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Allí dormí esa noche, las tres o cuatro horas que se habían vuelto mi ración de sueño, y a la mañana siguiente, muy temprano, volé al Cusco, donde, empezando por Sicuani, Urcos, Urubamba y Calca, emprendí una gira que debía culminar, dos días después, a las cinco de la tarde, en la plaza de Armas de la antigua capital del imperio de los incas. Por razones históricas y también políticas, Cusco, tradicional ciudadela de izquierda, tiene un valor simbólico en el Perú. Y su plaza de Armas, donde las piedras de los antiguos palacios incaicos sirven de base a los templos y viviendas coloniales, es una de las más bellas e imponentes que conozco. También una de las más grandes. El comité cusqueño del Movimiento Libertad me había prometido que, aquella tarde, estaría llena de bote en bote, y que ni apristas ni comunistas conseguirían estropear el mitin. (Habían intentado agredirnos en todos mis recorridos anteriores por el departamento.)

Me preparaba para salir a aquel mitin cuando me llamó Álvaro, desde Lima. Lo noté muy agitado. Estaba en la oficina del comando de campaña, con Mark Mallow Brown, Jorge Salmón, Luis Llosa, Pablo Bustamante y los analistas de las encuestas. Acababan de recibir la última y se habían llevado una mayúscula sorpresa: en los barrios marginales y pueblos jóvenes de Lima -el 60 por ciento de la capital- el candidato Alberto Fujimori había despegado en los últimos días de manera vertiginosa, desplazando en las intenciones de voto al apra y a la izquierda, y las indicaciones eran que su popularidad crecía «como la espuma, minuto a minuto». Según los analistas, se trataba de un fenómeno circunscrito a los barrios más pobres de Lima y a los sectores C y D; en los demás, y en el resto del Perú, se mantenía la correlación de fuerzas. Mark consideraba el peligro muy serio y me aconsejaba suspender la gira, incluido el mitin del Cusco, y regresar a Lima en el acto, para, desde hoy y hasta las elecciones, concentrar todos los esfuerzos en los distritos y barrios periféricos de la capital a fin de atajar aquel fenómeno.

Le contesté a Álvaro que estaban locos si creían que iba a dejar plantados a los cusqueños y que volvería a Lima al día siguiente, después de los mítines de Quillabamba y Puerto Maldonado. Partí hacia la plaza de Armas del Cusco y, allí, el espectáculo me hizo olvidar todas las aprensiones del comando de campaña. Era el atardecer y un sol ardiente encendía las faldas de la cordillera y la cuesta de Carmenca. Los tejados de San Blas y las piedras prehispánicas de iglesias y conventos echaban llamas. En el purísimo azul añil del cielo no había nubes y destellaban ya algunas estrellas. La apretada muchedumbre que cubría la enorme plaza parecía a punto de estallar de entusiasmo y en el aire transparente de la sierra las caras curtidas de los hombres y los vivos colores de las polleras femeninas y los carteles y banderas que agitaba ese bosque de manos eran muy nítidos y parecían al alcance de cualquiera que, desde el estrado levantado en el atrio de la catedral, hubiera estirado el brazo para tocarlos. Nunca me sentí tan emocionado en toda la campaña como aquella tarde cusqueña, en esa antigua y hermosa plaza donde el desdichado país en que nací vivió sus más altos momentos de gloria y donde, alguna vez, fue civilizado y próspero. Así se lo dije, con la garganta cerrada, al arquitecto Gustavo Manrique Villalobos del comité de Libertad, cuando, con los ojos húmedos, me susurró, señalándome la impresionante concurrencia: «Promesa cumplida, Mario.»

