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– Sí, en el sentido de que alguien puede tener una experiencia tan «convincente» que se vea obligado a considerarla real.

– Al final de El secreto del doctor Honigberger -un investigador que efectivamente ha existido, al que cita al principio de Patañjali y el Yoga- el lector puede dudar entre varias claves para resolver el enigma. ¿Cuál es la suya?

– Para algunos lectores puede resultar evidente. Como el personaje que narra esa historia afirma ser Mircea Eliade, un hombre que ha pasado algunos años en la India, que ha escrito un libro sobre el yoga…

– Ese es el narrador, pero no se nombra como Eliade…

– No, pero Mme Zerlendi le escribe: «Como ha pasado muchos años en la India…». Pero, en aquella época, ¿quién podía ser ese rumano que había marchado a la India, que había escrito un libro sobre el yoga? El narrador, por consiguiente, es Eliade. Y Zerlendi, un hombre dotado de clarividencia, se da cuenta de que, por un accidente lamentable, el documento extraordinario que había ocultado con la esperanza de que un día lo descifrara alguien y se convenciera de la realidad de algunos hechos relacionados con el yoga, ese documento acababa de ser descifrado por alguien que conocía el sánscrito y el yoga y que además era un novelista, que no dejaría de sentirse tentado -justamente lo que yo hice- por la idea de narrar aquella historia extraordinaria. Entonces, para suprimir cualquier peligro de que alguien verificara la autenticidad del relato -pues no resultaría difícil identificar la casa y encontrar su biblioteca y los manuscritos-, en una palabra, para probar que no se trata sino de una fantasía literaria, Zerlendi transforma su casa, hace desaparecer la biblioteca y su familia afirma no conocer al narrador. Y todo esto para evitar que el documento que me disponía a resumir en mi novela no fuera considerado auténtico.

– No estoy seguro de que esta conversación haya de resultar clara para quienes no hayan leído el libro. Mejor así, pues espero que esa misma oscuridad les anime a descubrirlo… Por mi parte, ya no sé qué pensar. Me siento en la misma situación que los personajes de su último libro que escuchan al «viejo». El suyo es un arte diabólico a la hora de desconcertar a sus oyentes a través de unas historias en las que ya no es posible distinguir lo verdadero de lo falso, la izquierda de la derecha.

– Es verdad. Incluso pienso que ésa es una parte característica de mi prosa.

– ¿No habrá un tanto de malicia en el placer que le produce la idea de confundir un tanto a su interlocutor?

– Eso, quizá, forma parte de una especie de pedagogía; no debe entregarse al lector una «historia» perfectamente transparente.

– ¿La pedagogía y el gusto por el laberinto? -Sí, una prueba iniciática al mismo tiempo.

– Dejemos, pues, a sus lectores ante la puerta del laberinto, a la e ntrada del bosque de Serampare y de la biblioteca india de Zerlendi. En compensación, nada hay de fantástico en La noche bengalí. Cuando recuerdo este libro -porque, efectivamente, es un libro sobre el que se ha de reflexionar, pues se abre a la lectura menos que al recuerdo de la lectura - hay algo que me llama la atención sobre todo: la imagen y la evocación de aquella muchacha, la presencia del deseo mismo. . La historia es sencillísima, pero irradia hasta abrasar una belleza codiciable como los frescos de Ajanta y como la poesía erótica de la India… ¿Cómo ve este libro con la distancia?

– Bien, se trata de una novela medio biográfica. Comprenderá que…

– Entiendo que quiera guardar el mismo silencio sobre los secretos de la gnosis y los secretos del amor… Pero, puesto que acabamos de evocar el arte de Ajanta, ¿se le ha ocurrido a alguien relacionar la figura, tan sensual, de Maitreyi (La noche bengalí) y los frescos de Ajanta? ¿Qué le ha hecho pensar esto?

– Cierto, ya se ha hablado de ello. En una carta encantadora que me envió después de leer mi novela, Gastón Bachelard hablaba de «mitología del placer». Creo que tenía razón, pues, en cierto sentido, la sensualidad se transfigura…

– Lo que ahora me dice enlaza directamente con una nota de su Diario del 5 de abril de 1947 a propósito de los frescos de Ajanta: «¡La sensualidad de estas imágenes fabulosas, la importancia inesperada del elemento femenino! ¿Cómo es posible que un monje budista pudiera "liberarse" de las tentaciones de la carne, rodeado de tantas, desnudeces soberbias, y triunfantes en su plenitud y en su belleza? Sólo una versión tántrica del budismo podía aceptar semejante elogio de la mujer y de la sensualidad. Algún día se comprenderá la función importante del tantrismo, que ha revelado e impuesto a la conciencia india el valor de las "formas" y de los "volúmenes" (el triunfo del antropomorfismo más lánguido sobre el aniconismo original)». El componente erótico de La noche bengalí, su interés por el tantrismo y su visión del arte indio: esta nota permite envolverlos en la misma mirada.

