Perdido en sus pensamientos no se dio cuenta de que se estaban acercando al Santo Sepulcro. Allí parecía haber más controles que en ocasiones anteriores, la gente protestaba al ser examinada de arriba abajo, teniendo que mostrar cuanto llevaba en bolsos y mochilas.

«El sujeto parece que se está percatando de la situación», decía un agente de seguridad a través del micrófono que llevaba disimulado en la solapa, pero cuyo sonido nítido llegó a la sala de operaciones en la que los servicios de inteligencia y la policía israelí trabajaban desde hacía días para evitar el atentado.

Matthew Lucas intentaba controlar su nerviosismo. No hacía más que preguntar por qué no le detenían ya.

– Si se da cuenta de que está rodeado es capaz de suicidarse en medio de toda esa multitud y habrá una carnicería -le respondió el coronel Kaffman, jefe del Mossad.

Pero no parecían escucharle, aunque podía ver que los hombres que estaban en aquella sala tenían los rostros tensos y no podían disimular la angustia que les provocaba la situación.

El coronel que dirigía la operación dio una orden al agente que acababa de hablar.

– Ahora.

Matthew Lucas le interrogó con la mirada. ¿Qué había querido decir con «ahora»?Y se lamentó en voz baja de la actitud de los israelíes; pasaban por ser los mejores aliados de Estados Unidos, pero parecían no confiar en nadie; le habían dejado asistir como espectador pero sin prestarle atención.

Faltaban quinientos metros para llegar a la puerta del Santo Sepulcro. Hakim y el resto del grupo tuvieron que pararse. Los controles estaban provocando una larga cola que les obligaba a esperar.

Hakim se dio cuenta de que difícilmente podría entrar en la iglesia. Said le había dicho que los judíos solían adoptar medidas de seguridad pero procurando no molestar a los turistas. Miró hacia atrás para ver si tenía alguna vía de escape, pero comprendió que retroceder en medio de aquel gentío que empujaba para llegar al Santo Sepulcro iba a resultar imposible. Inmediatamente se arrepintió de haber pensado en escapar. No podía hacerlo, estaba allí para morir y moriría. Si no podía entrar en el Santo Sepulcro, al menos destruiría la entrada de la iglesia, ya que en cuanto estuviera suficientemente cerca, en cuanto los soldados se dispusieran a cachear a su grupo, él haría estallar la carga. Muchos de aquellos peregrinos morirían con él.

Se sintió desolado al ser consciente de que no podía lograr el objetivo fijado. Omar se llevaría una profunda decepción y Salim al-Bashir pensaría que se habían equivocado de hombre encomendándole una misión que había sido incapaz de cumplir.

Odió más que nunca a los judíos por impedirle cumplir con su misión, mientras miraba con desprecio a aquella gente que no dejaba de rezar a su alrededor.

De repente sintió que le cogían los brazos y se los llevaban a la espalda.

– No te muevas -escuchó que le decían en perfecto español.

Luego se sintió arrastrado del lugar, mientras los peregrinos de su grupo iniciaban una protesta al ver que se lo llevaban.

– Tenemos al sujeto -dijo el agente a través de su micrófono invisible, mientras arrastraban a Hakim fuera del gentío, camino de la Puerta de Damasco.

En la sala de operaciones suspiraron con alivio. No habían localizado al grupo de turistas hasta esa misma mañana y a Hakim hasta hacía una hora. Era un milagro.

Hakim no podía moverse y sentía que las lágrimas se le agolpaban en los ojos. Lágrimas de frustración, de ira y de dolor.

Salieron por la Puerta de Damasco, donde a esa hora cientos de personas entraban y salían de la ciudad tres veces santa. Allí les esperaba un coche en el que le metieron, con dos agentes a cada lado, además del que conducía y otro que iba en la parte de delante apuntándole con una pistola.

– Buen trabajo -les dijo el de la pistola a los dos hombres que habían detenido a Hakim y a continuación les ordenó ponerle las esposas.

Fue un segundo, sólo un segundo el que Hakim tuvo una de las manos libres, y no dudó. Tiró del detonador que llevaba en el cinturón.

El coche explotó saltando por los aires y llevándose consigo las vidas no sólo de sus ocupantes: otros vehículos se vieron alcanzados por la explosión.

El caos se adueñó del lugar a pesar de que enseguida comenzaron a llegar coches de la policía y ambulancias.

En la sala de operaciones hubo un momento de confusión, aunque el coronel Kaffman se impuso de inmediato dando órdenes a unos y a otros, mientras pedía que los agentes que estaban en los alrededores de la Puerta de Damasco le informaran sin demora.

Matthew Lucas pudo escuchar la voz entrecortada de un agente que informaba desde el lugar de los hechos: «El coche ha saltado por los aires. Hay heridos y muertos, esto es horrible… Debía de llevar un cinturón con explosivos y ha podido activarlo. Aún no lo sabemos, el laboratorio lo confirmará. Creo que hay turistas entre las víctimas, aunque también hay palestinos y gente nuestra…».

– Parecía que habíamos hecho lo más difícil, encontrar a ese hombre y detenerlo, y no hemos sido capaces de evitar lo que tendría que haber sido lo más sencillo -se lamentó el coronel Kaffman.

Matthew Lucas sentía un nudo en la garganta, pero pidió permiso para acercarse al lugar de la explosión.