En la noche, a la hora de la cena, en el hotel de Turistas, pregunté quién era y de dónde venía este Alberto Fujimori que sólo a diez días de las elecciones parecía comenzar a existir como candidato. Hasta entonces no creo haber pensado una sola vez en él, ni haber oído a nadie mencionarlo en los análisis sobre el proceso electoral que hacíamos en el Frente y en el Movimiento Libertad. Había visto alguna vez, al paso, los ralos carteles del fantasmal organismo que inscribió su candidatura, cuyo nombre, Cambio 90, parasitaba un lema nuestro -El gran cambio en libertad- y fotos pintorescas del personaje cuya estrategia de campaña consistía en pasearse en un tractor, a veces con un chullo indígena sobre su cara oriental, repitiendo un eslogan -Honradez, Tecnología y Trabajo- que contenía toda su propuesta de gobierno. Pero ni siquiera como excentricidad folklórica este ingeniero de cincuenta y dos años, hijo de japoneses, de apellido duplicado -Fujimori Fujimori- se llevaba el cetro entre los diez candidatos a la presidencia registrados por el Jurado Nacional de Elecciones, pues en este dominio lo derrotaba el señor Ataucusi Gamonal o profeta Ezequiel.

El profeta Ezequiel era el fundador de una nueva religión, los Israelitas del Nuevo Pacto de la Iglesia Universal, surgida en las alturas de los Andes, y con cierta implantación en comunidades campesinas y barrios marginales de las ciudades. Hombre humilde, nacido en el pueblecito de La Unión (Arequipa), educado por una secta evangélica de la sierra central, se había apartado de aquélla luego de tener una revelación en Tarma y fundado la suya propia. A sus fíeles se los reconocía porque andaban, las mujeres, embutidas en unas túnicas severas y con un pañuelo en la cabeza y, los hombres, con las uñas y los cabellos larguísimos, pues uno de los preceptos de su credo era no interferir en el desenvolvimiento del orden natural. Vivían en comunidades, trabajando la tierra y compartiéndolo todo, y habían tenido enfrentamientos con Sendero Luminoso. Al principio de la campaña, Juan Ossio, que estudiaba como antropólogo a los israelitas y tenía buena relación con ellos, me había invitado a almorzar a su casa con el profeta Ezequiel y con el jefe de sus apóstoles, el hermano Jeremías Ortiz Arcos, pues pensaba que el apoyo de la secta podía ganarnos votos campesinos. Guardo un divertido recuerdo de ese almuerzo, en el que todo el diálogo conmigo lo sostuvo el hermano Jeremías, un cholo fuerte y astuto, de enmarañadas crenchas recogidas en trenzas y de estudiadas poses, mientras el profeta permanecía mudo y sumido en una suerte de arrobo místico. Sólo a los postres, después de haber comido como un Heliogábalo, volvió a este mundo. Me buscó los ojos y cogiéndome el brazo con sus garras negras, pronunció esta frase definitiva: «Yo lo pondré en el trono, doctor.» Alentados por lo que interpretamos como una promesa de ayuda electoral, Juan Ossio y Freddy Cooper fueron a almorzar con el profeta Ezequiel y sus apóstoles a una carpa israelita, de una barriada de Lima, y Freddy recordaba aquel ágape como una de las pruebas menos digestas de su efímera carrera política. Inútil, por lo demás, pues al poco tiempo el profeta Ezequiel decidió ponerse en el trono él mismo, lanzando su candidatura. Aunque en las encuestas jamás había llegado ni siquiera al 1 por ciento, a veces los analistas del Frente especulaban sobre la posibilidad de un descarte del voto campesino hacia el profeta, que desestabilizara el panorama político. Pero ninguno intuyó que la sorpresa vendría del ingeniero Fujimori.

