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Como se lo había dicho a Álvaro, con quien celebró varias reuniones previas a este encuentro conmigo y de quien se hizo amigo, Ricardo Belmont me aseguró en aquella entrevista: «Voy a parar a Fujimori.» Y en esos últimos ocho días de campaña hizo cuanto estuvo a su alcance para apuntalar mi candidatura, en conferencia de prensa, en un programa de televisión que ideó con ese objeto y subiendo al estrado a darme su apoyo en el mitin del 4 de abril, en el paseo de la República, con el que cerramos la campaña en Lima. Nada de eso sirvió para contener lo que los periodistas bautizarían luego como el tsunami, pero a mí me dejó una imagen simpática de Belmont, a quien, previsiblemente, el futuro gobierno peruano le hizo pagar caro ese despliegue, asfixiando a la alcaldía de Lima con la falta de recursos y condenándolo a una gestión poco menos que nula. [55]

El día 3 de abril hubo dos buenas ocurrencias. La guapa Gisella Valcárcel, que, de artista de variedades había pasado a dirigir uno de los más populares programas de la televisión, luego de entrevistar a Fujimori y delante de él, anunció a su teleaudiencia que votaría por mí. Fue un gesto valeroso, porque el Canal 5 ya había tratado de impedir antes que Gisella participara en el festival que Acción Solidaria organizó para la Navidad. Sin embargo, ella fue el estadio y animó la fiesta -sacándome incluso a bailar un huayno- y ahora, en vísperas del acto electoral, hizo público su endose, tratando de arrastrar a su público a apoyarme. La llamé para agradecérselo, y hacer votos para que esto no le acarreara represalias, cosa que, felizmente, no ocurrió.

La segunda buena nueva fueron los resultados de la última encuesta nacional que Mark y sus analistas Paul, Ed y Bill, me trajeron a la casa en la tarde de ese miércoles: me mantenía en un promedio de un 40 por ciento de las intenciones de voto y la arremetida de Fujimori, que abarcaba no sólo Lima, también el resto del Perú -con la sola excepción de la Amazonía-, le quitaba votos sobre todo al apra y a la Izquierda Unida, las que pasaban al tercero y cuarto lugar, respectivamente, en casi todos los departamentos. El avance de Fujimori en los barrios marginales de la capital parecía contenido; y en distritos como San Juan de Lurigancho y Comas yo había recuperado algunos puntos.

Centenares de periodistas de todo el mundo estaban en Lima para la elección del domingo 8 y el comando de campaña temía que la capacidad para mil quinientas personas del salón de actos del Sheraton fuera insuficiente. Mi casa de Barranco estaba cercada por fotógrafos y camarógrafos día y noche y la seguridad se veía en aprietos para contener a los que querían escalar los muros o saltar al jardín. Para tener privacidad teníamos que cerrar persianas y bajar cortinas y hacer que los visitantes entraran en auto al garaje si no querían ser acosados por las hordas periodísticas. La ley electoral no permite publicar encuestas los quince días anteriores a las elecciones, pero en el extranjero los diarios ya habían dado noticias de la sorprendente aparición en el último minuto de las elecciones peruanas de un dark horse de origen nipón.

Yo no me sentía alarmado, como lo había estado los días de la proliferación publicitaria de nuestros candidatos parlamentarios -la que, en estas dos últimas semanas, se redujo a dimensiones menos estrepitosas-, aunque no podía dejar de pensar que entre ella y el fenómeno Fujimori había una relación de vasos comunicantes. Ese espectáculo de inmodestia económica había caído al pelo a alguien que se presentaba ante los peruanos pobres como otro pobre, asqueado de una clase política que nunca había resuelto los problemas del país. Sin embargo, pensaba que el voto por Fujimori -el voto de castigo a nosotros- no podría llegar a más de un 10 por ciento del electorado, el sector más desinformado e inculto. ¿Quiénes sino podían votar por un desconocido, sin programa, sin equipo de gobierno, sin la menor credencial política, que casi no había hecho campaña fuera de Lima, improvisado de la noche a la mañana como candidato? Dijeran lo que dijeran las encuestas, no se me pasaba por la cabeza que una candidatura tan huérfana de ideas y personas pudiera pesar frente al monumental esfuerzo desarrollado por nosotros a lo largo de casi tres años de trabajo. Y, en secreto, sin decírselo ni siquiera a Patricia, todavía albergaba la esperanza de que los peruanos me dieran ese domingo el mandato para el «gran cambio en libertad».

Semejante ilusión se alimentaba, en buena medida, de una lectura equivocada de los últimos mítines, que fueron todos, empezando por el de la plaza de Armas del Cusco, formidables. Lo fue también el del 5 de abril, en el paseo de la República, en Lima, en el que hablé de mí y de mi familia de manera confesional, explicando, contra la propaganda que me presentaba como un privilegiado, que yo debía todo lo que era y tenía a mi trabajo, y el de Arequipa, el último, el día 6, en el que prometí a mis coterráneos que sería «un presidente rebelde y turbulento», como lo había sido mi tierra natal en la historia del Perú. Esos actos tan bien organizados, esas plazas y avenidas que bullían de gente sobreexcitada y enronquecida de corear nuestros lemas -tantas muchachas y muchachos, sobre todo- daban la idea de una movilización arrolladora, de un país encandilado con el Frente. Antes del mitin final, con Patricia y mis tres hijos recorrimos las calles de la ciudad en coche descubierto en una caravana de varias horas a la que de cada rincón arequipeño se sumaba más y más gente, con ramos de flores o papel picado, en una atmósfera de verdadero delirio. Durante uno de esos recorridos en Arequipa, me ocurrió una de las más bonitas anécdotas de esos años. Una señora joven se acercó a la camioneta, me alcanzó un niño de pocos meses para que lo besara, y me gritó: «¡Si ganas, tendré otro hijo, Mario!»

