– ¿Se sabe ya en qué hotel están?

– La policía está en ello, no creo que tarden mucho en saberlo.

– Que tengan suerte.

– ¿Y ustedes?

– Nada, no sabemos por dónde empezar. Puede ser en la basílica de San Pedro, o en cualquier iglesia de Roma. Estamos a ciegas.

– ¿No le han vuelto a llamar del castillo? ¿No sabe nada?

– No, no me han vuelto a llamar y temo lo que le pueda pasar a nuestra fuente si el conde descubre que le estaba espiando.

– Lo siento, de verdad.

– Le creo, Matthew, le creo. Llámeme si hay alguna novedad.

– Lo haré. También he hablado con Hans Wein; está de los nervios.

– Todos lo estamos.

– No entiendo por qué todo el mundo se ha empecinado en no hacer nada respecto a Salim al-Bashir.

– Yo tampoco, aunque gracias a los españoles hemos logrado una pista importante, ese amigo de Bashir, el tal Omar, puede ser uno de los jefes del Círculo.

– Le llamaré, dele recuerdos al padre Aguirre, supongo que estará desesperado.

– Como todos nosotros. Los únicos que están de suerte son los turcos. Tienen controlado al comando, saben dónde, cómo y cuándo piensan actuar. Sólo tienen que detenerles.

42

Estambul, Viernes Santo, ocho de la mañana

Ylena se terminó de colocar el hiyab sobre el cabello. Su prima también lo llevaba puesto; su hermano y su primo estaban listos.

Habían pedido el desayuno en la habitación. En realidad apenas habían salido del hotel; procuraban no llamar demasiado la atención.

– ¿Estás preparada? -le preguntó su hermano.

– Lo estoy.

– Si tú quieres…

– Calla -le ordenó ella-. Lo único que quiero es venganza. Te aseguro que en el momento en que apriete el botón del detonador seré feliz. ¿Vosotros estáis preparados?

– Lo estamos.

– Procura vivir, con que yo muera es suficiente. No me gustaría que terminaras tus días en una cárcel turca.

– Sabes que no nos cogerán vivos.

– Es lo único que me preocupa. Estos cerdos son capaces de todo.

La conversación de Ylena con su hermano le llegaba con claridad al coronel Halman. Por un momento tuvo ganas de irrumpir desde la habitación contigua a la que ocupaban los terroristas y preguntarles quién era más cerdo, si él que jamás había matado a nadie a sangre fría o ellos que pretendían provocar una matanza. Porque no tenía la menor duda de que si pudiesen lograr su propósito morirían muchos inocentes. Eran cientos de turistas de todo el mundo los que visitaban cada día Topkapi, eso sin contar los colegios que llevaban a sus alumnos a visitar el antiguo palacio de los sultanes.

El militar turco decidió llamar por teléfono a Panetta para anunciarle que iba a proceder a la detención del comando. No tenía sentido dejarles seguir adelante puesto que no se habían puesto en contacto con nadie, ni nadie lo había hecho con ellos. Los dos hombres del Yugoslavo que parecían vigilar a la muchacha tampoco se habían reunido con ninguna persona.

Lorenzo Panetta escuchó las explicaciones del coronel y le pidió que no les detuviera.

– Dejéles llegar hasta Topkapi; puede que allí les esté esperando algún contacto. No creo que sea correr demasiados riesgos.

– Pues yo creo que sí los corremos. En estos dos días no han mencionado dónde esconden los explosivos y puede que si se ponen nerviosos o intuyen algo decidan volarse, no importa dónde. No deberíamos correr ese riesgo.

– Vamos, coronel, es evidente que los explosivos deben de estar en la silla, esa chica anda sin ningún problema, y si hasta ahora no se han dado cuenta de que les tienen controlados no tienen por qué desconfiar. Le ruego que les permita llegar hasta Topkapi… incluso que lleguen hasta el pabellón donde guardan las reliquias del Profeta, puede que si tienen algún contacto les esté esperando allí.

– ¡Está loco! ¿Cómo cree que voy a permitir que lleguen al pabellón de nuestras reliquias? Por nada del mundo aceptaré que esos cerdos puedan acercarse a los objetos que pertenecieron al Profeta.

– Se trata de medir bien el tiempo; sé que no es fácil, pero tampoco imposible.

– No, no lo haré. Dejaré que vayan a Topkapi, pero antes de que puedan dirigirse al pabellón donde guardamos las reliquias de Mahoma les detendré, y rece para que no pase nada. Estamos colaborando en todo lo que nos piden pero no al precio de permitir una matanza.

– ¡Por Dios, no le estoy pidiendo que permita una matanza, sólo que averigüe si tienen cómplices!

– Yo decidiré el momento de la detención -insistió el coronel Halman.

– Naturalmente, es usted el que está sobre el terreno. Cuando Panetta colgó el teléfono empujó el cenicero, malhumorado.

– ¡Qué susceptible es este Halman!

– Está aceptando una gran responsabilidad -respondió el comisario Moretti, delegado del Centro Antiterrorista en Roma que había asistido a la conversación entre Panetta y Halman.

– Todos estamos asumiendo una gran responsabilidad. Pero tenemos que aprovechar todos los resquicios; hay que saber si la chica se pone en contacto con alguien.

