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– En efecto, creía entonces, y creo ahora, que no hay contradicción entre la investigación científica y la actividad cultural. Empecé a preparar «Zalmoxis» por el año 1936, pero hasta 1938 no apareció el primer número, que tenía casi trescientas páginas. Yo quería fomentar el estudio científico de las religiones en Rumania. En los medios académicos, esta disciplina no tenía aún existencia autónoma. Por ejemplo, como ya le he dicho, yo enseñaba historia de las religiones en el marco de la cátedra de historia de la metafísica. Uno de mis colegas hablaba de mitos y leyendas en una cátedra de etnología y folklore. Entonces, para convencer a los ambientes universitarios de que se trataba de una disciplina importantísima a la que era posible hacer aportaciones significativas, y como en Rumania contábamos con algunos investigadores interesados por la historia de las religiones griegas, por ejemplo, decidí publicar «Zalmoxis». Me dirigí a todos los investigadores, muy numerosos, que conocía en el extranjero. Una revista internacional, por consiguiente, publicada en francés, inglés y alemán con la colaboración de varios investigadores franceses. Aparecieron tres volúmenes. Esta fue posiblemente la primera aportación a nivel, digamos, europeo de Rumania a la historia de las religiones.

– Supongo que los textos reunidos bajo el titulo De Zalmoxis a Gengis Khan aparecieron antes en aquella revista…

– No, salvo El culto de la mandrágora en Rumanía. El resto apareció en otras publicaciones. Por ejemplo, el texto sobre el simbolismo acuático, que lo incluí en Imágenes símbolos.

– En su Diario habla de «Criterion». ¿De qué se trata exactamente?

– Organizamos este grupo, «Criterion», con personas que no son conocidas en el extranjero, salvo Cioran; creo que también asistía Ionesco. Dábamos conferencias. Era una especie de simposio en el que participaban cinco conferenciantes. Abordábamos problemas muy importantes para aquella época -los años 1933, 1934 y 1935- en Rumania: no sólo Gandhi, Gide, Chaplin, sino también Lenin, Freud. Como ve, temas muy controvertidos. Y además el arte moderno, la música contemporánea, el jazz incluso… Invitábamos a representantes de toda clase de movimientos. Para Lenin hubo cinco conferenciantes, como de costumbre; el presidente era un célebre profesor universitario; uno de los conferenciantes era Lucretiu Patrascanu secretario por entonces del partido comunista; otro era el ingeniero Belu Silber, ideólogo comunista, pero había también un representante de la Guardia de Hierro, Poliproniade, y un representante, diríamos, de la política centro-liberal, que era conocido asimismo como economista, filósofo y teólogo, Mircea Vulcanescu. Se estableció un debate contradictorio, y creo que este tipo de diálogo era muy importante. Cuando escribí Le Retour du Paradis, me dije que era precisamente algo parecido al paraíso lo que estábamos a punto de perder, pues en los años 1933-1934 aún se podía hablar. Más tarde no hubo quizá censura en sentido estricto, pero fue necesario elegir temas más bien culturales. «Criterion» tuvo una enorme repercusión en Bucarest. Fue allí donde por vez primera se habló, en 1933, del existencialismo, de Kierkegaard y de Heidegger. Nos sentíamos comprometidos a una campaña contra los fósiles. Queríamos recordar a nuestro auditorio que existían Picasso y Freud. Bien entendido que Freud era conocido ya en aquel ambiente, pero aún quedaba mucho por decir de él, lo mismo que de Picasso. Era preciso discutir acerca de Heidegger y Jaspers. Hablar de Schönberg… Sentíamos que es preciso integrar la cultura en la ciudad. Todos estábamos convencidos de que no era suficiente hablar en la universidad. Había que bajar de verdad al ruedo. Pensábamos que, como en España, gracias a Unamuno y Ortega, el periódico se había convertido en instrumento de trabajo para el intelectual. No teníamos el complejo de inferioridad que aquejaba a nuestros profesores, que se negaban a publicar artículos en un diario y sólo aceptaban hacerlo en una revista académica. Nosotros queríamos dirigirnos a un público más amplio y animar la cultura rumana que, sin ello, corría peligro de sumirse en el provincialismo. No era yo el único que pensaba así, evidentemente, y tampoco era el adelantado de aquel grupo. Todos habíamos sentido la necesidad de aquello y nos dábamos cuenta de que éramos los únicos capaces de hacerlo, pues éramos jóvenes y no teníamos miedo a posibles consecuencias ingratas (en cuanto a la «carrera» universitaria, por ejemplo).

LONDRES, LISBOA

– En 1940 sale de Rumanía y marcha a Londres como agregado cultural…

– El último gobierno del rey Caro] preveía dificultades para Rumania. Decidió enviar al extranjero a varios jóvenes universitarios en calidad de agregados y consejeros culturales. Yo fui designado para marchar a Inglaterra, y allí viví la Blitzkrieg. He utilizado los recuerdos de aquella guerra en El bosque prohibido. Mi primera imagen es una ciudad llena de enormes globos que debían protegerla de los bombarderos. Y luego la noche: todo negro, el camuflaje absoluto. Después del gran bombardeo del 9 de septiembre, algunos servicios de la legación fueron evacuados a Oxford. Aquella noche me hizo recordar algunos incendios del Bosco: una ciudad que arde, el cielo en llamas… Tuve una enorme admiración por el coraje y la resistencia de los ingleses, por aquel gigantesco esfuerzo de armamento a partir casi de la nada. De ahí que siempre, lo mismo en Londres que en Lisboa, creí en la victoria de los aliados.

