– Poco más… el señor Des Arcis se muestra impaciente, el rey Luis mandó hace dos días un emisario para saber la situación. El senescal espera poder ofrecerle buenas noticias, si es que los gascones cumplen con lo prometido.

– ¿Y quién es el traidor? -preguntó Julián sintiendo una oleada de rubor bajándole de la frente al mentón.

– Nadie lo sabe, sólo el jefe de los gascones. Dicen que es un pariente suyo que se casó con una mujer de esta zona y que conoce bien los vericuetos de estas montañas. En cualquier caso se le pagará bien. Un paje le entregó una bolsa bien repleta al gascón.

Julián bostezó para dar a entender a fray Pèire que estaba cansado; luego se sentó en el catre.

– ¿Queréis que recemos el rosario? -propuso el bueno de fray Pèire.

– Os lo agradezco, pero ya lo recé antes de que vinierais. Prefiero orar a solas antes de intentar dormir.

– Entonces os dejo. Si necesitarais algo…

– Os doy las gracias, hermano.

Apenas había salido fray Pèire de la tienda cuando entró Fernando, sobresaltando a Julián.

– ¿Cómo os encontráis? -quiso saber Fernando. -Compungido por la noticia que me ha dado fray Pèire. ¿Sabéis que hay un traidor en Montségur?

– En Montségur no, aquí, cerca de nosotros, un hombre del lugar al parecer pariente del jefe de los montañeros.

Los dos hermanos se quedaron unos segundos en silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Julián.

– ¿Hacer? ¿Nosotros? No os entiendo, Julián…

– Vuestra madre está allí arriba y…

– Mi madre ha elegido.

Volvieron a guardar silencio, cada uno pensando en doña María.

– No he sabido nada del cabrero -dijo Julián.

– Mi madre cumplirá su palabra y nos hará saber cómo y dónde recoger a mi hermana Teresa.

– Y si no pudiera…

– ¿Mi madre? ¿Acaso no la conocéis? Podrá, aunque para ello tenga que enfrentarse sola al ejército del senescal.

– Sí, es bien capaz de ello -aceptó Julián.

– Venía a deciros que no estaré aquí mucho tiempo. Apenas vea a mi hermana me marcharé, en realidad nos iremos todos.

– ¿Os iréis con vuestros hermanos?

– Sí, hemos convencido al senescal de que no le somos necesarios, puesto que cuenta con el ingenio del obispo de Albi para las máquinas de guerra. Además, nos necesitan en nuestra encomienda. Pronto regresaremos a Oriente.

– A los templarios no os gusta combatir a los herejes -sentenció Julián.

– Son cristianos como nosotros, Julián, los Buenos Cristianos se denominan ellos, y a veces pienso que tienen razón, que en realidad lo son. ¿Cuál es su pecado? Viven en la pobreza dando ejemplo, ayudan a los menesterosos, curan a los enfermos, acogen a los huérfanos…

– Pero no creen en Nuestro Señor -protestó el fraile.

– Sí, sí creen en él, sólo que de manera distinta. Odian la Cruz por ser el símbolo del sufrimiento, dicen que Jesús no pertenece al mundo visible, creen que hay un Dios bueno y otro malo. ¿De qué otra manera se entiende tanta iniquidad y sufrimiento? ¿Cómo explicar que si Dios todo lo ha creado haya traído el mal o al menos lo permita? ¿Qué tiene que ver Dios con la muerte de tantos inocentes? El Demonio existe y tiene un poder inmenso; nosotros llamamos al Mal de una manera, ellos de otra. Tampoco son tan grandes las diferencias.

– ¡Pero qué decís! ¡Estáis cometiendo un sacrilegio!

– ¡Mi buen dominico! A veces se me olvida que pertenecéis a la orden encargada de combatir la herejía, y que sois un notario de la Inquisición. Seréis vos quien mande a la hoguera a cuantos se resguardan en Montségur.

– ¡Callad! ¡No me atosiguéis, Fernando! ¡Sabéis bien cuánto sufro por todo esto! El Diablo me atormenta el alma.

– El Diablo no es quien os atormenta, sino vuestra conciencia, incapaz de distinguir lo que está bien de lo que está mal; y vos sabéis como yo que esa gente ningún mal hace, que son inocentes…

– ¡No lo son! Se han rebelado contra nuestra Santa Madre Iglesia.

– Se han rebelado contra la corrupción de nuestra Santa Madre Iglesia, contra clérigos amorales, contra el boato de los obispos…

– ¡Os acusarán de herejía!

– ¿Quién? ¿Lo haréis vos?

– ¿Yo? Sabéis que jamás haría tal cosa, sois… sois mi medio hermano.

– Yo creo, Julián, que además no lo haríais porque sois bueno.

– Os ruego que no digáis a nadie lo que acabáis de decirme a mí-suplicó el fraile-; os acusarían de hereje.

– No lo hago. Soy un monje, no discuto, acato cuanto dice y ordena nuestra Santa Madre Iglesia y lucho, arriesgo mi vida contra los sarracenos, pero a veces… a veces dejo que f luyan los pensamientos y, entonces, donde antes sólo había certezas encuentro dudas que ni siquiera me atrevo a exponer a mi confesor. Pero a vos sí, Julián, aun sabiendo que sois un dominico, un guardián de la verdadera fe. Ahora quisiera hablar con vos sobre esa crónica que estáis escribiendo, ¿cómo la haréis llegar a mi hermana Marian?

