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El simpático Collor -quién hubiera imaginado en esos días que sería destituido acusado de ladrón- me recibió, en Brasilia, en una casa llena de jardines hollywoodenses -garzas y cisnes se paseaban a nuestro alrededor mientras almorzábamos- con una frase alentadora -«Eu estou torciendo por vocé, Mario» («Estoy haciendo barra por usted»)- y con la sorpresa de un viejo amigo, a quien no esperaba ver allí: José Guillermo Merquior, entonces embajador de Brasil ante la Unesco. Merquior, ensayista y filósofo liberal, discípulo de Raymond Aron y de Isaiah Berlín, con quienes había estudiado en la Sorbona y en Oxford, era uno de los pensadores que con mayor rigor y consistencia había defendido las tesis del mercado y de la soberanía individual en América Latina, cuando la marea colectivista y estatista parecía monopolizar la cultura del continente. Su presencia, junto a Collor, me pareció una magnífica señal de lo que podía ser el gobierno de éste (presunción que, por desgracia, no confirmó la realidad). Merquior estaba ya grave, con la enfermedad que acabaría con su vida algún tiempo después, pero no me lo dijo y, más bien, lo noté optimista, bromeando conmigo sobre cómo habían cambiado los tiempos desde que, diez años atrás, en Londres, nuestros países nos parecían irremisiblemente inmunizados contra la cultura de la libertad.

La reunión con Collor de Mello fue cordialísima pero no muy fecunda, porque gran parte de la conversación durante el almuerzo la acaparó Pedro Pablo Kuczynski, uno de mis asesores económicos, con bromas y consejos que a veces parecían órdenes, al flamante presidente brasileño sobre lo que debía y no debía hacer. Pedro Pablo, ex ministro de Energía y Minas en el segundo gobierno de Belaunde -el mejor de los ministros que tuvo éste-, había sido perseguido por la dictadura militar de Velasco, para su buena suerte. Pues vivir en el exilio le permitió pasar de modesto funcionario del Banco Central de Reserva del Perú a ejecutivo del First Boston, de Nueva York, en el que, luego de su gestión con Belaunde, llegó a ocupar la presidencia. En los últimos años viajaba por el mundo entero -él siempre precisaba que en aviones privados, y, si no había más remedio, en el Concorde- privatizando empresas y asesorando a gobiernos de todas las ideologías y geografías que querían saber qué era una economía de mercado y qué pasos dar para llegar a ella. El talento de Pedro Pablo en materias económicas es muy grande (también haciendo jogging y tocando piano, flauta y laúd y contando chistes); pero su vanidad lo es aún más y en aquel almuerzo desplegó sobre todo esta última, hablando hasta por los codos, dictando cátedra y ofreciendo sus servicios para caso de necesidad. A los postres, Collor de Mello me cogió del brazo y me llevó a un cuarto vecino donde pudimos hablar a solas un momento. Ante mi sorpresa, me dijo que el proyecto de integración de las cuencas del Atlántico y del Pacífico tendría que enfrentar la resistencia y acaso oposición abierta de Estados Unidos, pues este país temía que, de concretarse aquel proyecto, sus intercambios comerciales con los países asiáticos de la cuenca del Pacífico se vieran lesionados.

Con el tiempo, recordaría mucho algo que me dijo Collor durante el almuerzo, en un respiro que le dio Kuczynski: «Ojalá gane en primera vuelta y no tenga que pasar por lo que yo.» Y explicó que la segunda vuelta electoral en el Brasil había sido de una tensión insoportable, al extremo de que por primera vez en su vida había sentido vacilar su vocación política.

Le quedé muy agradecido a Collor de Mello -como al presidente uruguayo Sanguinetti- por invitarme en plena campaña electoral, a sabiendas de que ello disgustaría mucho al presidente Alan García, y que podía disgustar al futuro mandatario peruano, si yo no era el vencedor. Y lamenté que este presidente joven y enérgico, que parecía tan bien preparado para llevar a cabo la revolución liberal en su país, no la hiciera, sino de manera muy fragmentaria y contradictoria, y, lo peor de todo, amparando la corrupción, con el consiguiente resultado calamitoso.

Al regresar a Lima me encontré con una invitación de la cgtp (Central General de Trabajadores del Perú), la central sindical comunista, para exponer mi Plan de Gobierno ante la IV Conferencia Nacional de Trabajadores, que se celebraba en el Centro Cívico de Lima. El certamen había sido organizado para sacramentar la candidatura de Henry Pease García, de Izquierda Unida, como la candidatura obrera y como un contrapeso a la reunión del cade. Como a éste, sólo los cuatro candidatos que parecían tener alguna posibilidad habíamos sido invitados, pero Alfonso Barrantes inventó un pretexto para no ir, temeroso de ser humillado por quienes lo consideraban un aburguesado y revisionista. El candidato del apra, Alva Castro, en cambio, se presentó y resistió las pifias. Me pareció que yo también debía ir, precisamente porque los dirigentes de la central comunista estaban seguros de que no tendría el valor de meterme a la boca del lobo. Además, sentía curiosidad por conocer la reacción de esos delegados sindicales impregnados de marxismo-leninismo ante mis propuestas.

Convoqué de prisa a los dirigentes de las comisiones de Trabajo y de Privatización -los temas obligados, allí, eran la reforma laboral y el capitalismo popular- y, acompañado también de Álvaro, nos presentamos en el Centro Cívico, en la tarde del 22 de febrero. El local estaba atestado, con cientos de delegados, y un grupo de extremistas de Sendero Luminoso, parapetado en un rincón, me recibió con gritos de «¡Uchuraccay! ¡Uchuraccay!». Pero el propio servicio de orden de la cgtp los calló y pude hacer mi exposición, de más de una hora, sin interrupciones y escuchado con la atención que un auditorio de seminaristas prestaría al diablo. Espero que algunos de ellos descubrieran que Satanás no era tan feo como lo pintaban.

