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Esto era, también, algo temido por dirigentes del Frente Democrático, que me aconsejaban gestos públicos y reuniones privadas con jefes militares para tranquilizarlos respecto al «antimilitarismo» de mis libros y algunas tomas de posición de veinte o treinta años atrás (por ejemplo, a favor de la revolución cubana y del intento guerrillero del mir, de Luis de la Puente y Guillermo Lobatón, en 1965).

Las Fuerzas Armadas iban a tener un rol decisivo en las elecciones, pues, encargadas de garantizar el proceso electoral, de ellas dependería que Alan García se saliera con la suya si intentaba distorsionar el resultado. Asegurar su imparcialidad era imprescindible, así como tener un diálogo abierto con las instituciones militares con las que gobernaríamos el día de mañana. Pero entrevistarse con los altos mandos no era fácil; temían las represalias del presidente si éste percibía en ellos simpatía hacia el candidato del Frente Democrático. Y, con razón, pues Alan García había provocado convulsiones internas en las instituciones militares, mutando, pasando a retiro y promoviendo oficiales para asegurarse de que adictos suyos estuvieran en los puestos claves. La Marina había resistido a estos embates, manteniendo una cierta línea institucional en las promociones y rotación de cargos, pero la Aviación y, sobre todo, el Ejército, habían sido traumatizados con los nombramientos hechos desde Palacio de Gobierno.

En el Frente teníamos una comisión de Defensa, presidida por Johnny Johamovitch, integrada por una media docena de generales y almirantes, que funcionaba de manera más bien secreta para proteger la vida de sus integrantes de las acciones terroristas y de las represalias de Palacio. Cada vez que yo me reunía con ellos tenía la sensación de haber pasado a la clandestinidad por las precauciones que había que tomar -cambios de coches, de choferes, de casas-, pero lo cierto es que en cada exposición que me hacían -generalmente por boca del general Sinesio Jarama, experto en guerra revolucionaria- yo advertía que trabajaban mucho. Desde la primera reunión les dije que el objetivo de nuestra política de Defensa debía ser la despolitización de las Fuerzas Armadas, su reconversión para la defensa de la sociedad civil y de la democracia, y su modernización. La reforma debía garantizar que no hubiera más intromisiones políticas en la institucionalidad militar ni intromisiones militares en la vida política del país. Esta comisión y la de Derechos Humanos, dirigida por Amalia Ortiz de Zevallos, con la que colaboraban también algunos militares, tuvieron roces al principio pero al fin pudieron coordinar el trabajo, sobre todo en el tema de la subversión.

A través de los miembros de estas comisiones, o de amigos, y a veces a pedido de ellos mismos, tuve varias entrevistas con jefes militares sobre las actividades de Sendero Luminoso y del mrta. La más oficial de todas fue el 18 de septiembre de 1989, en Pro-Desarrollo, con el ministro del Interior y hombre para todo servicio de Alan García, Agustín Mantilla, quien, acompañado de un puñado de generales y coroneles de la Policía, nos hizo a mí y a un pequeño grupo del Movimiento Libertad una exposición muy franca sobre Sendero Luminoso, su implantación en el campo y en las ciudades y las dificultades que entrañaba infiltrar espías y obtener información en una organización tan hermética y piramidal y tan implacable en sus métodos. El ministro Mantilla, quien, diré de paso, me pareció más inteligente y articulado de lo que se podía esperar de un hombre que se ha pasado la vida dirigiendo matones y pistoleros, nos detalló una operación recientísima, en una aldea de la sierra de Lima, donde Sendero, según su sistema habitual, había ejecutado a todas las autoridades y tomado el control del lugar, a través de comisarios políticos, convirtiéndolo en una base de apoyo para la guerrilla. Un comando antisubversivo había llegado hasta allí, luego de una marcha nocturna por los riscos andinos, y capturado y ejecutado a su vez a los comisarios. Pero el destacamento militar senderista logró escapar. El ministro Mantilla no se iba por las ramas y con frialdad nos dijo que ésta era la única manera posible de actuar en la guerra a muerte que Sendero había desatado y en la que, reconoció, la subversión ganaba terreno. Al terminar, me llamó aparte, para decirme que el presidente me enviaba sus saludos. (Le pedí que se los retornara.)

