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Al perder el trabajo con el doctor Lavalle mis ingresos sufrieron una merma, pero por poco tiempo, pues, casi de inmediato, encontré otros dos, uno real y otro teórico. El real era el de la revista Extra, cuyo propietario, don Jorge Checa, el ex prefecto de Piura, me conocía desde niño. Me llevó allí cuando la revista andaba ya al borde de la quiebra. Cada fin de mes, los redactores vivíamos momentos de angustia porque sólo cobraban los primeros en llegar a la administración; los otros, recibían vales a futuro. Yo escribía allí cada semana críticas de cine y artículos de tema cultural. Algunas veces me quedé también sin cobrar. Pero no me llevé las máquinas de escribir y hasta los muebles de Extra, como hicieron varios de mis colegas, por la simpatía que me inspiraba Jorge Checa. No sé cuánto dinero perdió el pródigo don Jorge en esta aventura editorial; pero lo perdió con una desenvoltura de gran señor y de mecenas, sin quejarse ni desprenderse de la caterva de periodistas a los que mantenía y varios de los cuales lo pillaban de la manera más cínica. Él parecía darse cuenta de todo eso pero no le importaba, mientras se divirtiera. Y lo cierto es que se divertía. Solía llevar a los periodistas de Extra donde su amante, una guapa señora a la que había puesto una casa por Jesús María, donde organizaba almuerzos que terminaban en orgías. La primera escena seria, por celos, que me hizo Julia, al año y medio de casados, fue después de uno de esos almuerzos, ya en las últimas semanas de existencia de Extra, en que yo regresé a la casa en estado poco aparente y con manchas de rouge en el pañuelo. La pelea que tuvimos fue feroz y no me quedaron muchos ánimos de volver a los agitados almuerzos de don Jorge. No hubo mucha ocasión, por lo demás, porque algunas semanas más tarde el director de la revista, el inteligente y fino Pedro Álvarez del Villar, escapó del Perú con la amante de don Jorge, y los redactores impagos del semanario se llevaron los últimos restos del mobiliario y de las máquinas, de modo que Extra murió de consunción. (Siempre recordaré a don Jorge Checa, cuando era prefecto de Piura y yo alumno del quinto año del San Miguel, ordenándome, una noche, en el Club Grau: «Marito, tú que eres medio intelectual, súbete al escenario y preséntate al público a Los Churumbeles de España.» El concepto que don Jorge se hacía de un intelectual convenía, sin duda, a los intelectuales que le tocó conocer y contratar.)

Porras Barrenechea fue elegido senador por Lima en la lista de amigos del apra, y, en la primera elección de la Cámara, primer vicepresidente del Senado. Como tal tenía derecho a dos ayudantes rentados, cargos para los que nos nombró a Carlos Araníbar y a mí. El cargo era teórico, porque, como ayudantes de Porras, seguíamos trabajando con él en su casa, en la investigación histórica, y sólo pasábamos por el Congreso los fines de mes, a cobrar el modesto salario. A los seis meses, Porras nos advirtió a Carlos Araníbar y a mí que nuestros cargos habían sido suprimidos. Ese medio año fue mi primera y última experiencia de funcionario público.

Para entonces, Julia y yo nos habíamos mudado de la minúscula casita de la quinta de Porta a un departamento más amplio, de dos dormitorios -uno de los cuales convertí en escritorio- en Las Acacias, a pocas cuadras de los tíos Lucho y Olga. Estaba en un edificio moderno, muy cerca del malecón y del mar de Miraflores, aunque sólo tenía una ventana a la calle y por eso debíamos estar todo el día con luz eléctrica.

Vivimos más de dos años allí y creo que, a pesar de mi agobiante ritmo, fue una temporada con muchas compensaciones, la mejor de las cuales resultó, sin la menor duda, la amistad de Luis Loayza y Abelardo Oquendo. Constituimos un triunvirato irrompible. Pasábamos juntos los fines de semana, en mi casa, o en casa de Abelardo y de Pupi, en la avenida Angamos, o salíamos a comer a un chifa, salidas a las que se unían, a veces, otros amigos, como Sebastián Salazar Bondy, José Miguel Oviedo -quien empezaba a hacer sus primeras armas de crítico literario-, un amigo español de Loayza -José Manuel Muñoz-, Pablo Macera, el actor Tachi Hilbeck, o Baldomero Cáceres, el futuro psicólogo, entonces más preocupado de teología que de ciencia y al que por eso Macera apodó Cristo Cáceres.

Pero Abelardo, Lucho y yo nos veíamos también durante la semana. Buscábamos cualquier pretexto para reunimos en el centro de Lima a tomar un café y charlar, entre clases y trabajos, aunque fuera unos minutos, porque esos encuentros, en que comentábamos algún libro, nos comunicábamos chismes políticos, literarios o universitarios, nos estimulaban y desagraviaban de las muchas cosas aburridas y mecánicas del día.