Al regresar a Lima, en la tarde del 30 de marzo, me encontré con una noticia curiosa. Nuestro equipo de seguridad había detectado una orden dada la víspera por el presidente Alan García a todas las Corporaciones Regionales de Desarrollo de que, a partir de este momento, reorientasen su apoyo logístico -transportes, comunicaciones y publicidad- de la candidatura aprista de Alva Castro a la de Cambio 90. Al mismo tiempo, desde ese día todos los medios de comunicación dependientes del gobierno y afines a García -sobre todo el Canal 5, Radioprogramas, La República, Página Libre y La Crónica - comenzaron a levantar de manera sistemática una candidatura que hasta entonces apenas mencionaban. El único que no pareció sorprendido con las novedades fue Fernando Belaunde, con quien me reuní la misma noche de mi regreso a Lima. «La candidatura de Fujimori es una típica maniobra aprista para quitarnos votos», me aseguró el ex presidente. «Lo hicieron conmigo, en 1963, inventándose la candidatura del ingeniero Mario Sámame Boggio, que decía las mismas cosas que yo, era profesor de la misma universidad que yo, y que, al final, sacó menos votos incluso que las firmas con que se inscribió en el registro electoral.» ¿Era el candidato del chullo y el tractor un epifenómeno de Alan García? En todo caso, Mark Mallow Brown estaba inquieto. Las encuestas flash -hacíamos una diaria, en Lima- confirmaban que en los pueblos jóvenes el «chinito» crecía a un ritmo veloz.

¿Quién era? ¿De dónde salía? Había sido profesor de matemáticas y rector de la Universidad Agraria, y, como tal, presidió en una época el conup (Consejo Nacional de la Universidad Peruana). Pero su candidatura no podía ser más endeble. Ni siquiera había conseguido llenar los cupos de senadores y diputados en su lista. Entre sus candidatos había muchos pastores de iglesias evangélicas y eran todos, sin excepción, desconocidos. Después descubrimos que había incluido entre ellos a su propio jardinero y a una adivinadora y quiromántica, embarrada en un proceso de drogas, Madame Carmelí. Pero la mejor prueba de la poca seriedad de la candidatura era que el propio Fujimori figuraba, también, como candidato a una senaduría. La Constitución peruana permite esta duplicación, de lo cual se aprovechan muchos aspirantes parlamentarios que, para conseguir mayor publicidad, se inscriben a la vez como candidatos a la presidencia. Nadie con posibilidades reales de ser presidente postula al mismo tiempo a senador, pues ambos cargos son incompatibles, según la Constitución.

Aunque no anulé todo el resto de las giras programadas para los últimos días

– Huancayo, Jauja, Trujillo, Huaraz, Chimbote, Cajamarca, Tumbes, Piura y Callao-, hice, casi todas las mañanas, antes de partir a provincias, recorridos por los pueblos jóvenes de Lima donde Fujimori parecía más asentado, y una serie de spots televisivos, conversando con gentes de los sectores C y D, que me interrogaban sobre los puntos de mi programa más atacados. Con el flamante apoyo de los aviones y camionetas del gobierno, Fujimori comenzó una serie de recorridos por provincias y las informaciones mostraban, en todos sus mítines, una gran asistencia de peruanos humildes a los que el «chinito» del poncho, el chullo y el tractor que atacaba en sus discursos a todos los políticos parecía, de la noche a la mañana, haber hechizado.

El viernes 30 de marzo, el nuevo alcalde de Lima, Ricardo Belmont, endosó mi candidatura. Lo hizo desde mi casa de Barranco, luego de una conversación que fue para mí muy instructiva. El despegue de Fujimori lo había puesto muy inquieto, porque aquél no sólo repetía todo lo que Belmont había dicho en su campaña municipal -«no soy un político», «todos los políticos han fracasado», «ha llegado la hora de los independientes»-, sino que los comités de su propia organización, obras, en los barrios marginales de Lima, habían comenzado a ser fagocitados por Cambio 90. Sus locales cambiaban de banderas y los carteles con su cara eran reemplazados por otros, con la del «chinito». Para Belmont no había la menor duda: Fujimori era una creación del apra. Y me contó que el ex alcalde aprista de Lima, Jorge del Castillo, había tratado de que incluyese a Fujimori en su lista de regidores, algo que él no hizo por ser aquél un ilustre desconocido. Seis meses atrás, el postulante presidencial de Cambio 90 sólo aspiraba a ser concejal de un municipio.