Pero cualquiera que se hubiera sentado a hacer sumas y restas, con la cabeza fría, y observado con atención el tipo de gente que acudía a esas marchas y mítines hubiera desconfiado: quienes estaban allí representaban casi exclusivamente al tercio de los peruanos de mayores ingresos. Aunque una minoría, se bastaban para colmar las plazas de las ciudades peruanas, sobre todo ahora que, como pocas veces en nuestra historia, esas clases medias y altas se habían afiliado en bloque a un proyecto político. Pero los otros dos tercios, los peruanos más empobrecidos y frustrados por la decadencia nacional de las últimas décadas, a parte de los cuales, en algún momento, al comienzo de la campaña, mis propuestas llegaron a interesar, se habían luego distanciado de ellas, por miedo, confusión, disgusto con lo que apareció de pronto como el viejo Perú elitista y arrogante de los blancos y los ricos -algo que nuestra publicidad contribuyó a crear tanto como la campaña de los adversarios- y cuando yo presidía aquellos apoteósicos mítines que me daban la impresión de preservar la mayoría casi absoluta que me atribuían las encuestas, ya habían empezado a decidir la elección de manera distinta.

Algunos amigos habían llegado al Perú del extranjero, como Carmen Balcells, mi agente literaria de Barcelona y cómplice de muchas peripecias, mi editor inglés, Robert McCrum y el escritor y periodista colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, a quienes pude ver la víspera del día de elecciones, en medio de la asfixiante serie de entrevistas con corresponsales extranjeros que figuraba en mi agenda. Una sorpresa fue que aparecieran también por allí mi editor finlandés, Erkki Reenpa y Sulamita, su mujer, cuyas níveas caras escandinavas habían surgido de pronto como por arte de magia en medio de la muchedumbre, en el mitin de Piura, sin que yo pudiera acabar de entender cómo era posible que esos dos amigos de Helsinki se aparecieran en ese confín remoto del Perú. Después supe que me habían seguido, en esa última semana, por distintas ciudades, haciendo prodigios para, alquilando autos y tomando aviones, estar presentes en todos mis últimos mítines. Y esa noche, en mi casa, me encontré con un telegrama que me había enviado desde Ginebra mi íntimo amigo de juventud, Luis Loayza, a quien no veía hacía muchos años y que me emocionó: «Un abrazo, sartrecillo valiente.»

El domingo 8, con Patricia, Álvaro y Gonzalo, fuimos a votar temprano al colegio Mercedes Indacochea, de Barranco, y Morgana nos acompañó, muerta de envidia porque sus hermanos ya podían votar. Luego, antes de partir al hotel Sheraton, averigüé cómo estaban funcionando en todo el país esas decenas de miles de personeros, en las mesas electorales, que el equipo dirigido por Miguel y Cecilia Cruchaga preparaba para este día desde hacía meses. Todo estaba en orden; el transporte había funcionado y nuestros personeros se hallaban en sus puestos desde el amanecer.

Habíamos reservado varios pisos del Sheraton para el día de las elecciones. En el primero estaban las oficinas de prensa del Frente, con Álvaro y su equipo, y en el segundo se habían instalado los faxes, teléfonos y escritorios para los corresponsales y la sala donde yo hablaría luego de conocer los resultados. En el piso 18 había una oficina de cómputo, en la que Mark Mallow Brown y su gente recibían proyecciones de voto, informes de nuestros personeros y resultados de las encuestas hechas a las salidas de los centros de votación que llegaban a las computadoras que Miguel Cruchaga tenía instaladas, en semisecreto, en San Antonio. Me entregarían una primera proyección a eso del mediodía.

El piso 19 se reservó para mi familia y amigos íntimos, y el servicio de seguridad tenía órdenes de no dejar entrar a nadie más. Me encerré en una suite a eso de las once de la mañana, solo. Estuve viendo en la televisión cómo iban votando los líderes de los distintos partidos políticos, o figuras célebres del deporte y la canción, y de pronto me angustió la idea de que durante cinco años más probablemente no volvería a leer ni escribir nada literario. Entonces me senté y en una libretita que llevo siempre en el bolsillo escribí este risueño poema al que, desde que leí un libro de Alfonso Reyes sobre Grecia, en instantes de asueto, le daba vueltas:

Alcides

Pienso en el poderoso Alcides,

llamado también Hércules.

Era muy fuerte. Aún en la cuna

aplastó a dos serpientes, una

por una. Y, adolescente,

mató a un león, gallardamente.

Cubierto con su piel, peregrino

audaz, fue por el mundo. Lo imagino

musculoso y bruñido, dando caza.

al león de Nemea. Y, en la plaza

[55] Luego del autogolpe del 5 de abril de 1992, la rivalidad del alcalde Belmont con el flamante dictador se trocaría en apasionado idilio.