído la noche. Llevaban horas esperando sin escuchar otro sonido que el de los animales del bosque.

El cabrero permanecía en silencio. Fernando sabía que no lejos de allí estarían sus compañeros templarios. Bonard había accedido a la petición de Armand de la Tour, quien había encontrado la manera de ayudarle pero sin comprometer al Temple en la aventura. Le seguirían de cerca, le cubrirían la espalda, procurarían protegerle, pero no participarían directamente. De vuelta a la encomienda entregaría a Fernando al maestre para que éste decidiera el castigo del que era merecedor, aunque Bonard no se engañaba: ellos también sufrirían las consecuencias por su complicidad, por escasa que ésta fuera.

El leve crujido de una rama alertó al cabrero y puso en tensión a Fernando. Exhaustos, con las manos sangrando y el cansancio reflejado en el rostro, aparecieron dos hombres seguidos de una figura envuelta en un manto que andaba a trompicones.

– Son ellos -anunció el cabrero.

Fernando se acercó con dos zancadas a los hombres a los que apenas saludó con un gesto para descubrir el manto que cubría la cabeza y el rostro de su hermana.

– ¡Teresa!

La niña primero le miró con odio pero de inmediato se derrumbó y dejó escapar un torrente de lágrimas.

– Hacedla callar o nos encontrarán -ordenó el diácono Matèu-. Nos hemos cruzado con unos soldados. No ha sido fácil llegar hasta aquí.

– Cálmate, Teresa, ya tendréis tiempo de llorar -trató de calmarla Fernando sin saber muy bien cómo tratar a la niña a la que veía convertida casi en una mujer.

El cabrero hizo una seña para que guardaran silencio. Le había parecido escuchar un ruido. Todos estaban nerviosos, en tensión.

– Los caballos están cerca de aquí, apenas a unos pasos, hemos cubierto los cascos para no hacer ruido. ¿Sabéis montar? -preguntó Fernando a los diáconos.

– Sabremos -respondieron éstos.

– En tal caso, en marcha…

Fernando abría el paso, protegido por sus compañeros. Los perfectos le habían indicado que les acompañara a un lugar de las montañas del Sabartés. Allí esconderían su cargamento hasta que llegara el momento de hacer uso de él.

Cabalgaron sin descanso hasta que los dos hombres hicieron una seña a Fernando para que les aguardara en aquel rincón del bosque. Luego, caminando, se perdieron en la espesura. Fernando creyó escuchar voces de otros hombres, pero no se movió de donde estaba, como le habían pedido los dos perfectos .

Cuando regresaron, hablaban entre ellos con cierta animación y, por lo que decían, Fernando intuía que se habían encontrado con alguien; ninguno de los hombres quiso confirmarle esa impresión. Se les notaba aliviados por saber su carga a buen recaudo.

Cabalgaron sorteando a los soldados. Fernando les guiaba seguro a través de bosques y montes bajos, procurando evitar poblaciones y, sobre todo, a los hombres de armas. Permanecía de guardia por la noche velando el sueño de los fugitivos, sabiendo que muy cerca sus compañeros estarían al acecho de cualesquiera que se acercaran a ellos. Corrieron peligro en un par de ocasiones, pero salieron bien librados gracias a la pericia del templario.

Los dos diáconos se sentían seguros bajo la protección de Fernando. ¿Quién se hubiera atrevido a enfrentarse a un soldado del Temple?

Teresa estaba agotada de haber cabalgado sin descanso en las últimas jornadas hasta llegar a las tierras bajas, donde en ese momento estaba la corte del conde Raimundo. Fernando no quiso acompañarla hasta el castillo. Se despidió de ella obligándola a prometer que obedecería a su hermana mayor y a su esposo.

Después se despidió de los perfectos , tras encomendarles a su hermana.

– Os la confío. Mi cuñado Bertran d' Amis sabrá recompensaros.

– No necesitamos ninguna recompensa -respondió Pèire Bonet sin ocultar su irritación por las palabras del templario.

– No he querido ofenderos -se disculpó Fernando.

– En esta vida no esperamos ninguna recompensa -insistió el perfecto -. Vuestra hermana ha recibido el consolament , así que es también nuestra hermana.

