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La invención de la agricultura, y no es ésta una de sus consecuencias menos importantes, hizo posibles ciertas experiencias religiosas. Por ejemplo, la relación que se estableció entre la fertilidad de la tierra y la fecundidad de la mujer. La Gran Diosa es la Tierra Madre. La mujer adquiere entonces una enorme importancia religiosa y a la vez económica, en virtud de su solidaridad mística con la tierra, que garantiza la fertilidad y, en consecuencia, la vida. Y, como le decía hace un momento, también gracias a la agricultura captó el hombre la idea del ciclo – nacimiento, vida, muerte, renacimiento – y supo valorar su propia existencia integrándola en el ciclo cósmico. El hombre neolítico comparó por vez primera la vida humana con la vida de una flor, de una planta; El cazador primitivo se sentía mágicamente vinculado al animal; ahora el hombre se hace místicamente solidario de la planta. La condición humana comparte el destino de la planta y, por ello mismo, se integra en un ciclo infinito de nacimientos, de muertes y de renacimientos… Entiéndase bien, las cosas son mucho más complicadas, pues se trata de un sistema religioso que integra todos los simbolismos de la fecundidad, de la muerte y del renacimiento: la Tierra Madre, la luna, la vegetación, la mujer, etc. Creo que este sistema contenía en germen las formas esenciales de todas las religiones que vendrían después.

Y aun podemos observar otra cosa: con la agricultura nace el sacrificio cruento. Para el hombre primitivo, el animal está ahí , en el mundo, es una realidad dada. La planta alimenticia, por el contrario, el grano no está dado, no existía ya desde el comienzo del mundo. Es el hombre el que mediante su trabajo y su magia crea una cosecha. Esto supone, con respecto al cazador, una enorme diferencia, ya que el hombre arcaico creía que no era posible crear nada sin el sacrificio cruento. Se trata de una concepción muy antigua, y casi universal, concretamente la creencia de que toda creación implica una transferencia mágica de la vida. Se proyecta, a través de un sacrificio cruento, la energía, la «vida» de la víctima sobre la obra que se pretende crear. Es curioso pensar en que cuando el cazador abatía su presa nunca hablaba de muerte. Algunas tribus siberianas piden perdón al oso, diciéndole: «No he sido yo el que te ha matado, sino mi vecino, el tungús o el ruso». En otros sitios se diría: «No he sido yo, ha sido el Señor de las Fieras el que nos ha dado permiso». Los cazadores no se reconocen responsables de la matanza. Entre los paleocultivadores, por el contrario, los mitos sobre el origen de las plantas alimenticias evocan a un ser sobrenatural que aceptó ser muerto para que de su cuerpo brotaran las plantas. De ahí que no fuera posible imaginar una creación sin sacrificio cruento. En efecto, los sacrificios cruentos, sobre todo humanos, están atestiguados únicamente entre los agricultores. Nunca entre los cazadores. En resumen, y esto es lo que importaba entender, a renglón seguido de este descubrimiento de la agricultura se revela todo un universo espiritual. Del mismo modo, con la metalurgia, se hace posible otro nuevo universo de valores espirituales. He pretendido comprender el mundo religioso del hombre arcaico. Por ejemplo, durante el Paleolítica, la relación entre el hombre y la planta no era en absoluto evidente. como tampoco lo era la importancia religiosa de la mujer. Una vez inventada la agricultura, la mujer pasa a ocupar un lugar importantísimo en la jerarquía religiosa.

– También llama la atención el hecho de que en los dos casos -la visión del hombre-planta y la institución de la muerte sa- grada - sea lo más importante la relación con la muerte, una relación determinada con la muerte. Queda igualmente claro que estos dos grandes ejes simbólicos pueden darse también en el mundo cristiano: grano que debe morir para renacer, muerte del cordero, pan y vino como cuerpo y sangre de la víctima sagrada. Su perspectiva del «hombre neolítico» da mucho que pensar… Sin embargo, como ya ha dicho, este descubrimiento no sirve únicamente para esclarecer el problema del «hombre religioso», sino que además ha permitido, mediante un largo rodeo, recuperar lo más cercano, lo familiar, la tradición rumana, por ejemplo. De no ser por todo esto, ¿le habría sido posible escribir ese texto que tanto me gusta sobre Brancusi? Brancusi, artista rumano, hombre moderno y padre de una determinada modernidad, y al mismo tiempo pastor en los Cárpatos. ¿Le habría sido posible comprender a Brancusi de la misma manera si no hubiera estado en contado, durante su estancia en la India, con la civilización original?

– Quizá no, en efecto. Acaba de resumir muy bien lo que pienso sobre este punto. Al captar la unidad profunda que existe entre la cultura aborigen india, la cultura de los Balcanes y la cultura rural de la Europa occidental, me encontraba como en mi ambiente. Al estudiar ciertas técnicas y ciertos mitos, me encontraba tan a gusto en Europa como en Asia. Nunca me sentí ante cosas «exóticas». Ante las tradiciones populares de la India, veía aparecer las mismas estructuras que en las tradiciones populares de Europa. Creo que esto me ayudó mucho a entender que Brancusi no copió las tradiciones del arte popular rumano. Por el contrario, se remontó hasta las mismas fuentes de la inspiración de los campesino rumanos o griegas y redescubrió esa visión extraordinaria de un hombre para quien la piedra existe existe de un modo, digamos, «hierofánico». Recuperó, desde dentro, el universo de los va-lores del hombre arcaico. Sí, la India me ayudó mucho a comprender la importancia, la autoctonía y al mismo tiempo la universalidad de la creación de Brancusi. Quien profundice de verdad hasta las fuentes, hasta las raíces que se hunden en el Neolítico, será muy rumano, muy francés y al mismo tiempo un hombre universal. Siempre me ha fascinado esta cuestión: ¿cómo recuperar la unidad fundamental, cuando no del género humano, al menos de una determinada civilización indivisa en el pasado de Europa? Brancusi logró recuperarla… Ya ve, con este descubrimiento y con este interrogante se cierra el círculo de mi formación en la India.