Cuando Inglaterra rompió sus relaciones diplomáticas con Rumanía a causa de la entrada de las tropas alemanas en 1941, fui trasladado a Lisboa. Allí permanecí cuatro años. Trabajé y aprendí el portugués, muy bien por cierto. Empecé a redactar en rumano el Tratado de historia de las religiones y una parte de El mito del eterno retorno. Pensaba escribir un libro sobre Camóens, no sólo porque me gusta mucho este poeta, sino porque había vivido en la India y evoca Ceylán, África, el Océano Atlántico. Me gusta mucho Lisboa. Aquella gran plaza ante el enorme estuario del Tajo, una plaza soberbia; jamás la olvidaré. Y el color pastel de la ciudad, blanco y azul por todas partes… Por la tarde, en todas las calles se escuchaban melodías, todo el mundo cantaba. Era una ciudad que parecía haberse quedado como al margen de la historia, en todo caso de la historia contemporánea, fuera del infierno de la guerra. Era una ciudad neutral en la que podía observarse la propaganda de los dos bandos, pero yo me preocupaba de seguir sobre todo la prensa de los países neutrales. Por lo demás, me ocupaba de los intercambios culturales: conferenciantes, músicos, matemáticos, autores y compañías de teatro. Era una actividad apreciada por el ministerio, pero no se preocupaban mucho de todo aquello. Yo vivía un poco al margen de la legación, felizmente. La vida «diplomática» es muy fastidiosa, sofocante, exasperante. Siempre se vive «en familia», siempre entre miembros del cuerpo diplomático… Yo no hubiera podido vivir así mucho tiempo.

LA FUERZA DEL ESPÍRITU

– Este período que pasó fuera de Rumania, pero en Europa, en Londres, en Lisboa y finalmente en París, es un período trágico para Rumania y para una gran parte del mundo: la ascensión de los fascismos, los años negros de la guerra, la caída del nazismo y, en Rumania, la instauración de un régimen comunista. ¿Cómo vivió esos acontecimientos de los que fue testigo en la realidad o a través del pensamiento?

– Para mí, la victoria de los aliados era una evidencia. Al mismo tiempo, cuando Rusia entró en guerra, supe que aquella victoria lo sería también de Rusia. Y sabía también lo que ello iba a significar para los pueblos de la Europa oriental. Yo había salido de Rumania en la primavera de 1940 y, por consiguiente, sólo tenía informaciones de segunda mano de lo que allí estaba ocurriendo. Pero temía una ocupación rusa, siquiera pasajera. Siempre inspira miedo un vecino gigante. Los gigantes son para admirarlos desde lejos. Tenía miedo. Pero era preciso elegir entre la esperanza y la desesperación, y por mi parte siempre estoy en contra de una desesperación de esa naturaleza, política e histórica. Entonces elegí la esperanza. Me dije que aquello era una prueba más. Nosotros conocemos muy bien las pruebas de la historia, en Rumania igual que en Yugoslavia o en Bulgaria, porque hemos estado situados entre los imperios. Pero sería inútil resumir la historia universal, que todos conocen. Somos algo así como los judíos, que se hallaban situados entre los grandes imperios militares de Asiría, Egipto, Persia y el Imperio Romano. Los pequeños terminan siempre por ser aplastados. Entonces elegí el modelo de los profetas. Políticamente no había solución alguna, al menos por el momento. Quizá la hubiera más tarde. Para mí y para los demás emigrados rumanos, lo importante era hallar el modo de salvar nuestra herencia cultural, ver la manera de seguir creando en medio de aquella crisis histórica. El pueblo rumano sobrevivirá, por supuesto, pero,

¿qué se puede hacer desde el extranjero para ayudarle a sobrevivir? Siempre he creído que hay una posibilidad de sobrevivir a través de la cultura. La cultura no es una «superestructura», como creen los marxistas, sino que es la condición específica del hombre. No es posible ser hombre sin ser al mismo tiempo un ser cultural. Entonces me dije: es necesario continuar, hay que salvaguardar aquellos valores rumanos que corren el riesgo de ser ahogados en el país, y ante todo la libertad de investigación, por ejemplo, el estudio científico de la religión, de la historia, de la cultura. Cuando llegué a París, en 1945, lo hice para proseguir mis investigaciones, para poner a punto algunos libros en que tenía gran interés, sobre todo el Tratado de historia de las religiones y El mito del eterno retorno.

Me ha preguntado cómo viví aquel período trágico. Me dije que se trataba de una gran crisis, pero que el pueblo rumano ya había conocido otras a lo largo de su historia, tres o cuatro crisis por siglo. Los que quedaron allí harían lo que el destino les permitiera hacer. Pero aquí, en el extranjero, no había que perder el tiempo en nostalgias políticas, con la esperanza de una interven-ción inminente de América y cosas de éstas. Estábamos en 1946, 1947, 1948: en aquellos años yo estaba realmente convencido de que una resistencia no puede ser verdaderamente importante si no se hace algo. Pero la única cosa que era posible hacer era la cultura. Yo mismo, Cioran y muchos otros elegimos trabajar, cada cual conforme a su vocación. Lo cual no quiere decir que nos desentendiéramos del país. Al contrario, aquella era la única manera de aportar alguna ayuda. Cierto que siempre es posible firmar un manifiesto, protestar en la prensa. Pero eso raras veces es lo esencial. Aquí, en París, organizamos un círculo literario y cultural, la Estrella de la mañana. (Luceafarul), adoptando el título de un poema célebre de M. Eminescu, y un centro de investigaciones rumanas. Ya lo ve: intentábamos mantener la cultura de la Rumania libre y, sobre todo, publicar textos que no hubiera sido posible dar a conocer en Rumania. Literatura en primer lugar, pero también estudios históricos y filosóficos.