Fernando abrazó a Teresa; luego montó en su caballo y lo espoleó con fuerza. Sabía que sus compañeros le estarían esperando. Teresa viviría mientras él iba en busca de su castigo. Se preguntó a sí mismo si realmente se lo merecía.

10

La situación en Montségur había empeorado y el senescal aseguraba que era cuestión de tiempo que el señor De Perelha aceptara la rendición.

Bajo la enérgica dirección del obispo de Albi, las máquinas de guerra no daban respiro a los defensores. Los cruzados estaban ya a pocos metros del castillo y las catapultas habían batido buena parte del muro oriental.

Julián escribía ensimismado la crónica ordenada por doña María. A través del cabrero, la dama le había mandado recado de que Teresa estaba a buen recaudo junto a su hermana en la corte del conde Raimundo. Sin embargo, de eso hacía ya tiempo; la Navidad había pasado, enero estaba llegando a su fin y seguía sin tener noticias de doña María.

De Fernando tampoco tenía nuevas. Parecía que se lo hubiera tragado la tierra. En ocasiones estuvo tentado de recabar noticias a la encomienda templaria situada a pocos días a caballo, pero no se había atrevido a hacerlo para no aumentar las dificultades de Fernando y, lo que era peor, alertar a los enemigos de ambos. De manera que se había dedicado noche y día a escribir aquella crónica sobre Montségur y los herejes, que algún día depositaría en manos de su hermanastra Marian.

Escondía con celo sus escritos para evitar la tentación de leerlos a los que visitaban su tienda. A veces creía sorprender a fray Ferrer observándole con desconfianza. Sentía la antipatía de su superior, se decía que era incapaz de mostrar buenos sentimientos hacia nadie. Hasta fray Pèire parecía asustado en su presencia.

Un soplo de aire se coló por la abertura de la puerta de la tienda, que dio paso a fray Pèire.

Julián, ¿cómo os encontráis hoy?

– Mejor, hermano, mejor.

– ¡Cuánto trabajáis!

– Quiero estar preparado para cuando comience el juicio de los herejes.

– Pero ¿qué escribís con tanto celo?

– Pongo en orden sentencias de otros juicios de herejes, y las disposiciones aprobadas en los concilios. Nada importante, pero me ayuda a pasar las horas en estos días de lluvia en que sólo un loco se aventuraría a salir.

– Tenéis razón. Os confieso que la humedad me está afectando a los huesos. Hay días en que los miembros me duelen de tal manera que pienso que no podré moverlos. El físico del senescal me ha sangrado, pero no me alivia el dolor.

– El físico del senescal no sabe nada.

– ¡Pero Julián!

– Es un carnicero cuya única ciencia consiste en sacar sangre de las venas, tanto da que se trate de un dolor de barriga que de un resfriado.

Fray Pèire no respondió; en su silencio había una aceptación implícita de las palabras de Julián. Durante un rato, conversaron de las noticias que corrían por el campamento, aunque no se hubiera producido ninguna novedad destacable.

Poco después de marcharse fray Pèire, un sirviente entró anunciándole que el cabrero solicitaba permiso para visitarle. De su hombro colgaba una ristra de quesos.

– He venido a traer algunos quesos al senescal -saludó. Julián sintió un ataque de vértigo, pues si bien ansiaba noticias de doña María, al tiempo las temía. Seguía sin saber qué le había podido ocurrir a la señora.

– Doña María quiere veros. Una noche de éstas os vendré a buscar, no sé cuándo. Ahora las cosas han cambiado, e ir y venir a Montségur es más difícil. Pero estad preparado.

A partir de ese momento Julián volvió a dormir inquieto, a pesar de que las hierbas que le había suministrado el físico templario conseguían inducirle al sueño. Sus noches se llenaron de pesadillas en las que doña María aparecía dándole las más diversas órdenes que ponían en grave riesgo su vida. Se despertaba sobresaltado en medio de sudores fríos que le recorrían la columna. De nuevo había perdido el apetito. Fray Pèire le creía un santo, convencido de que su delgadez se debía al afán de sacrificio y renuncia a todo lo material, incluida la buena mesa que todavía era posible encontrar en aquel campamento.