Algún tiempo antes, el 7 de junio de 1989, el Servicio de Inteligencia de la Marina, que, se supone, es el mejor organizado -pues las rivalidades institucionales habían impedido que hubiera un servicio de inteligencia integrado-, nos había hecho a Belaunde, a Bedoya, a mí y a un pequeño grupo del Frente Democrático, una exposición de varias horas sobre el mismo asunto, en uno de los locales de la Naval. Los oficiales que presentaron los informes eran desenvueltos y la información que manejaban abundante y, en apariencia, bien fundada. Tenían fotos tomadas en París de los visitantes del centro de operaciones instalado allí por Sendero Luminoso para sus campañas de propaganda y recolección de fondos en toda Europa. ¿Por qué, entonces, la lucha antisubversiva era tan ineficaz? Según ellos, por la falta de entrenamiento y de equipos para este género de guerra de unas Fuerzas Armadas que seguían preparándose y equipándose para la guerra convencional, y por el escaso apoyo de la población civil que actuaba como si ésta fuera una lucha entre terroristas y militares y no le concerniera.

Pese a la discreción que nos recomendaron, aquel encuentro trascendió y tuvo consecuencias, pues el presidente García pidió sanciones para los responsables. Desde entonces, las entrevistas con oficiales en activo las hice solo, luego de cinematográficos recorridos en que me cambiaban varias veces de casa y de automóvil, como si las personas con quienes iba a conversar fueran delincuentes con las cabezas a precio y no respetabilísimos jerarcas de las Fuerzas Armadas. Lo más absurdo era que, en casi todos los casos, esas reuniones eran inútiles, pues no se hablaba en ellas de nada trascendente, salvo de chismes políticos o de inciertas maniobras que el gobierno podría estar maquinando para impedirme ganar las elecciones. Creo que, en muchos casos, las aparatosas reuniones fueron organizadas por militares curiosos de verme la cara.

Las impresiones que saqué de aquellos encuentros fueron decepcionantes. Por culpa de la crisis económica y la decadencia nacional, las carreras militares habían dejado de atraer a jóvenes de talento y bajado sus niveles a extremos peligrosos. Algunos de los oficiales con los que conversé eran de una soberbia incultura y me miraban como a un bicho raro cuando les explicaba lo que, a mi parecer, debía ser la función del Ejército en una sociedad moderna y democrática. Algunos eran simpáticos y campechanos, como aquel coronel de artillería que me preguntó a bocajarro, apenas nos presentaron; «¿Cómo eres tú para el trago?» Le dije que malísimo. «Entonces, te has jodido», me aseguró. Según él, Alan García había conquistado la simpatía y el respeto de sus colegas ganándoles las «carreras de obstáculos» que organizaba en Palacio de Gobierno con los altos mandos, después del desfile militar de Fiestas Patrias. ¿Qué era la carrera de obstáculos? En una gran mesa se alineaban filas de vasos y copas alternados de cerveza, whisky, pisco, vino, champagne y todas las bebidas imaginables. El presidente designaba a los contendores e intervenía él mismo en la competencia. Ganaba el que salvaba más obstáculos sin rodar por el suelo como un odre. Le aseguré al coronel que, como bebo poco y tengo alergia a los borrachos, la celebración de Fiestas Patrias en Palacio sería conmigo más sobria.

De todas esas reuniones la que me dejó un mejor recuerdo fue la conversación con el general Jaime Salinas Sedó, jefe entonces de la Segunda Región -la División de Tanques-de la que han salido casi siempre los golpes militares. Con él allí la democracia parecía asegurada. Culto, bien hablado, de maneras elegantes, parecía muy preocupado por la tradicional incomunicación entre la sociedad civil y la esfera militar en el Perú, lo que, decía, era un riesgo continuo para la legalidad. Me habló de la necesidad de tecnificar y modernizar a las Fuerzas Armadas, de erradicar de ellas la política y de sancionar con severidad los casos de corrupción, frecuentes en los últimos años, para que las instituciones militares tuvieran en el país el prestigio que tenían en Francia o Gran Bretaña. [52] Tanto él, como el almirante Panizo, entonces presidente del Comando Conjunto, con quien tuve también un par de reuniones privadas, me aseguraron de manera enfática que las Fuerzas Armadas no permitirían el fraude electoral.