LA INDIA ETERNA

– Ese interés cada día más vivo que sienten los occidentales, al parecer, por la India, por el yoga, ¿no le parece muchas veces un falso sucedáneo del absoluto?

– Aunque haya abusos, exageraciones, un exceso de publicidad, se trata de una experiencia importantísima. La concepción psicológica del yoga se anticipó a Freud y a nuestro descubrimiento del inconsciente. En efecto, los sabios y ascetas indios sintieron la necesidad de explorar las razones oscuras del espíritu; habían comprobado que los condicionamientos fisiológicos, sociales, culturales, religiosos… eran fáciles de delimitar y, en consecuencia, de dominar. Por el contrario, los grandes obstáculos para la vida ascética y contemplativa surgía de la actividad, del inconsciente, de los samskara y de los vasana, «impregnaciones», «residuos», «latencias» que constituyen lo que la psicología de las profundidades designa como «contenidos.», «estructuras» y «pulsiones» del inconsciente. Es muy fácil luchar contra las tentaciones mundanas, muy fácil renunciar a la vida familiar, a la sexualidad, a las comodidades, a la sociedad. Pero precisamente cuando uno se cree dueño de sí mismo, surgen de golpe los vasana y reaparece el «hombre condicionado» que somos cada cual. De ahí que el conocimiento de los sistemas de «condicionamiento» del hombre no podía ser para el yoga y para la espiritualidad india en general un fin en sí mismo. Lo importante no era conocer los sistemas de «condicionamiento», sino dominarlos. Se trabajaba sobre los contenidos del inconsciente para, «quemarlos». Pues, a diferencia del psicoanálisis, el yoga estima que es posible controlar las pulsiones del inconsciente.

Pero todo esto no constituye sino un aspecto. Hay otros. Es interesante, en efecto, conocer la técnica del yoga, pues no se trata de una mística, ni de una magia, una higiene o una pedagogía, sino de todo un sistema original y eficaz. Lo importante no es detener el propio corazón un momento -ya sabe que ello es posible- ni suspender el aliento durante algunos minutos. Lo que más interesa siempre es realizar una experiencia que permita conocer los límites del cuerpo humano.

Me parece, por tanto, evidente que ese interés por el yoga es importantísimo y que tendrá repercusiones y consecuencias felices. Entiéndame bien, esa literatura deprimente, esas obras de «vulgarización»…

– Ya sé que en estos momentos no piensa en hombres como Allan Watts, al que también conoció…

– Sí, y yo diría que muy bien. Era un genio de la adivinación por lo que se refiere a ciertas tradiciones orientales. Y conocía perfectamente, de primera mano, su propia religión. Ya sabe que fue sacerdote episcopaliano (Iglesia de Inglaterra). Conocía bien el cristianismo occidental y el zen, y también podía entender otras muchas cosas. Yo lo admiraba mucho. Además poseía un don rarísimo: se expresaba en un lenguaje que no era pretencioso, que no correspondía a una vulgarización superficial y que al mismo tiempo resultaba accesible. Creo que Watts no abandonó de verdad el sacerdocio, sino que buscó otro camino para comunicar al hombre moderno lo que los hombres de otras épocas llamaban «Dios». Se convirtió en un maestro, en un verdadero guru para la generación de los hippies. No tuve con él amistad íntima, pero creo que era honrado, y además admiraba mucho su potencia de adivinación. A partir de algunos elementos, de algunos buenos libros, era capaz de presentar la esencia de una doctrina.

– ¿Qué pensaba Watts por su parte de los libros de Mircea Eliade?

– Me leía y me citaba. Nunca me reprochó el no ser más «personal» en mis libros. En efecto, entendió perfectamente que mi objetivo consistía únicamente en hacer inteligible al mundo moderno -lo mismo occidental que oriental, a la India lo mismo que a Tokio o a París- unas creaciones religiosas y filosóficas poco conocidas o mal comentadas. Para mí, el conocimiento de los valores religiosos tradicionales es el primer paso hacia una restauración religiosa. Mientras que un hombre como Watts, y otros como él, creían -y quizá con razón- que es posible dirigirse a las masas con algo que se parezca a un «mensaje» y hacer que se despierten, yo pensaba que nosotros -producto de un mundo moderno – estarnos «condenados» a recibir toda revelación a través de la cultura. Hay que recuperar las fuentes a través de las formas y las estructuras culturales. Estamos «condenados» a aprender y a revivir a la vida del espíritu mediante los libros. En la Europa moderna ya no hay enseñanza oral ni creatividad folklórica. Por ello pienso que el libro tiene una enorme importancia, no sólo cultural, sino también religiosa, espiritual.