– Si no lo ha hecho hasta ahora, es improbable que en el último minuto lo haga. No quisiera estar en la piel de Halman: si no la detiene a tiempo se encontraría con una catástrofe.

– Tiene razón. Además, somos nosotros los que tenemos que evitar que aquí ocurra otra catástrofe y no sabemos ni por dónde empezar.

Salieron de la habitación y se encaminaron hacia el ascensor donde una pareja también esperaba para bajar al vestíbulo. Ylena no les prestó demasiada atención. Su prima empujaba la silla y su hermano y su primo las flanqueaban.

Su primo fue a buscar el monovolumen que habían alquilado y, ayudados por el portero del hotel, acomodaron a Ylena dentro del coche.

Tardaron en llegar más de media hora, porque el tráfico de Estambul estaba especialmente denso aquella mañana en que turistas de todas partes habían acudido a visitar la ciudad.

Llegaron hasta la cima de la colina, explicando a los guardias que intentaban controlar el tráfico que llevaban a una inválida.

Buscaron un lugar donde aparcar cerca de los autocares que iban dejando su cargamento de turistas.

– ¿Estás nerviosa? -la preguntó su prima a Ylena.

– No, no lo estoy. Soy feliz.

Guardaron su turno haciendo cola y su hermano sacó los tíquets para entrar en Topkapi.

– Afortunadamente no parece haber mucha gente -dijo el joven.

– No es nada espectacular -dijo Ylena.

– ¿No te impresiona? -replicó su prima sonriendo.

– No, el lugar es bonito porque se ve el mar, pero como palacio… no sé, en realidad son sólo pabellones.

– Desde los que se dominó buena parte del mundo -apostilló su hermano.

Un grupo de turistas italianos escuchaban las explicaciones del guía mientras aguardaban su turno para entrar en el palacio.

– Ya les he dicho que Topkapi lo construyó Mehmet, pero cada sultán añadía pabellones nuevos. Topkapi ha sufrido cuatro incendios, y de la época de Mehmet queda el edificio del Tesoro llamado Raht Hazinesi, el Pabellón de los Azulejos Cinili Kósk y los muros internos y externos. El palacio tiene tres áreas, el palacio interno, el palacio externo y el harén. El primer patio, que es donde están estacionados los autocares, fue el cuartel de los jenízaros.

Los guardias que controlaban los accesos a Topkapi no les prestaron especial atención; incluso permitieron que accedieran al recinto sin pasar por el arco detector de metales, aunque unos amables funcionarios discutían con los guías de los grupos para organizar la visita de éstos dentro del recinto. Los guías se quejaban de que les impusieran un itinerario en vez de dejarles organizar la visita como siempre habían hecho.

– Son muy confiados -afirmó el primo de Ylena una vez que hubieron pasado el primer control.

– No tienen por qué desconfiar de nosotros; sólo somos turistas -respondió el hermano de Ylena.

Tampoco encontraron ningún obstáculo para atravesar el segundo pórtico, el de Bab U Selam o de las salutaciones, que fue construido por Solimán el Magnífico.

– Vamos directamente al pabellón de las reliquias -ordenó Ylena a su prima, que continuaba empujando la silla.

– No, no seas impaciente, paseemos primero, como si de verdad fuéramos turistas -sugirió su prima-. Mira, podemos empezar por el harén.

Ylena asintió de mala gana. Sentía la necesidad imperiosa de cumplir con su objetivo: infligir una herida al islam, y no veía razón para retrasar más tiempo su venganza.

Entraron en el harén y, como el resto de los visitantes, observaron curiosos aquellas paredes que habían sido las estancias de las mujeres de los sultanes y de sus hijos.

El grupo de turistas italianos que habían encontrado a la entrada salían del harén bromeando sobre las odaliscas al tiempo que inmortalizaban el lugar con sus cámaras digitales. Otro grupo de turistas, éstos turcos, y la mayoría hombres, entraron en el harén. A Ylena le fastidiaban las miradas de conmiseración que le dirigían.

«Si supierais lo que voy a hacer, me temeríais en vez de compadecerme», pensaba ella.

– ¿Por qué no salimos? -pidió impaciente.

Su prima empujó la silla hacia la salida mientras su hermano le pedía que no se impacientara.

– No te pongas nerviosa.

– No lo estoy, sólo quiero terminar con esto.

– Parece que tienes prisa en morir -le reprochó su primo.

– Sí, tienes razón, tengo prisa en morir.

Atravesaron el Bab U Saadet, el Pórtico de la Felicidad, por el que antaño sólo podía pasar el sultán y, a continuación, se encontraron junto a la Arz Odasi, la Sala de Peticiones del gran visir.

– Aquí venía gente del mundo entero a solicitar favores al gran visir y éste los estudiaba y luego decidía si se los transmitía o no al sultán -dijo el hermano de Ylena.

– ¡Qué más da lo que hicieran! -El tono irritado de Ylena les preocupó.

– ¡Vamos, no te enfades! Tú misma nos has repetido que teníamos que ser cautos y hacer las cosas bien. Además… bueno, no sólo vas a morir tú, es muy probable que también muramos nosotros. Déjanos disfrutar de estos últimos minutos -dijo su hermano.

– ¡Alabando a los sultanes!

– Respirando, Ylena, sólo respirando -respondió su primo.

El grupo de turistas turcos con su guía al frente llegó donde estaban ellos. El guía explicaba cada rincón del lugar.