Tanto Lucho como Abelardo habían abandonado los estudios literarios en la universidad para dedicarse sólo a la abogacía. Abelardo se acababa de recibir y ejercía la profesión, en el estudio de su suegro. Lucho estaba ya en los últimos cursos de Derecho y practicando en el estudio de un jerarca del pradismo: Carlos Ledgard. Pero bastaba conocerlos para saber que lo que realmente les importaba, y acaso lo único que les importaba, era la literatura y que ella se les volvería a meter en la vida todas las veces que trataran de alejarla. Creo que Abelardo quería entonces alejarla. Él había terminado Letras y había estado un año en España, becado, para hacer una tesis doctoral sobre los paremios en la obra de Ricardo Palma. No sé si fue este árido y disecador género de investigación -muy de moda entonces dentro de la estilística, que ejercía una dictadura esterilizante en los departamentos universitarios de Literatura- lo que lo había fatigado y disgustado con la perspectiva de una carrera académica. O si había dejado Letras por razones prácticas, diciéndose que, recién casado y con la inminencia de una familia, había que pensar en cosas más solventes para ganarse la vida. El hecho es que había abandonado su tesis y la universidad. Pero no la literatura. Leía mucho y hablaba con enorme sensibilidad de textos literarios, sobre todo de poesía, para la que tenía ojo cirujano y gusto exquisito. Escribía a veces comentarios de libros, siempre muy agudos, modelos en su género, pero nunca los firmaba y a ratos yo me preguntaba si Abelardo no había decidido, por su exigente sentido crítico, renunciar a escribir para ser sólo aquello en lo que sí podía alcanzar la perfección que buscaba: un lector. Había estudiado mucho a los clásicos del Siglo de Oro y yo le tiraba siempre la lengua porque oírlo opinar sobre el Romancero, Quevedo o Góngora me llenaba de envidia.

Su suavidad y repugnancia a toda clase de figuración, su maniático cuidado de las formas -en su manera de vestir, de hablar, de conducirse con sus amigos- hacían pensar en un aristócrata del espíritu que, por equivocación de los hados, se encontraba extraviado en el cuerpo de un muchacho de clase media, en un mundo práctico y duro en el que sobreviviría a duras penas. Cuando hablábamos de él, a solas, con Loayza, lo llamábamos el Delfín.

Lucho tenía, entonces, además de la de Borges, la pasión de Henry James, que yo no compartía. Era un lector caníbal de libros ingleses, que compraba o encargaba en una librería de lenguas extranjeras, de la calle Belén, y siempre estaba sorprendiéndome con un nuevo título o autor recién descubierto. Recuerdo su hallazgo, en una vieja librería del centro, de una magnífica traducción del bello libro de Marcel Schwob, Las vidas extraordinarias , que lo entusiasmó tanto que compró todos los ejemplares para distribuirlos entre amigos. A menudo nuestros gustos literarios no coincidían, lo que daba pretexto para estupendas discusiones. Gracias a Lucho descubrí yo libros apasionantes, como El cielo protector, de Paul Bowles y Otras voces, otros ámbitos, de Truman Capote. Una de nuestras violentas discusiones literarias terminó de una manera cómica. El motivo: Les nourrítures terrestres, de Gide, que él admiró y yo detesté. Cuando dije que el libro me parecía verboso, su prosa relamida y palabrera, me repuso que la discusión no podía continuar sin que compareciera Baldomero Cáceres, gidiano fanático. Fuimos a buscar a Baldomero y Lucho me pidió repetir ante él lo que pensaba de Les nourritures terrestres. Lo repetí. Baldomero se echó a reír. Rió mucho rato, a carcajadas, doblado en dos, cogiéndose el vientre, como si le hicieran cosquillas, como si le hubieran contado el chiste más gracioso del mundo. Esa argumentación me enmudeció.

Naturalmente, soñábamos con sacar una revista literaria que fuera nuestra tribuna y el signo visible de nuestra amistad. Un buen día, Lucho nos anunció que él financiaría el primer número, con su sueldo del estudio Ledgard. Así nació Literatura, de la que apenas saldrían tres números (y el último, cuando Lucho y yo ya estábamos en Europa). El primer número incluía un homenaje a César Moro, cuya poesía yo había descubierto hacía poco y cuyo caso de exiliado interior me intrigaba y seducía tanto como sus escritos. Al regresar de Francia y de México, países en los que vivió muchos años, Moro había llevado en el Perú una vida secreta, marginal, sin mezclarse con escritores, sin publicar casi, escribiendo, sobre todo en francés, textos que leía un pequeño círculo de amigos. André Coyné nos dio unos poemas inéditos de Moro para ese número, en el que también colaboraron Sebastián Salazar Bondy, José Durand y un joven poeta peruano de quien Lucho había descubierto en un número perdido de Mercurio Peruano unos poemas muy hermosos: Carlos Germán Belli. El número incluía un manifiesto contra la pena de muerte, firmado por nosotros tres, con motivo del fusilamiento en Lima de un delincuente (el «monstruo de Armendáriz») que había servido de pretexto para una repugnante feria: la gente se amaneció en el paseo de la República para escuchar, al amanecer, la descarga de la ejecución. De Loayza, había en el número su bello retrato del Inca Garcilaso de la Vega. La publicación de la pequeña revista, de apenas un puñado de páginas, fue para mí una aventura apasionante porque esos trajines, como las conversaciones con Lucho y Abelardo, me hacían sentir un escritor, ilusión que tenía poco que ver con la realidad de mi tiempo, absorbido por los quehaceres alimenticios.

Creo que fui yo, con esa novelería que no me abandonaba -no me abandona todavía-, el que los embarqué, en el verano de 1957, en las sesiones espiritistas. Las solíamos hacer en mi casa. Había venido de Bolivia una prima de Julia y de Olguita, llamada también Olga, que era médium. Frecuentaba el otro mundo con mucha gracia. En las sesiones hacía tan bien su papel que era imposible no creerse que los espíritus hablaban por su boca; o, mejor dicho, por su mano, pues le dictaban los mensajes. El problema era que todos los espíritus que acataban su llamado tenían las mismas faltas de ortografía. Pese a ello, se creaban momentos de efervescente tensión nerviosa y luego yo me quedaba toda la noche desvelado, dando saltos en la cama por culpa de ese comercio con el más allá.