El discurso ante el caem es uno de los tres que escribí y publiqué durante la campaña. [53] Me pareció importante hablar en profundidad ante la flor y nata de los institutos militares, de temas centrales para la reforma liberal del Perú en los que las Fuerzas Armadas estaban involucradas.

A diferencia de lo que ocurre en las democracias modernas, en el Perú no ha habido nunca una solidaridad recóndita entre las Fuerzas Armadas y la sociedad civil, por culpa de los golpes militares y por la incomunicación casi total entre los estamentos militar y civil. Para lograrla, era preciso el apoliticismo y el profesionalismo, la total independencia e imparcialidad de las Fuerzas Armadas ante las divisiones y querellas políticas. Y que los militares fueran conscientes de que, en la situación económica del Perú, los gastos de armamentos serían nulos en el futuro inmediato, salvo en dotar a las Fuerzas Armadas de equipos adecuados para la lucha contra el terrorismo. Esta lucha sólo sería ganada si civiles y militares combatían hombro con hombro contra quienes habían causado ya destrozos por valor de diez mil millones de dólares. Como presidente, asumiría la dirección de esa lucha, a la que serían llamados a integrarse los campesinos y trabajadores, en rondas armadas y asesoradas por los propios militares. Y no toleraría abusos a los Derechos Humanos, incompatibles con un Estado de Derecho y contraproducentes si se quería ganar el apoyo de la población.

Es un error confundir el nacionalismo con el patriotismo. Éste es un legítimo sentimiento de amor por el suelo donde uno nació; aquél, una doctrina decimonónica, restrictiva y anticuada, que en América Latina había enfrentado a nuestros países en guerras fratricidas y arruinado nuestras economías. Siguiendo el ejemplo de Europa, había que acabar con aquella tradición nacionalista y trabajar por la integración con los vecinos, la disolución de las fronteras y el desarme continental. Mi gobierno se esforzaría, desde el primer día, en remover todas las barreras económicas y políticas que impedían una estrecha colaboración y amistad con los países latinoamericanos, principalmente nuestros vecinos. Mi discurso terminaba con una anécdota, de cuando yo enseñaba en el King's College, de la Universidad de Londres. Allí descubrí un día que dos de mis más aplicados alumnos eran dos jóvenes oficiales del Ejército británico, a quienes éste había becado para hacer una maestría en estudios latinoamericanos: «Por ellos supe que entrar a Sandhurst o a la Escuela Naval o al Ejército del Aire en Gran Bretaña era un privilegio reservado a los jóvenes más capaces y esforzados -ni más ni menos que entrar a las universidades más ilustres-, y que la preparación que allí recibían no sólo los educaba para los fragores de la guerra (aunque también para ellos, claro está), sino para la paz: es decir, para servir a su país eficientemente como científicos, como investigadores, como técnicos, como humanistas.» Hacia esta meta tendería la reorganización de las Fuerzas Armadas en el Perú.

[52] Fiel a estas ideas, el general Salinas Sedó, ya en el retiro, intentó un movimiento constitucionalista para restaurar la democracia en el Perú, el 13 de noviembre de 1992, luego de siete meses del golpe autoritario del 5 de abril. Pero fracasó y él y el grupo de oficiales que lo apoyó se encuentran, ahora que corrijo las pruebas de este libro, en la cárcel.


[53] Civiles y militares en el Perú de la libertad. Exposición hecha ante los oficiales del Ejército, la Marina y la Aviación del Perú, en el caem (Centro de Altos Estudios Militares), el 26 de febrero de 1990. Lima, 1990.