Les dije que los sindicatos eran indispensables en una democracia, y que sólo en ella funcionaban como auténticos defensores de los obreros, pues en los países totalitarios no eran más que burocracias políticas y correas de transmisión de las consignas del poder. Y que, por eso, en Polonia, un sindicato obrero, Solidaridad, en defensa del cual yo había convocado una marcha callejera en Lima, en 1981, encabezaba las luchas por la democratización del país.

Respecto al Perú, les aseguré que, aunque ello fuera en contra de sus más firmes creencias, nuestro país estaba mucho más cerca de su ideal estatista y colectivista, con su enjambre de empresas públicas e intervencionismo generalizado, que del sistema capitalista, del que sólo conocía la versión más innoble: el mercantilismo. La reforma que yo proponía tenía como objeto remover todos los instrumentos de la discriminación y de la explotación de los pobres por un puñado de privilegiados, con lo cual la justicia vendría acompañada de la prosperidad. Ésta no nacía con la redistribución de la riqueza existente -eso significaba la diseminación de la pobreza- sino con un sistema en el que todos pudieran acceder al mercado, a la empresa y a la propiedad privada.

Con la ayuda de Javier Silva Ruete, que me acompañaba, explicamos que la privatización de las empresas públicas se haría de modo que obreros y empleados pudieran convertirse en accionistas -dando ejemplos concretos en casos de entidades como PetroPerú, los grandes Bancos o Minero Perú- y que defender, en nombre de la justicia social, empresas como SiderPerú, cuya vida artificial costaba ingentes recursos al país, era un paralogismo, pues esos recursos desperdiciados, de los que se beneficiaban un puñado de burócratas y de políticos, podían servir para construir las escuelas y los hospitales que tanta falta hacían a los pobres.

La primera obligación de un gobierno en el Perú era acabar con la pobreza de millones de peruanos, y para ello había que atraer la inversión y estimular la creación de empresas nuevas y el crecimiento de las existentes, removiendo los obstáculos que lo impedían. La estabilidad laboral era uno de ellos. Los trabajadores que se beneficiaban de ésta eran una ínfima minoría, en tanto que los que necesitaban trabajar eran la mayoría del país. No era una casualidad que los países con más alta oferta de empleo en el mundo, como Suiza o Hong Kong o Taiwan, tuvieran las leyes laborales más flexibles. Y Víctor Ferro, de la comisión de trabajo, explicó por qué la desaparición de la estabilidad laboral no podría servir de coartada para el atropello.

No sé si convencimos a alguien pero, para mí, fue una satisfacción hablar de estos temas ante semejante auditorio. Había pocas posibilidades de ganarlos para nuestra causa, desde luego, pero confío en que algunos comprendieran por lo menos que nuestro programa de gobierno proponía una reforma sin precedentes de la sociedad peruana y que la condición de los obreros, de los informales, de los marginados y, en general, de las capas de menos ingresos, estaba en el centro de mi esfuerzo. Al terminar la reunión hubo aplausos de cortesía, y un intercambio con el secretario general de la cgtp y miembro del Comité Central del Partido Comunista, Valentín Pacho, que Álvaro ha recogido en El diablo en campaña: «Ya ve, doctor Vargas Llosa, no había que temerles a los trabajadores.» «Ya ve, señor Pacho, los trabajadores no tienen nada que temer de la libertad.» En los medios de comunicación mi presencia en la Conferencia de la cgtp fue silenciada por los órganos del gobierno, pero los medios amigos le sacaron buen partido y hasta Caretas y reconocieron que había sido audaz.

Al día siguiente, Álvaro, muy excitado, interrumpió una reunión en mi casa con Mark Mallow Brown para darme los resultados de las elecciones en Nicaragua: contra todos los pronósticos, Violeta Chamorro derrotaba a Daniel Ortega y ponía punto final a diez años de sandinismo. Luego de lo ocurrido en Brasil, la victoria de Violeta confirmaba el cambio de vientos ideológicos en el continente. La llamé para felicitarla -la conocía desde 1982, en que la había visto enfrentándose a lo que parecía indetenible, en su casa de Managua pintarrajeada con insultos de las «turbas»- y en el comando de campaña hubo quienes pensaron que debía hacer un viaje relámpago a Nicaragua, para fotografiarme con ella, como lo había hecho con Collor de Mello. Miguel Vega Alvear encontró incluso la manera de realizar toda la operación en veinticuatro horas. Pero yo me negué, porque el 26 de febrero tenía una cita con los militares peruanos, en el caem (Centro de Altos Estudios Militares).

Arma importante de la guerra sucia era mi «antimilitarismo» y «antinacionalismo». El apra, sobre todo, pero también parte de la izquierda -que desde los tiempos de la dictadura de Velasco se había vuelto militarista- recordaban que el Ejército había quemado en un acto público, en 1963, mi novela La ciudad y los perros por considerarla ofensiva para las Fuerzas Armadas. La oficina del odio encontró, escarbando en mi bibliografía, muchas declaraciones y citas mías en artículos y entrevistas atacando el nacionalismo como una de las «aberraciones humanas que más sangre ha hecho correr en la historia» -frase que, en efecto, suscribo- y las difundía masivamente, en volantes anónimos, pero impresos en la Editora Nacional. En uno de ellos, se advertía a los electores que el Ejército no permitiría que «su enemigo» tomara el poder y que si yo ganaba las elecciones habría un cuartelazo.