En esos días doña María se congratulaba al ver cuántos de sus vecinos habían decidido recibir el consolament . Qué absurdo, decía, echar agua a un niño y decir que está bautizado. El bautismo, bien lo enseña el obispo Bertran Martí, sólo es posible en la edad adulta: recibir o no al Espíritu Santo es una decisión individual.

La dama terminó de escribir, intentando ordenar sus pensamientos que había dejado vagar mientras alcanzaba a ver la enorme pira de leños amontonados por los cruzados. No faltaba mucho para que ella misma fuera quemada en esa hoguera desprendiéndose de la cáscara, su cuerpo, y liberándose para encontrarse con Dios.

El cabrero le informó que fray Ferrer aguardaba con ansia que llegara el día señalado para verles arder en el fuego, pero antes él mismo les interrogaría. Doña María sentía una punzada de inquietud. El dominico catalán era un demonio, un hombre cruel incapaz de sentir compasión. Había encendido hogueras por todo el país, refinando las artes del interrogatorio, revisando viejos archivos para encontrar algún fallo que pudiera servirle para mandar al fuego a cualquiera que se hubiese librado por falta aparente de pruebas. Julián le temía, cada vez que hablaban de él se le dilataban las pupilas y un sudor frío le comenzaba a correr desde la nuca. ¿De qué sería capaz ese hombre cuando bajasen de Montségur?

Confesó su angustia a Bertran Martí en esos postreros momentos. Acaso fue demasiado egoísta al pensar sólo en vivir su fe, dejando a su esposo e hijos librados a su suerte.

El obispo la consoló, pero no logró borrar esa pena de su alma. Fernando la había perdonado, pero ¿y Juan, su esposo? ¿Y su hija Marta? ¿Y sus nietos? ¿Entenderían que hubiera decidido consumirse en la hoguera?

Una mujer perfecta se le acercó para avisarle que la hora de dejar el castillo había llegado. Doña María buscó al sargento, que le prometió hacer llegar sus cartas. Se las entregó como si de un tesoro se tratase y él, conmovido, besó la mano de esa dama que tanto valor les había insuflado en los momentos más amargos del asedio.

Raimon de Perelha dio la orden para iniciar el descenso; mientras, doña María buscó con la mirada a Pèire Rotger de Mirapoix, quien daba órdenes a los soldados, organizando la rendición. Sabía que el señor De Perelha había exigido a su comandante que salvara la vida, que huyera; para ello le había encargado una misión. También sabía que dos días antes, el obispo Bertran Martí había decidido que dos perfectos intentarían sacar el resto del oro y de la plata que aún guardaban en Montségur. Los perfectos Amelh Aicart y Huc Petavi, guiados por un montañés, iban a descolgarse por las paredes de la montaña, pero antes aguardarían a que la comitiva llegara a su destino y cayeran las sombras de la noche. Su misión consistiría en ir al mismo bosque donde los perfectos que acompañaron a Teresa no tanto tiempo atrás habían escondido el grueso del tesoro.

En aquel tibio amanecer de la primavera todo invitaba a vivir, pero buena parte de los que integraban el cortejo que salía de Montségur sabían que estaban saboreando las últimas horas de su vida.

La tregua había expirado. A los pies del castillo, se hallaba el senescal Hugues des Arcis, acompañado por el obispo de Albi y los dominicos Ferrer y Durand, además de Julián y Pèire. Hacía horas que se había levantado una empalizada capaz de albergar a doscientas personas. Los haces de leña, resina y paja aguardaban prestos a arder.

Los perfectos , descalzos, vestidos con hábitos de tela gruesa, caminaban con la cabeza alta. Les precedían las buenas gentes con las que habían compartido tantos meses de sufrimiento en Montségur.

Los inquisidores intentaban que los herejes abjuraran de su fe, pero éstos parecían no escucharles.

Fray Ferrer instaba a que se arrepintieran y besaran la cruz. Los perfectos volvían la cabeza, incluso alguno escupió sobre el preciado símbolo del cristianismo católico.

Los ojos del inquisidor brillaban de alegría con cada gesto de rechazo a la cruz. «Es la mejor prueba de la maldad de los herejes -bramaba-. ¡Merecen la hoguera!»

Doña María buscaba la mirada de Julián y, sonriéndole, intentó insuflarle la fuerza de la que el fraile carecía. Fray Ferrer se acercó con paso presuroso a la dama invitándole a besar la cruz. Doña María rechazó el madero volviendo el rostro, pero el inquisidor se regocijó colocando la cruz a pocos centímetros de su boca. La señora De Aínsa no quería escupir; aun sabiendo que la cruz era sólo un trozo de madera, que en ningún caso Jesús estaba en ella, algo en su interior le impedía escupir sobre ella como hacían algunos de sus amigos.

Julián seguía angustiado la escena. Sentía unas ganas terribles de empujar a fray Ferrer, de arrebatarle la cruz y arrojarla al suelo para que no continuara martirizando con ella a su señora. Pero sólo ese pensamiento le espantaba.

Estaba a punto de gritar, pero los ojos de doña María le llamaron a la calma.

La dama, junto al resto de los perfectos , entró en la empalizada. Los herejes comenzaron a rezar guiados por el anciano obispo Bertran Martí, mientras los soldados les ataban a los postes, que habían rodeado con resina y paja. Cuando el inquisidor Ferrer emitió una señal, prendieron la hoguera.

Las llamas se deslizaban entre los pies de los condenados, que continuaban rezando sin pedir clemencia.