– Sí, además fue al contemplar los frescos de Ajanta como empecé a admirar el arte figurativo de la India. He de reconocer que, al principio, la escultura india me descorazonó. Pero una obra de Coomaraswamy me permitió captar el sentido de aquella acumulación de detalles. No basta allí la representación del dios, sino que se prodiga toda suerte de signos, de figuras humanas, mitológicas. ¡Nada de espacios vacíos! Aquello no me gustaba. Luego comprendí que el artista quiere absolutamente poblar ese universo, ese espacio que crea en torno a la imagen. Que quiere, en suma, llenarlo de vida. Terminé por admirar aquella escultura.

Precisando más, si he llegado a gustar tanto del arte indio ha sido por tratarse de un arte de significación simbólica, un arte tradicional. El artista no se propuso expresar nada en absoluto de orden «personal». Compartía con todos los demás el universo unitario de los valores espirituales propios del genio indio. Se trataba de un arte simbólico y tradicional, pero espontáneo, si puedo decir así. El hecho de beber en la fuente común jamás ha perjudicado al florecimiento de las formas distintivas, a su variedad. Y esto es verdad a propósito de todas las artes.

En la India, fue la música de Bengala la única que tuve, hasta cierto punto, ocasión de conocer. Pero lo que más me interesaba eran las artes plásticas, la pintura, los monumentos, los templos. Pero no únicamente corno «creaciones artísticas». Por ejemplo, el templo es una obra arquitectónica dotada de un simbolismo muy coherente, en que la función religiosa, con sus ritos y procesiones, se integra perfectamente en la misma arquitectura. Por otra parte, en la India, al igual que en todas las aldeas de la Europa oriental de hace quizá treinta o cuarenta años, el «objeto artístico» no era algo que se colgaba de la pared o se colocaba en una vitrina. Era un objeto que se utilizaba: una mesa, una silla, un vaso, un icono. En este sentido precisamente me interesaba el arte indio, el arte popular lo mismo que el de los templos, de las esculturas y las pinturas: por su integración en la vida cotidiana.

– ¿Y la literatura india?

– Me gustaba mucho Kalidasa, que es quizá mi preferido. Es el único poeta que llegué a dominar, a pesar de que su sánscrito resulta muy difícil. Es innegable su genio poético.

Entre los modernos, he leído a algunos escritores de vanguardia, Acinthya, por ejemplo, un joven novelista bengalí (1930) muy influido por Joyce. Y, por supuesto, a Rabindranath Tagore.

– Creo que fue Dasgupta quien le presentó a Tagore.

– Sí, tuve la gran suerte de ser recibido varias veces por Tagore en Santiniketan. Yo tomaba muchas notas después de nuestras conversaciones y también sobre cuanto se decía de él, como hombre y como poeta, en Santiniketan. Allí era muy admirado, pero algunos le criticaban, y yo tomaba nota de todo ello. Espero que ese «cuaderno Tagore» exista todavía, en Bucarest, en mi biblioteca tantas veces cambiada de lugar. Admiraba a Tagore por el esfuerzo que desarrollaba para condensar en sí las cualidades, las virtudes, las posibilidades del ser humano. No era tan sólo un poeta excelente, un compositor excelente -escribió unas tres mil canciones, de las que algunos centenares, estoy seguro de ello, se han convertido hoy en «canciones populares» en Bengala-, un gran músico, un buen novelista, un maestro de la conversación… Su misma vida poseía una calidad específica. Pero no era una «vida de artista», como la que llevaban un D'Annunzio, un Swinburne o un Oscar Wilde. Era una vida rica y completa, abierta a la India y al mundo. Tagore se interesaba además por cosas que nadie se imaginaría que pudieran interesar a un gran poeta. Se ocupaba de los asuntos comunes, sentía una gran pasión por la escuela que había fundado en Santiniketan. Jamás se distanció de la cultura popular de Bengala. En su obra se advierte enseguida la importancia de la tradición rural, a pesar de que esté claro que también se inspiraba en Maeterlinck, por ejemplo. Además era hermoso. Tenía un gran éxito, se murmuraba que era un don Juan… Pero al mismo tiempo irradiaba una espiritualidad que se expresaba a través de todo su cuerpo, de sus gestos, de su voz. Un cuerpo, una estampa de patriarca.

– Acaba de trazar un hermoso retrato que hace pensar en un Vinci, en un Tolstoi de Bengala. Sin embargo, en La noche bengalí evoca a Tagore en un tono…

– … crítico, ciertamente. Expresaba así la actitud de la nueva generación bengalí. En la universidad tenía amigos, jóvenes poetas, jóvenes profesores que, por reacción frente a sus padres, veían en la obra de Tagore un no sé qué d'annunziano, y la calificaban de pacotilla… Puede que hoy esté un poco olvidado en la India, a causa de la grandeza de Aurobindo, de Radhakrishna, que es un gran sabio. Pero estoy seguro de que será redescubierto.