– Venga conmigo -le dijo el coronel-, de lo contrario no podrá acercarse.

De camino a la Puerta de Damasco Matthew telefoneó a su jefe y a continuación a Lorenzo Panetta.

– No ha sido posible evitar el horror. Ha habido una explosión y muertos -le dijo.

– ¡Dios mío! ¿Qué ha pasado?

– Hasta esta mañana no identificaron a todos los peregrinos que habían venido en la excursión organizada por Omar. Al parecer el sujeto se llamaba Hakim, con pasaporte español. Mi jefe ha hablado con el Centro Antiterrorista de Madrid y el comisario García le ha llamado para decirle que el tal Hakim tenía la nacionalidad española pero era de origen marroquí. Al parecer era el alcalde de un pueblo de Granada, Caños Blancos. Un hombre fuera de toda sospecha. Las autoridades españolas le tenían por un moderado, y el pueblo como un ejemplo.

– Sí, el comisario García también habló conmigo. Hakim era un hombre sin escrúpulos -respondió Panetta.

– Sí, bueno, Hakim no estaba en el hotel junto al resto de los peregrinos con los que llegó a Israel y no participaba de todas las excursiones de éstos. No sabemos quién es su contacto, ni dónde se ha alojado, no le hemos localizado hasta que no se ha unido a su grupo, pero llegó solo al hotel donde estaban y desde allí salieron camino del Santo Sepulcro.

– ¡Pero dígame qué ha pasado!

– Le detuvieron cerca del Santo Sepulcro, lograron sacarle de entre los peregrinos, pero al parecer pudo acceder al detonador que llevaba encima y volarse; bueno, junto a él han volado policías y agentes israelíes, turistas, palestinos… aún no sabemos cuánta gente ha muerto. Voy camino del lugar.

– ¿Y la iglesia?

– La iglesia del Santo Sepulcro no se ha visto afectada; en realidad la explosión se ha producido fuera de las murallas. Lorenzo Panetta dio gracias a Dios en silencio. Lamentaba los muertos, pero se decía que podía haber habido muchos más si no le hubieran detenido a tiempo.

El coronel Kaffman le pidió el teléfono a Matthew Lucas.

– ¿Señor Panetta? Soy el coronel Kaffman. Le aseguro que hemos hecho lo imposible. Hemos trabajado contrarreloj, y a pesar de lo sucedido puede decirse que hemos tenido suerte. Aunque desgraciadamente no sabemos nada sobre los contactos de este terrorista en Israel, y le puedo asegurar que para nosotros habría sido de vital importancia, puesto que el Círculo es la única organización terrorista invisible. Si ustedes nos hubieran avisado antes de lo que pasaba, quizá habríamos podido hacer más.

– Le aseguro, coronel, que me hubiera gustado poder decirles algo antes, pero hemos trabajado con hipótesis, sin certidumbres, y… bueno, cuando hemos tenido algo real les hemos avisado de inmediato.

– Demasiado tarde, señor Panetta, demasiado tarde. Desgraciadamente han muerto muchos inocentes.

– Todos los muertos son inocentes, coronel.

– No, señor Panetta, todos no.

44

Viernes Santo, castillo d'Amis, sur de Francia

A Edward le había sorprendido encontrar al conde sentado ante el televisor cuando, como cada mañana, acudió a despertarle con la bandeja del desayuno.

El conde ya estaba vestido y parecía inquieto, aunque no dijo nada que hiciera llegar a Edward a esa conclusión. Eran muchos los años a su servicio, y el mayordomo podía leer en el rostro del señor del castillo.

En cualquier otro momento habría hecho algún comentario para intentar averiguar a través de la respuesta qué preocupaba al conde d'Amis, pero Edward pensó que bastante tenía él con sus propios problemas.

Raymond de la Pallisière se había encerrado en su despacho. Pidió a Edward que nadie le molestara, ni siquiera su hija, pero el mayordomo sabía que esa orden no rezaría para Catherine. La hija del conde era una mujer tozuda, que no se atenía a las reglas. Sentía simpatía hacia ella porque desde su llegada el castillo parecía haber revivido, pero no se engañaba: cuando Catherine se convirtiera en condesa d'Amis le despediría.

Eran cerca de las once cuando Catherine se presentó delante de la puerta del despacho de su padre y, sin hacer caso de las advertencias de Edward, empujó la puerta y entró.

– ¿Qué sucede? -le preguntó a su padre a modo de saludo, observándole con curiosidad al verle sentado ante el televisor y con un transistor pegado a la oreja.

El conde hizo un gesto de desagrado por la irrupción de su hija pero la invitó a sentarse.

– Estoy escuchando las noticias.

– ¿Algo interesante?

– ¿Es que nunca ves la televisión?

– La CNN; las cadenas europeas apenas informan sobre Estados Unidos salvo para decir que George Bush es un pobre diablo empecinado en hacer el mal.

– Ha habido una explosión en Estambul, y al parecer otra en Jerusalén.

– ¿Sí? ¿ Qué clase de explosiones?

– No hay demasiada información, dicen que en Estambul la explosión la ha podido provocar un escape de gas. No lo sé. En cuanto a Jerusalén…

– Pues algún terrorista habrá decidido inmolarse. Es lo que suelen hacer por aquella zona, ¿no? -le interrumpió Catherine sín dar demasiada importancia a lo que le decía su padre.

– ¿Te da lo mismo? -le preguntó el conde.