Julián miraba los pies de doña María y el borde de su túnica, que comenzaba a arder. No pudo evitar un grito seco y angustiado que, para su suerte, nadie pareció escuchar.

No podía apartar los ojos de la señora De Aínsa, toda dignidad atada a aquel madero, valiente hasta el final. Sus labios murmuraban rezos pero no clemencia, mientras Julián sentía sus ojos clavarse en él dándole la última orden: «Escribe la crónica, que la posteridad sepa por qué morimos en Montségur».

El fuego era tan vivo que fray Ferrer y los otros dominicos tuvieron que alejarse para, desde la distancia, seguir contemplando el macabro espectáculo. El olor a carne quemada inundaba la montaña y el calor que expandía la hoguera abrasaba el aire y las piedras. Nubes negras cubrían el cielo que pocos minutos antes lucía de un azul intenso.

Los ojos de fray Ferrer brillaban de entusiasmo. Era el momento cumbre de su carrera: se regocijaba viendo arder frente a él a los últimos resistentes del país. Sabía que aún había perfecto s tanto en los pueblos como escondidos en los bosques, pero él los buscaría hasta convertirles en humo, como a los habitantes de Montségur.

– ¡Julián! ¡Julián! ¿Os encontráis bien?

La voz de fray Pèire le devolvió a la realidad. Julián, tendido en el suelo, no sabía en qué momento se desmayó. Frente a él, fray Ferrer le observaba con desprecio.

– ¿Tan frágil es vuestra fe que perdéis el sentido al ver arder a esos herejes? -clamó el inquisidor.

– Han sido el calor y el fuerte olor -le disculpó fray Pèire-, yo mismo me he sentido mareado.

– Pues recobraos, porque debemos comenzar cuanto antes a escuchar las confesiones de esa gente.

– ¿Hoy mismo? -preguntó con angustia Julián.

– Sí -respondió sin vacilar el inquisidor-. Y sabed que no consentiré flaqueza alguna en un notario de la Inquisición.

13

La noche era fresca, pero el aire que corría no era capaz de borrar el olor a carne quemada.

Los cruzados parecían haber caído en un mutismo extraño. No tenían ganas de hablar los unos con los otros, como si el fin del asedio y la rendición de Montségur no fueran un sonoro triunfo sino más bien un velado fracaso.

Algunos hombres no habían podido ocultar las lágrimas. Los detenidos, que aguardaban ser interrogados por fray Ferrer, tenían a familiares o amigos angustiados por su suerte. Algunos se habían acercado a fray Pèire y fray Julián para preguntarles qué sería de aquellos que no eran perfectos y que estaban detenidos. Los dos frailes aseguraron que la Iglesia cumpliría con su parte: interrogaría a cuantos habían vivido dentro de Montségur, pero no les quemarían salvo que fray Ferrer viera en ellos la menor sombra de herejía.

Los interrogatorios duraron varios días y fueron exhaustivos. Pèire y Julián escribían a gran velocidad las preguntas de su superior y las respuestas titubeantes de los acusados. En ocasiones, fray Ferrer sometía a sus prisioneros a la prueba de fuego: les colocaba delante de un crucifijo instándoles a besarlo y a rezar el Padre Nuestro .

Fray Ferrer sabía que ninguno de los bons homes o bonas donas serían capaces de adorar la cruz, de manera que en cuanto veía una actitud de duda, se ensañaba hasta lograr una confesión de herejía.

Todas las declaraciones de los defensores de Montségur eran transcritas con minuciosidad por los escribanos de la Inquisición y enviadas a un lugar seguro.

Cuando, caída la noche, Julián llegaba a su tienda continuaba escribiendo febrilmente narrando el horror de lo vivido cada día, la falta de misericordia de fray Ferrer. Julián veía en su superior una mente enferma y retorcida, un fanático que disfrutaba del dolor ajeno en el nombre de Dios.

Una noche el cabrero entró de improviso en su tienda cuando se disponía a apagar la vela para conciliar el sueño.

– Pero ¿qué hacéis aquí? -exclamó asustado.

– Vengo a recordaros la promesa que hicisteis a doña María, ¿tenéis lista la crónica?

– Aún no, aún me queda mucho por contar.

– Quizá queráis añadir que dos perfectos han podido salvarse, que el señor De Mirapoix los ayudó, y que él mismo ha salvado la vida.

– Fray Ferrer le ha mandado buscar por todos los rincones…

– Pero no le encontrará. El señor De Perelha dispuso que Pèire Rotger de Mirapoix viviera. Quién sabe si será capaz de organizar alguna resistencia contra los invasores.

Julián guardó silencio. Lo que el cabrero decía era sólo un sueño, un sueño imposible: la Iglesia y el rey de Francia habían ganado la partida. Quienes no lo aceptaran sólo tenían futuro como proscritos.

– ¿Qué tenían de especial esos perfectos para que se decidiera su huida?

– En Montségur se guardaba oro, plata y piedras preciosas donadas por los caballeros y damas credente s o que habían decidido abandonarlo todo para hacerse perfectos . Con ese tesoro manteníamos la Gleisa de Dio , las casas donde las perfectas acogían a las viudas y a los huérfanos, la ayuda para nuestros hermanos menesterosos, también para comprar víveres, e incluso armas para nuestros defensores… Nuestro obispo no quería que el tesoro cayera en manos de nuestros verdugos. Confiaba en que otros perfectos pudieran continuar llevando la palabra de Dios, y para ello era necesario tener una bolsa bien llena. Nuestros hermanos han escondido ese oro en lugar seguro. Cuando llegue el momento lo utilizarán como deben. Os cuento todo esto porque así me lo indicó la señora.