– No lo sé. Vuestra madre me ha encargado una misión harto difícil, espero que sea ella quien me busque.

– ¿Qué haremos con Teresa?

– ¿Qué haremos? Yo soy un fraile, no puedo tenerla conmigo.

– Y yo un monje soldado, tampoco puedo llevarla a la encomienda… ¿Podréis enviarla junto a mi hermana Marian a la corte del conde Raimundo?

– Estaría mejor con vuestro padre y vuestra hermana Marta en Aínsa…

– Sería difícil para ella volver a Aínsa. Tarde o temprano las garras de la Inquisición se cebarían en ella. Vuestras garras, Julián… No, no me miréis así. En Aínsa todos saben que Teresa está con mi madre en Montségur y que ambas son herejes. No tendrán piedad con la pobre niña, de manera que el único lugar donde puede encontrar protección es con mi hermana Marian. Mi cuñado Bertran d'Amis es un caballero principal en la corte del conde Raimundo. Os ruego que la enviéis allí.

– Pero ¿cómo podré hacerlo? -se lamentó Julián.

– Tiene que haber alguien en quien confiéis.

– No, no confío en nadie. Bastante tengo con procurar que no sepan que mantengo tratos con los herejes.

– Pensaremos algo, aún estaré aquí dos o tres días.

Fernando salió de la tienda dejando a Julián aterrado ante la idea de tener que hacerse cargo de Teresa. El templario no tenía otra opción que cargar a su hermano con esa responsabilidad: por más que le supiera débil, no dudaba de su lealtad para la casa de Aínsa de la que era parte, puesto que tenía el mismo padre que él.

Con paso decidido se dirigió a su tienda y se puso a rezar rogando a Dios que no les abandonara.

Julián, hincado de rodillas junto a su catre, estaba solicitando el mismo favor al Todopoderoso.

8

La luna no apareció aquella noche. El campamento se encontraba en un extraño silencio, sólo roto por el rumor del viento helado, que desasosegaba al senescal Hugues des Arcis mientras aguardaba en su tienda noticias de la incursión que habían iniciado los gascones una hora antes.

El senescal caminaba nervioso, aguardando acontecimientos. Pensaba que Dios estaba de su parte y que, puestos a elegir entre la vida de los herejes y la de sus hijos fieles, no tendría dudas. Él sí las tenía: sabía que el castillo de Montségur parecía infranqueable y que su señor, Raimon de Perelha, y el comandante de la guarnición, Péíre Rotger de Mírapoíx, habían demostrado coraje e inteligencia durante los meses de asedio.

En Montségur vivían más de cuatrocientas personas entre soldados, perfectos , credentes , sirvientes y otras familias deudas del señor De Pereiha.

En varias plataformas colgadas de las laderas de la montaña se veían minúsculas casas y cabañas donde los lugareños aseguraban que se encontraban la mayoría de los perfectos orando y ayudando a cuantos habían buscado refugio en el castillo. El senescal pensó que, si Dios se manifestaba de su parte, muy pronto Montségur dejaría de existir y el condado de Tolosa ya no sería un problema para el buen rey Luis.

Mientras el senescal esperaba, los gascones iniciaron la marcha guiados por un hombre parecido a ellos. Hablaban de la misma manera puesto que el hombre salió de Gascuña y nunca se sintió parte del país, al que ahora se prestaba a traicionar por una buena bolsa de monedas que le serviría para regresar a casa, llevándose a su díscola esposa y a sus tres hijos por más que ésta le había asegurado que nada ni nadie la moverían de su tierra. Esta vez no le preocupaba la tozudez de su esposa, que dejaría de lado su orgullo en cuanto cayera Montségur e hiciera tintinear ante sus ojos la bolsa enviada por el senescal.

El frío helaba sus manos y dificultaba su ascenso. Los montañeros guardaban un silencio sepulcral, sabiendo que si les descubrían los hombres que protegían los baluartes cercanos al castillo su muerte era segura. Tenían que evitar desprendimientos que les delataran, mientras sentían que les crujía la espalda por el peso de las armas.

Apenas veían dónde ponían el pie y temían caer despeñados. Pero la paga era buena; además, ayudar a vencer a aquellos herejes que se ocultaban en Montségur, según les habían prometido los hombres de la Iglesia, les reportaría una gran recompensa en el cielo el día que muriesen.

No sabían cuánto tiempo llevaban subiendo, pero ya tenían las manos desolladas y un dolor agudo en todos y cada uno de los músculos del cuerpo. Aun así, estaban seguros de lo que les esperaba en el baluarte: enfrentarse a unos temibles soldados.

Al final, Dios estuvo de su parte, se dijeron, porque sorprendieron a los rivales dormidos y, antes de que se dieran cuenta, les arrojaron al vacío y se hicieron con el baluarte. El jefe de los gascones y el traidor se palmearon la espalda agradecidos. Había sido más fácil de lo que esperaban. Ya no les dolían las manos, por más que se hubieran dejado la piel entre las rocas, ni sentían punzadas en la base de la espalda; ahora saboreaban la victoria y sólo los más avariciosos pensaron que acaso deberían haber pedido una paga mayor al senescal por aquella espectacular hazaña.

Algunos de los hombres, guiados por el traidor, regresaron al campamento a dar la buena noticia.

Hugues des Arcis bebía una copa de vino templado cuando un soldado pidió permiso para anunciar la llegada de los montañeros. Tras escuchar lo que le dijeron, musitó una oración en silencio dando gracias a Dios por haberse manifestado a su favor.